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1era edición |
ÍNDICE
·
EL ARPA Y LA SOMBRA (Alejo Carpentier)
·
LA GUERRA Y LA PAZ (León Tolstoi)
·
CUENTOS PRETÉRITOS (Manuel Beingolea)
·
EL HOMBRE MEDIOCRE (José Ingenieros)
·
MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES (William Shakespeare)
EL ARPA Y LA SOMBRA
Novela del escritor
cubano Alejo Carpentier, publicado en 1979. Esta obra, como la novela “Concierto barroco”, es una obra breve,
pero esto no significa que no sea una de las obras maestras del narrador
cubano. La novela parte de la pretendida beatificación de Cristóbal Colón, que
cuenta en un libro León Bloy y que por tres veces propusieron dos pontífices
del siglo pasado, y crea una historia desmitificadora, crítica, llena de humor,
un “irreverente relato”, como él
decía, que es el último de sus juegos históricos. Curiosamente justifica el
tema, tras tantos años de éxito con la fórmula de lo real maravilloso,
escudándose en el aserto de Aristóteles que dice no ser oficio de poeta “el contar las cosas como sucedieron sino
como debieran o pudieran haber sucedido”.
Alejo Carpentier
suscribió en 1927 un Manifiesto que
en embrión presentaba ya algunos postulados políticos de la todavía lejana
Revolución cubana; varios de sus firmantes, entre ellos el narrador cubano,
fueron encarcelados. Tras la salida de la cárcel su situación era insostenible,
y decidió huir de Cuba aprovechando la documentación de Robert Desnos, poeta
surrealista francés que había ido a Cuba a participar en el Congreso de la
Prensa Latina en representación de un periódico de Buenos Aires. De esta forma
Carpentier se alejó de Cuba cuando el vanguardismo comenzaba a dar sus frutos.
Puesto que la obra gira
en torno al Descubridor de América, Cristóbal Colón, sería conveniente hacer
una síntesis histórica de su paso por América. A finales del siglo XV, un
marino un tanto estrafalario, que se decía genovés y conocedor de todos los
mares, seguía a los reyes y su corte en demanda de ayuda para una empresa más
amplia. Si idea, entre genial y equivocada, consistía en llegar a las costas
orientales de Asia navegando hacia Occidente.
Nadie había intentado
entonces la realización de semejante proyecto, que ni siquiera se sabía si era
posible. Desde luego, los cálculos de Cristóbal Colón estaban equivocados, y
venían a colocar al Japón poco más o menos donde está la isla de Cuba. (De aquí
que el error perdurase aún después del descubrimiento). Los dictámenes de los
expertos españoles- atenidos científicamente a los conocimientos de la época-
resultaron, en líneas generales, desfavorables al proyecto, y, por otra parte,
los Reyes Católicos habían concedido, desde los tratados de Alcacovan-Toledo,
vía libre a los portugueses “versus
indos”, por la vía de Oriente. ¿Hasta qué punto acceder a los deseos de
Cristóbal Colón significaba faltar a los pactos? Se explican las dudas.
Pero al fin, en 1492,
quedó autorizada y patrocinada la expedición, que lo mismo podía perderse para
siempre en el océano que proporcionar a Occidente las más insospechadas
perspectivas en todos los campos posibles: desde el económico y financiero
hasta el evangélico. Organizada la expedición, gracias sobre todo a los buenos
oficios de los hermanos Pinzón, salió Cristóbal Colón de la costa de Huelva con
las embarcaciones “Pinta”, “Niña” y “Santa María” y, tras una breve escala
en Canarias, inició la travesía atlántica, la expedición alcanzó tierra en
Guanahaní, que Colón bautizó San Salvador. Sucesivamente tocaron otras islas
del mismo archipiélago y, por último, Cuba, ya en las grandes Antillas, y La
Española, donde el descubridor hizo construir un primer establecimiento
colonizador, el llamado fuerte Navidad. Al regreso de la expedición, Cristóbal
Colón fue recibido triunfalmente en Barcelona por los Reyes Católicos, y en
seguida realizó su segundo viaje, en el que descubrió el archipiélago de las
pequeñas Antillas, Puerto Rico y Jamaica, además de circunnavegar en buena
parte de Cuba y realizar una fundación (La Isabela) en La Española, ya que el
fuerte Navidad había sido destruido por los indígenas. Todavía realizó
Cristóbal Colón dos viajes más: en el tercero descubrió la costa continental,
desembocadura del Orinoco y las islas de Trinidad y Cubagua. Fue entonces
cuando atravesó el descubridor sus primeras dificultades graves como virrey,
dada su escasa capacidad de gobierno y la radical contraposición entre sus
ideas y las de los españoles que lo acompañaban, empeñados en prolongar en
América la vieja tradición repobladora y colonizadora heredada de la
Reconquista. Llegadas a España nuevas alarmantes de la situación en La
Española, enviaron los reyes en visita de inspección al comendador de
Calatrava, que apresó a Cristóbal Colón y a sus hermanos Bartolomé y Diego, que
habían ejercido cargos de responsabilidad en la isla, y los envió a España. La
reina se apresuró a desagraviar al navegante, y todavía pudo realizar este
cuarto viaje (1502), pero se le prohibió expresamente, que tocase en La
Española.
En esta ocasión
Cristóbal Colón descubrió la costa de América Central, entre Honduras y Panamá.
Ya por entonces los llamados “viajes
menores” habían permitido diseñar un amplio trazo del perfil oriental del
continente, desde el Darién hasta el Río de la Plata. Sin embargo, Cristóbal
Colón, que murió dos años después de su regreso, nunca llegó a sospechar que
las tierras por él descubiertas no tenían nada que ver con Asia; en tal
sentido, el descubrimiento intelectual de Nuevo Mundo cabe atribuirlo a Américo
Vespuccio.
No es totalmente
cierto, por último, que Cristóbal Colón muriera en la pobreza; conservaba el
crédito que le otorgaban sus intactos privilegios, y su hijo Diego, al casar
con una sobrina del duque de Alba, había de entroncar a su familia con uno de
los más ilustres linajes castellanos. Fue enterrado provisionalmente en la
cartuja de Las Cuevas (Sevilla); más adelante su hijo Diego, virrey de la
Española, lo trasladó a la catedral de Santo Domingo. Como es sabido, el gran
navegante no se expresa de manera correcta en ningún idioma. En su castellano
se encuentran portuguesismos claros: por ejemplo, un deter por detener en la
relación del tercer viaje. A su vez, cuando escribe en italiano no deja de
incurrir en groseras faltas que revelan que no era este el idioma en que
redactaba sus múltiples escritos normalmente. Esto es lógico. En efecto,
Cristóbal Colón es ante todo un hombre de mar, y, por tanto, este marino estaba
acostumbrado a chaparrear mil lenguas sin lograr expresarse bien en ninguna. A
diario y durante sus años mozos el Almirante hubo de enterarse con sus
compañeros en la jerga que entonces se llamaba “levantisca”, esto es, del Levante, del Mediterráneo en general;
esto, sin embargo, de más encanto a unos relatos de viajes ya de por si
interesantes para un lector de nuestros días. Relatos que, a pesar de todos los
barbarismos, alcanzan a veces una sorprendente altura literaria, y que
constituyen un documento histórico de primera magnitud para comprender una de
las páginas más interesantes y de más trascendencia de la historia de las
Humanidad: la conquista y colonización de América, amplio el horizonte del mundo
hasta entonces conocido y explorado por Occidente, el cual se limitaba
prácticamente a la cuenca del Mediterráneo, cuna de la civilización occidental,
a Europa, la norte de África y el Próximo Oriente. Luego de esta necesaria
introducción, vayamos al contenido de la novela de Carpentier.
La novela de Carpentier
consta de tres partes simbólicas tituladas “El
arpa”, “La mano” y “La sombra”. Tres partes que constituyen
tres etapas en el proceso de desmitificación de la figura histórica del
Descubridor del Nuevo Mundo.
La primera parte,
relativamente corta, es en realidad una especie de introducción en la que se
nos presentan las condiciones en las cuales se le ocurre al Papa Pio IX, a
partir de una experiencia concreta en América Latina cuando todavía era joven
sacerdote al servicio del Cardenal Giovanni Muzzi arzobispo de Philippoli en
Macedonia, la idea de hacer canonizar a Colón y, por consiguiente, de presentar
un proceso de beatificación como etapa previa (Pio IX, cuyo nombre era Giovanni Mastai Forretti, nacido en
Senigallia. Papa de 1846 hasta su muerte. Vio el término pontificio incorporado
por la fuerza a Italia, y convocó el Concilio Vaticano I que proclamó la
infalibilidad papal. Autor de la encíclica Quanta Cura y del Sillabus de 1864, oponiéndose a las ideas democráticas que entonces estaban en
boga. Fue el pontífice de más largo reinado. NOTA DEL AUTOR).
La misión apostólica en
América Latina de la que forzaba parte el joven protagonista, había sido
llamada por O´Higgins, jefe de la joven República chilena que sabía que España
soñaba con restablecer en América la autoridad de su ya muy menguado imperio
colonial, luchando denodadamente por ganar batallas decisivas en la banda
occidental del continente, antes de ahogar en otras partes, mediante una auténtica
guerra de reconquista- y para ello no escatimaría los medios- las recién
conseguidas independencias. Y sabiendo que la fe no puede extirparse de súbito
como se acaba, en una mañana, con un gobierno virreinal o una capitanía general
, y que las iglesias hispanoamericanas dependían, hasta ahora, del episcopado
español, sin tener que rendir obediencia a Roma, el libertador de Chile quería
sustraer sus iglesias a la influencia de la ex metrópoli- cada cura español
sería mañana un aliado de posibles invasores-, encomendándolas a la autoridad
suprema del Vaticano, más débil que nunca en lo político, y que bien poco podía
hacer en tierras de ultramar fuera de lo que correspondería a una jurisdicción
de tipo meramente eclesiástico. Así se neutralizaba un clero adverso,
conservador y revanchista, poniéndoselo sin embargo- ¡y no podría quejarse de ello!-.
La obra empieza en
1864, momento en que el papa Pío IX está por firmar la propuesta de
beatificación de Cristóbal Colón, etapa previa a su canonización, y se termina
a fines del siglo XIX, en el momento en que finaliza el proceso de
beatificación. En este período real de menos de cuarenta años, se concentran,
en realidad, unos cuatro siglos y medio de Historia que abarcan el nacimiento,
la vida y la muerte del personaje principal (Cristóbal Colón), el
descubrimiento del Nuevo Mundo, y todo el largo período de la Conquista, de la
Colonización y de la Independencia política de América Latina. La misión
apostólica salió de Génova el 5 de octubre de 1823 hacia “las inmensidades siderales”, la misión se presentaba para el joven
Mastai como la repetición de aquella “prodigiosa empresa”, realizada más de
tres siglos atrás por un ilustre genovés que “habría de dar al hombre una cabal
visión del mundo en que vivía, abriendo a Nicolás Copérnico las puertas que le
dieron acceso a una incipiente exploración del infinito.
Para mostrar el peso de
Génova en la historia del mundo, el futuro papa Pío IX evoca entonces la figura
de otro ilustre genovés, el Almirante Andrea Doria, que mandó en un principio
la armada de Francisco primero de Francia y luego la de Carlos V y que, al
final del relato, se encontrará con el fantasma de Cristóbal Colón (Andrea Doria 1468-1560. Marino genovés. Fue
Capitán general del Levante. Estuvo a las órdenes de Francisco I, pero pasó a
prestar servicios a Carlos V. Obtuvo victorias navales sobre los turcos y
conquistó a Túnez. Al poder tomar Génova se le llamó “Libertador”. NOTA DEL AUTOR).
Llegado a Chile, al ver
la importancia de las iglesias y conventos, el fervor de la Semana Santa y el
vigor de la fe, el futuro papa tuvo la revelación de una América más inquieta,
profunda y original de lo que esperaba con una humanidad en efervescencia,
inteligente y voluntariosa, siempre inventiva aunque a veces desnortada,
generadora de un futuro que sería preciso aparear con el de Europa. Es entonces
que el futuro Pío IX pensó que el elemento unificador podría ser la fe. Pasando
revista a los diferentes santos del Nuevo Mundo no encuentra ninguno capaz de
desempeñar ese papel. Entonces es cuando piensa en Cristóbal Colón, el portador
de Cristo, que se le aparece como el mejor antídoto contra las ideas de los
enciclopedistas franceses y de los filósofos Voltaire y Rousseau que han
penetrado en América contribuyendo a su independencia política y, como lo ha
podido observar, siguen influyendo en los gobiernos del argentino Bernardino
Rivadavia y del nuevo presidente chileno Freire. De tal forma que, en el
espíritu del futuro Pío IX, Cristóbal Colón, convirtiéndose en santo
planetario, podría ser el elemento unificador entre europeos e
hispanoamericanos.
“No. Lo ideal, lo perfecto, para compactar la fe cristiana en el viejo y
nuevo mundo, hallándose en ello un antídoto contra las venenosas ideas
filosóficas que demasiados adeptos tenían en América, sería un santo de
ecuménico culto, un santo de renombre ilimitado, un santo de una envergadura
planetaria, incontrovertible, tan enorme que mucho más gigante que el
legendario Coloso de Rodas, tuviese un pie asentado en esta orilla del
continente y el otro en los finisterres europeos abarcando con la mirada por
sobre el Atlántico, la extensión de ambos hemisferios. Un San Cristóbal,
Christophoros, Portador de Cristo, conocido por todos, admirado por los
pueblos, universal en sus obras, universal en su prestigio. Y, de repente como
alumbrado por una iluminación interior pensó Mastai en el Gran Almirante de
Fernando e Isabel”.
La segunda parte del
libro, en la que Cristóbal Colón, en su lecho de muerte, está esperando a su
confesor, se presenta, en cierta forma, como una especie de novela dentro de la
novela. A lo largo de las 131 páginas que constituyen esta segunda parte de la
novela, Alejo Carpentier trata de persuadir al lector de que toda la historia
de Cristóbal Colón no ha sido más que farsa o impostura, como lo subraya el
símbolo cervantino anacrónico del Retablo de las Maravillas. Dice el mismo
Colón… “cuando me asomo al laberinto de
mi pasado en esa hora última, me asombro ante mi natural vocación de farsante,
de animador de antruejos, de armador de ilusiones, amanera de los saltabancos
que en Italia, de feria en feria- y venían a menudo a Savona- llevan sus
comedias, pantomimas y mascaradas. Fui trujimán de retablo, al pasear de trono
en trono mi Retablo de Maravillas”.
Gracias a la técnica de
confesión que presupone un tono de sinceridad, el descubridor del Nuevo Mundo “hablará, lo dirá todo”. Es así que
Carpentier intenta crear un ambiente favorable a la desmitificación del héroe y
de su empresa de descubrimiento, pretendiendo mostrarlo no tal como lo hizo la
leyenda, sino tal como fue realmente o, por lo menos, tal como hubiera podido
ser, como señala en la advertencia a su novela.
“En 1937, al realizar una adaptación radiofónica de El libro de
Cristóbal Colón de Claudel para la emisora Radio Luxemburgo me sentí irritado
por el empeño hagiográfico de un texto que atribuía sobrehumanas virtudes al
Descubridor de América. Más tarde me topé con un increíble libro de León Bioy,
donde el gran escritor católico solicitaba nada menos que la canonización de
quien comparaba, llanamente, con Moisés y San Pedro.
Lo cierto es que dos pontífices del siglo pasado. Pio nono y León XIII,
respaldados por 850 obispos, propusieron por tres veces la beatificación de
Cristóbal Colón a la Sacra Congregación de Ritos, pero ésta, después de un
detenido examen del caso, rechazó rotundamente la postulación.
Este pequeño libro sólo debe verse como una variación (en el sentido
musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo, por lo demás,
misteriosísimo tema… Y diga el autor, escudándose con Aristóteles, que no es
oficio del poeta (o digamos del novelista) “el contar las cosas como sucedieron,
sino como debieron o pudieron haber sucedido”.
La tercera parte es la
continuación de la primera. Estamos en Roma a fines del siglo XIX y aístimos a
la reconstrucción grotesca del proceso de beatificación del Gran Almirante de
la Mar Océana, con actores vivos y muertos que, gracias a la magia del verbo,
han recobrado vida para la circunstancia, el Postulador José Baldi, León Bloy
el impugnador de la leyenda negra de la conquista, el Presidente, el
Protonotario, el Abogado del Diablo, Schiller, y los testigos de cargo, Víctor
Hugo, Julio Verne, Alfonso de Lamartine y Bartolomé de las Casas, todas las
épocas confundidas, sin hablar de la presencia del fantasma invisible del mismo
Cristóbal Colón en busca de una identidad que no ha podido hallar en la confesión
ni en la muerte. Entonces todo viene tratado por Alejo Carpentier a
contratiempo y en contrasentido bajo la forma de una comedia burlesca, o más
bien de una ópera bufa, en un ambiente temporal y espacial totalmente
esperpéntico ya que en el tiempo y el espacio novelescos se confunden el
espacio y el tiempo reales con el tiempo y espacio míticos. Todo ello nos
conduce a la caída del héroe que, hallándose solo en la Plaza de San Pedro,
pudo saborear la amargura de su propio fracaso recordando los versos de la
tragedia “Medea” de Séneca que le
había servido de libro de cabecera, antes de desaparecer para siempre.
“..Y mientras empezaban a sonar claras campanas en aquel melodía romano,
se recitó los versos que parecían aludir a su propio destino: “Tifis, que había
domado las ondas / tuvo que entregar el gobernalle a un piloto de menos
experiencia / que, lejos de los predios paternos, / no recibiendo sino una
humilde sepultura / bajó al reino de las sombras oscuras”… Y en el preciso
lugar de la plaza desde donde, mirándose, hacia los peristilos circulares
cuatro columnas parecen una sola, el Invisible se diluyó en el aire que lo
envolvía y traspasaba, haciéndose uno con la transparencia del éter”
Es así como Cristóbal
Colón regresa a la muerte de donde había intentado fugarse, la novela al mito
del que había pretendido liberarse. Intenta rescatar de la advertencia que el
autor hace a su novela, la cual ya hemos citado anteriormente, que Carpentier
intenta prevenirse contra las futuras críticas que, como veremos más adelante,
el lector avisado le podría hacer a propósito de las libertades que se toma con
la verdad histórica. Pues, si bien es cierto que en su conjunto el escritor
sigue, en la presentación de los sucesos relativos a la biografía de Cristóbal
Colón y la realización de su empresa de descubrimiento, la historiografía
oficial y el relato del viaje del mismo Colón. En cambio, en la interpretación
de dichos acontecimientos y de la biografía del Almirante se aparta de la
historia panegírica oficial.
Conviene señalar
también que en la reconstrucción del itinerario histórico del Descubridor del
Nuevo Mundo, apelará varias veces a la leyenda para apoyar la tesis de la
impostura que defiende en su novela. Uno de esos grandes lo constituye, por
ejemplo, el episodio en que Maestre Jacobo de cuenta al futuro Almirante la
saga de los Normans o vikingos. Asimismo, cuando la reina
Isabel la Católica entra en escena, lo puramente histórico deja paso a lo
novelesco y origina uno de los mejores momentos del relato. Las relaciones
apasionadas entre Colón y la Reina no dejan de ser, sin embargo, reveladoras de
la personalidad enigmática del Descubridor de Nuevo Mundo igual que del sentido
político de la reina, porque están inmersas en un sustrato histórico
perfectamente dibujado en el que cada uno de los dos amantes desempeñan su
propio papel político.
LA GUERRA Y LA PAZ
Novela histórica del escritor ruso León Tolstoi,
cuyo argumento se inicia en el año 1805.
Las noticias que llegan de Francia causan profunda
emoción. Todo el mundo está hondamente preocupado. Napoleón Bonaparte se ha
hecho proclamar emperador de los franceses, y entre los miembros de su familia
reparte reinos y principados como si se tratase de feudos hereditarios.
Meses antes, como medida de represalia contra una
conjuración tramada por los nobles y los realistas franceses emigrados,
Napoleón había ordenado la invasión de un territorio extranjero para detener al
joven duque de Enghien, hijo del príncipe Enrique de Borbón, al que hace
fusilar, sin proceso.
Ahora ya no es sólo la Francia revolucionaria, sino
el mismo Napoleón quien inspira horror a las cortes europeas.
La opinión de la Santa Rusia ortodoxa está
soliviantada, y en los salones aristocráticos se comentan con indignación los
espantosos acontecimientos que se están desarrollando en Francia.
Estamos en vísperas de la jornada que desembocará
en la batalla de Austerlitz.
Una tarde del 1805, en el salón de Ana Pavlovna
Scherer, dama de honor de la zarina, están reunidos algunos de los más
importantes personajes de la nobleza de San Petersburgo, entre ellos el
príncipe Basilio Kuraguín, hombre astuto, melifluo y hábil diplomático, que
anda tras una mujer rica para uno de sus hijos, el depravado Anatolio, y un
marido acaudalado para su hermosísima hija Elena.
Otro prócer que por su preeminencia atrae la
atención de los reunidos, es el príncipe Andrés Bolkonski, oficial de órdenes
del generalísimo Kutusov y uno de los jóvenes más brillantes e inteligentes de
la capital.
La conversación transcurre animadamente, cuando
llega un nuevo invitado que, de golpe, crea una nota discordante en aquel
ambiente mundano y reaccionario.
El recién llegado es un jovenzuelo de gruesos
lentes, alto y recio, de atuendo excéntrico y un aire poco propicio al agrado
de los reunidos. Se llama Pedro, y es hijo natural del viejo conde Besukov,
personaje famoso en tiempo de Catalina. Acaba de regresar del extranjero,
adonde su padre le había enviado a instruirse, y vino a la capital con la
esperanza de abrirse camino en la vida; pero él, en vez de preocuparse de lo
que convenía a su porvenir, se había entregado a una vida disoluta bajo la guía
de Anatolio, el corrompido hijo del príncipe Kuraguín.
Es ésta la primera vez que Pedro se asoma a un
salón aristocrático, y, desde su aparición, no hace más que cometer ligerezas.
En una reunión en la que se moteja al gran corso llamándole “el nuevo Atila, el
Anticristo, el asesino”, se permite sostener que Napoleón es un genio, que la
muerte del duque de Enghien fue necesidad política y que Rusia vive muy
atrasada en punto a las corrientes ideológicas imperantes. Las opiniones de
este jovenzuelo imprudente ponen en grave aprieto a la dueña de la casa y a
todos los presentes. El único que se muestra inclinado a compartir los juicios
de Pedro, es el joven príncipe Andrés.
Terminada la reunión, Pedro se va a cenar con el
príncipe Andrés, quien le anuncia que la guerra estallará ciertamente y que él
está decidido a incorporarse al Estado Mayor de Kutusov, que mandará el
ejército ruso en la campaña que se avecina. Su esposa, la bella princesa Lisa,
residirá con su hija, la princesita Maria, en Lissia-Gori, una finca cercana a
Moscú, donde vive el padre de Andrés, el viejo príncipe Nicolás.
El viejo conde Besukov se halla hace días entre la
vida y la muerte; junto a la cabecera de su cama se han reunido
precipitadamente los parientes, y, antes que nadie, el príncipe Basilio, uno de
los presuntos herederos por parte de su esposa. El conde Besukov es uno de los
próceres más acaudalados de toda Rusia, y no tiene hijos legítimos. Se asegura
que ha escrito una carta en la que solicita del Zar la legitimación de Pedro,
que convertiría a éste en heredero de su inmensa fortuna; y como la famosa
carta existe, se confabulan los parientes para hacerla desaparecer, tratando de
evitar que cuando expire el viejo conde Besukov, Pedro sea el único heredero de
sus cuantiosos tesoros.
Fracasada la maniobra, el príncipe Basilio maquina
el medio de sacarle el mayor partido posible al nuevo conde Besukov. Se lo
lleva a su casa y le convence para que se case con su hija Elena, que goza fama
de ser la joven más bella de Rusia.
Entre las familias cuyo trato frecuenta Pedro,
figura la de los Rostov. El conde Elías tiene un corazón de oro; su casa está
abierta a todo el mundo y la mesa puesta para cuantos quieran comer con él.
Gasta sin tino, con absoluta despreocupación del estado de su hacienda, que va
de mal en peor.
Tan generosa y afectiva como él es la condesa
Natalia, su mujer.
El hijo mayor, Nicolás, es un gallardo mozo de
veinte años. Oficial de la Guardia, arde en deseos de batirse por la Santa
Rusia y por el zar. Siente tierna pasión por una prima suya, Sonia, pobre y
hermosa, a la que los Rostov han acogido en su casa. Nicolás le ha prometido
cuando vuelva de la guerra se casará con ella.
La hija mayor, Vera, es una joven sesuda e
inteligente. Tiene relaciones con un amigo de Nicolás, también oficial de
caballería. El menor de los hermanos, Petia, es casi un niño. Pero la más
interesante de todos, las más traviesa, las más adorable, es Natacha, una
muchachita de catorce años a la que apodan el Cosaco familiarmente; todos la quieren por la viveza de carácter y
sus muestras de ingenio.
Pero todos estos aristócratas no tardarán en
sumirse en hondas preocupaciones, porque la guerra contra Napoleón ha
comenzado. Nicolás y el príncipe Andrés parten para el frente.
La única preocupación del príncipe Andrés se reduce
a no dejar sola a Moscú a su esposa la princesa Lisa, próxima a dar a luz. El
príncipe toma la determinación de llevarla a sus vastas posesiones de
Lissia-Gori, donde reside su padre, el irascible príncipe Nicolás Bolkonski.
El viejo príncipe vive con la princesita María,
sobrina y ahijada suya, muchacha angelical, aunque algo tosca. Con todo, es
hombre de tierno corazón y adora a su sobrina; pero dominado por su mentalidad
de antiguo guerrero, la atormenta, obligándola al estudio constante de las
matemáticas, sometiéndola a cálculos algebraicos y haciéndola víctima de sus
furiosos accesos de ira por cualquier nonada.
Cuando llega el hijo para anunciarle su propósito
de marchar a la guerra, no pude menos que aprobar su resolución. A su modo de
ver, Bonaparte no pasa de ser un aventurero afortunado al que el ejército de la
Santa Rusia derrotaría en un santiamén si tuviera al frente un buen general,
como lo fue su viejo amigo Suvarov.
-
Ve, y
cumple con tu deber - le dice el padre-, Recuerda que eres hijo de Nicolás
Bolkonski.
Le entrega una carta de presentación para el
generalísimo Kutusov, le abraza, y, para que no advierta el hijo su emoción, lo
echa bruscamente de su estudio, y se encierra en él.
El príncipe Andrés es un idealista de espíritu
romántico. Le angustia la monótona vida burguesa que discurre entre
conversaciones de salón y cotorreos, y admira a Napoleón porque su genio
militar ha logrado conmover hasta los cimientos de la vieja Europa feudal.
También siente anhelos de gloria, y parte a la
guerra dominado por la idea de hacer algo grande que le distinga entre todos;
concebir, por ejemplo, un nuevo plan de ataque que equivalga para él lo que el
sitio de Tolón fue para Bonaparte.
Pero en el Cuartel General de Kutusov no encuentra
más que oficiales alemanes llenos de presunción, que trazan planes complicados
y ridículos, y al viejo general en jefe, que, escéptico y fatalista, no le
presta atención. Sin embargo, en medio de tantos estrategas de gabinete,
Kutusov es el único que tiene ideas claras.
Sabe que Napoleón es una especie de Aníbal con el que
nadie puede enfrentarse en campo abierto, porque los recursos de su ingenio
militar son inagotables, y todo su afán estriba en hacer comprender que lo
único que procede es adoptar contra él la táctica de Fabio, consiste en rehuir
los combates y ganar tiempo; pero nadie le hace caso.
Un jactancioso general alemán ha preparado un plan
en el que se pasa revista a las veintisiete hipótesis que, según él, prevén
todos los posibles movimientos de Napoleón. El príncipe Andrés, tras haber
llevado a cabo una misión en Viena, donde presencia el desorden provocado por
la caída de Ulm, se encuentra ahora en el Gran Cuartel general ruso, que
prepara, con la intervención personal del zar y del emperador de Austria, los
planes de campaña que han de presidir la terrible batalla de Austerlitz.
Los dos ejércitos se hallan frente a frente a uno y
a otro lado de una vasta extensión de estanques helados. Durante la noche, en
la colina donde acampa el ejército francés, humean las hogueras de los vivaques
y se oyen los gritos de los soldados que aclaman al emperador.
El príncipe Adres tiembla de ansiedad. La aurora
del siguiente día iluminará la gloria que conquistará en la batalla. Se batirá
como un gran héroe. Junto a él se halla otro oficial con vivos deseos de
batirse: Nicolás Rostov. Había visto aquella mañana al emperador Alejandro I, y
con el ardoroso entusiasmo de su alma juvenil, quería ofrendarle la vida.
Apuesta el alba terrible.
Desde lo alto de una colina, rodeado de su Estado
Mayor, Napoleón observa los torpes movimientos de los ejércitos aliados. Con su
genio infalible ha adivinado el plan de los sapientísimos oficiales alemanes, y
apenas se rasga la niebla matinal, se quita un guante y da la orden de ataque.
Los franceses llevan a cabo una maniobra habilísima contra el flanco del
ejército austrorruso, que es rechazado hacia la región pantanosa. La artillería
francesa dispara contra el hielo de los estanques, que se deshace, y los
regimientos aliados son engullidos uno tras otro.
El desastre es inmenso.
El regimiento de Nicolás Rostov es destruido, y él
se salva a duras penas. Cuando el príncipe Andrés advierte que todo se ha
perdido, empuña una bandera y se lanza a la lucha. A los pies de su caballo
revienta una granada, el animal cae destripado y el jinete rueda por el suelo
gravemente herido.
Cuando el herido se recobra, ve que en el campo de
batalla es casi de noche.
Las derrotadas tropas austrorrusas se retiran
desordenadamente: en la desolada llanura de Austerlitz, yacen muertos o heridos
cuarenta mil hombres.
Andrés abre los ojos. Tendido de espaldas, no pude
moverse; pero tiene despejada la mente. Fija su estática mirada en un
espectáculo, nuevo para él, que le oprime el corazón. En el cielo profundo
flotan unos blancos cirros. ¡Qué cosa tan inmensa, qué placidez transpira el
infinito cielo azul, y qué insignificante es la vida ante tanta grandeza! ¿Cómo
era posible que hasta entonces no hubiese posado su vista en el cielo, lugar
donde mora Dios? Comparado con él, todo es mezquino y despreciable en la
tierra, hasta Napoleón. Y he aquí que Napoleón se aproxima, seguido de su
Estado Mayor. Tras la victoria, recorre el campo de batalla. Ante el príncipe
Andrés detiene el caballo, y al reconocer por el uniforme del caído que es un
oficial del Estado Mayor enemigo, y ver junto a él una bandera, exclama:
-¡Qué honrosa muerte!
Y tras ordenar que sea recogido y curado el
oficial, sigue adelante.
Mientras tanto, en Lissia-Gori se desarrollan otros
acontecimientos interesantes. Como sabemos, el príncipe Basilio buscaba una
mujer rica para su hijo Anatolio, y Ana Scherer, después de aquella velada que
se había celebrado en sus salones, le habló a la princesa Lisa sobre la
conveniencia de un matrimonio entre la princesa María Bolkonski y el joven
Kuraguin. Sabia la princesa Lisa que su cuñada no era feliz con aquel padre
despótico y procuró facilitar un encuentro entre los dos jóvenes. Y, en efecto,
después de haber partido el príncipe Andrés a incorporarse, había llegado a
Lissia-Gori el príncipe Basilio y solicitando del viejo Bolkonski permiso para
visitarle en unión de su hijo, con el fin de pedir oficialmente la mano de
María para Anatolio.
“El rey de Prusia” advierte al punto que aquel
aventurero de Anatolio no acude a él por amor a María, sino atraído por la
considerable dote de la joven, y acoge a los visitantes con un humor de perros.
Por su parte, la princesa Lisa se afana durante toda la mañana para elegantizar
a su cuñadita; la chica es ruda, y con el vestido nuevo y el peinado especial
que le han hecho para tal día aún resulta más ordinaria.
Anatolio Kuraguín era un guapo mozo y la princesa
María pensó con agrado en la posibilidad de desposarse con él. Pero, ¿sería
bueno? ¿La querrá verdaderamente? Pronto estaría en condiciones de saberlo por
sí misma. Aquel mismo día hizo una observación de la mayor importancia:
Kuraguín, sin preocuparse de su prometida, se dedica a cortejar a la hermosa
señorita Bourienne, joven francesa que desempeña en la casa el papel de
señorita de compañía. Así es que ya no dudó de la vileza de aquel tipo. Con
este convencimiento, al ser preguntada por su padre, se niega a acceder a la
petición del príncipe Basilio, y dice en presencia de su prometido:
-No, no quiero casarme; deseo continuar viviendo a
tu lado.
En esto llega al castillo la noticia de la derrota
de Austerlitz, y, casi simultáneamente, la de la muerte del príncipe Andrés,
que no figura en la relación de los heridos ni de los que lograron huir. Así es
que todos lo dan por muerto.
La noticia no le es comunicada a la pobre princesa
Lisa en atención a su delicada salud. Pocos días más tarde, se ve obligada a
guardar cama. Todos rodean con ansia el lecho de la enferma cuando avisan los
criados que se ha detenido una carrosa a la puerta. La princesa María cree que
debe ser algún extranjero que ignora el ruso, y echándose un mantón sobre los
hombros, sale a ver quién es el que llega. Un hombre envuelto en un abrigo de
nieve, avanza hacia la joven. La princesita lo reconoce es seguida: es el
príncipe Andrés, pálido, demacrado, con la mirada apagada. Y se abrazan
afectuosamente.
María le ha esperado sin creer un momento en su
supuesta muerte. Andrés llega a tiempo para asistir a la agonía de su esposa.
Aquella misma noche, la princesa Lisa da a luz un niño y exhala su último
suspiro en brazos del resucitado de Austerlitz.
Al mismo tiempo se han registrado tristes
acontecimientos en casa de Pedro Besukov. Su matrimonio con Elena Kuraguín ha
sido una desdicha. Desde el primer momento Elena da pruebas de su carácter
irreflexivo y atolondrado. No cabe acuerdo entre ella y el honesto y solícito
Pedro. En seguida surgen graves disgustos entre los conyugues. Pedro, por una
ligereza de su mujer, tiene que batirse con un oficial. Besukov hiere a su
adversario, y extinguido el interés que pudo haberle inspirado su esposa, la
abandona a su suerte y se reconcentra en sí mismo. Quiere renovarse
espiritualmente, dar un contenido moral a su vida y lanzarse resueltamente por el
camino del bien. Durante un viaje, conoce en el tren a un individuo que se
erige en su director espiritual y que le aconseja afiliarse a una sociedad
secreta que tiene por finalidad la renovación del mundo bajo la enseña de la
libertad del pensamiento y de la fraternidad de todos los hombres. También se
entrevista con el príncipe Andrés, por el que siente, además de respeto, un
afecto profundo; y le encuentra muy desanimado y lleno de preocupaciones
respecto al porvenir. Desde el desastre de Austerlitz, ha cambiado de un modo
sorprendente: es ahora un escéptico que ha adoptado una amarga filosofía y hace
gala de un egoísmo que no concuerda con sus generosos sentimientos. La muerte
de su mujer le ha afligido hondamente: se siente solo y la vida carece de sentido
para él. Su única ocupación consiste en asistir a su padre, a quien el zar ha
designado para ocupar un alto mando militar en el distrito.
Pasados seis años de la jornada de Austerlitz, el
príncipe Andrés tiene que ir un día a la residencia de los condes de Rostov por
un motivo relacionado con los deberes militares de su padre. Natacha es ya una
joven encantadora que causa admiración a cuantos la tratan. Y Natacha y Andrés
se encuentran. La joven he oído hablar del príncipe como de un alto personaje. Toda
la nobleza de Moscú había comentado, enternecida, la historia del joven
príncipe Bolkonski, coronel y ayudante de órdenes del generalísimo Kutusov.
Habiendo caído enarbolando una bandera en Austerlitz, como un verdadero héroe,
se le había sido recogido en el campo de batalla por orden de Napoleón y curado
por el propio médico del emperador. Y él, en un impulso romántico, sin estar
restablecido de sus heridas, había retornado a su hogar con el tiempo preciso
para recoger el último suspiro de su esposa.
Los Rostov acogieron con gran respeto y con su
habitual afabilidad al príncipe Andrés, el cual halló en Natacha una joven
sumamente interesante.
Aquella noche no pudo dormir Andrés. Dejando el
lecho se asomó al balcón para contemplar el plenilunio. En la ventana del piso
superior que daba sobre su estancia, conversaban dos mujeres. La noche era
divinamente hermosa: argéntea claridad inundaba la campiña: todo era paz y
silencio, sólo interrumpido por la dulce voz de una de las jóvenes que se
hallaban en la ventana de arriba y que expresaba con ingenuo entusiasmo sus
íntimos sentimientos ante el espectáculo que ofrecía la naturaleza. Decía que
hubiera querido tener alas para volar en aquella maravillosa noche de luna. La
joven era Natacha.
El príncipe Andrés se siente fascinado por la
gracia exuberante de la muchacha. Y la pide en matrimonio. Natacha se queda
aturdida al oírlo; pero la petición la hace feliz. Se resiste a creer en su
inaudita fortuna. La familia está entusiasmada. El príncipe Andrés no es sólo
el más célebre de todos los oficiales jóvenes del Ejercito, sino también muy
rico y especialmente considerado por todos los cortesanos por su arrogancia y
heroísmo.
Pero el viejo Bolkonski acoge la noticia con
frialdad. Adora a su hija, hasta el punto de ser el único con quien se muestra
sociable. Este matrimonio improvisado de un viudo de treinta y cinco años con
una muchacha que aún no ha cumplido los veinte, sin dote y de una familia
desordenada por la prodigalidad de los padres, no le hace gracia. Y cuando
Natacha va a Lissia-Gori para conocer a María y a su futuro suegro, el viejo
príncipe no disimula el deseo de poner rápido fin a la entrevista.
Lo sucedido exaspera a Natacha. Tras semejante
humillación, está convencida de que en casa de su esposo su presencia no
merecía más que una simple tolerancia. En tal estado de ánimo, una noche asiste
a un baile en el que conoce al joven Anatolio, hijo del príncipe Kuragruin, que
ostenta su brillante uniforme. También conoce a su hermana Elena, y en su
compañía se siente como embriagada. Anatolio y Elena la tratan con una simpatía
que contrasta con la frialdad que ha encontrado en casa de Andrés, donde sólo
había recibido humillaciones que la habían desilusionado. A impulsos de estos
sentimientos, no obstante ser una chica juiciosa, se deja dominar por los
halagos de Anatolio y acepta el plan que éste le propone: sus padres no
consentirán que se case con otro hombre, una vez prometida al príncipe Andrés.
Lo mejor es que huyan juntos, aquella misma noche, y se casen ante el cura de
un pueblo próximo.
Se separan con este propósito. Pero alguien vigila
a Natacha: María Dimitrievna, amiga de la familia. Y cuando Anatolio,
acompañado de unos amigos, llega en una troica
a escasa distancia de la morada de los Rostov, advierte que su plan ha sido
descubierto. Natacha está encerrada en su cuarto, sin poder salir, y la
servidumbre vigila todas las puertas.
El golpe es terrible para el príncipe Adres.
Experimenta la más dolorosa desilusión de su vida. Busca a Anatolio para matarle
en un duelo; pero los acontecimientos se precipitan: Napoleón le declara
nuevamente la guerra a Rusia, y al frente de un ejército de seiscientos mil
hombres ha hollado los confines de la patria. El príncipe Andrés se despide de
su anciano padre, de la princesa María y de su hijito Nicolenka, y parte a la
guerra.
Finaliza el mes de junio de 1812. Andrés llega al
Cuartel General del Ejército. El entusiasmo es enorme. Los soldados lucharán
hasta morir, en defensa de la Santa Rusia y para rechazar al invasor. También
están en campaña Nicolás Rostov, que ostenta el grado de capitán, y su hermano
menor, Petia, aún imberbe, que se ha inscrito como cadete.
El emperador Alejandro se encuentra entre sus
generales. El avance de Napoleón es incontenible. Los rusos se retiran
incendiando pueblos y ciudades y dejando ante el invasor un desierto desolado.
El generalísimo Kutusov sigue rodeando de generales alemanes, petulantes y
presuntuosos, que trazan sobre los mapas planes infalibles para pulverizar a
Napoleón; pero esta vez no prevalece su opinión, y Kutusov persiste en la
retirada general.
El viejo Bolkonski está consternado. Ha tenido que
abandonar su residencia de Lissia-Gori y refugiarse en Moscú con la princesa
María y su nietecito. Su corazón se ha debilitado. No coordina las ideas y lee
en las cartas de Andrés cosas que sólo existen en su imaginación. Está
convencido de que Napoleón no pasará del Niemen, cuando ya está en las puertas
de Moscú.
Un buen día decide regresar a Lissia-Gori, resuelto
a instalarse en su casa para esperar a los franceses.
-Me defenderé mientras pueda y me haré matar entre
los muros de mi casa- declara el viejo.
Se pone su uniforme de general, con todas las
condecoraciones, y se va a comunicarle su decisión al comandante militar del distrito;
pero a los pocos pasos le sobreviene un ataque apoplético, y conducido a su
casa muere tras larga agonía.
Mientras tanto, el ejército ruso que defiende Moscú
se dispone a hacerle frente al ejército invasor. Se lucha encarnizadamente por
parte de uno y otro bando; truena la artillería, las posiciones son
desesperadamente defendidas; pero acaba triunfando el genio de Napoleón. Los
rusos inician la retirada. Antes de empezar, el príncipe Andrés cae mal herido
en el vientre, y es recogido en estado agónico. En el momento en que lo
transportan en brazos, reconoce a otro oficial, retirado del campo de batalla
por tener una pierna destrozada por una bala de cañón: es Anatolio Kuraguín,
que expía sus culpas muriendo por la patria.
El ejército ruso se retira de las posiciones y
abandona Moscú, que ocupan los franceses. Pero de los cuatro ángulos de la
ciudad surgen llamaradas que amenazan devorarlo todo: en pocas horas queda
Moscú envuelta en llamas y los invasores sólo contemplan un montón de ruinas.
El pánico se apodera de la retaguardia. La nobleza
ha huido hacia el Norte antes de la entrada de los franceses. Una de las
familias nobles fugitivas es la de Rostov.
En su retirada, los soldados rusos requisan el
forraje para sus caballos. Nicolás Rostov llega a la casa de campo de los
Bolkonski, en Bogucharovo, en busca de heno para los caballos de su regimiento.
Ignora que esta finca pertenece al príncipe Andrés, prometido de su hermana.
Frente a la casa, unos campesinos hablan animadamente, lo que le hace suponer
que allí ocurre algo anormal. Pregunta por la dueña de la casa, y un campesino
le conduce a donde está como trastornada por el terror. Había dado orden de
preparar el carruaje para huir antes de que llegaran los franceses; pero los
criados se resisten a hacerlo.
Cuando ve a Nicolás Rostov, con uniforme de
oficial, se adelanta hacia él y con sus luminosos ojos arrasados en lágrimas le
suplica que la proteja y que facilite su marcha del pueblo.
Nicolás se siente conmovido ante aquella jovencita
que está sola en medio de tantos horrores. Se inclina respetuosamente ante la
damita, y sale de la estancia en busca de los campesinos.
-A ver, ¿quién es vuestro jefe?- les grita, fuera
de sí-. Que se presente ese traidor a quien voy a castigar.
Es tanta la energía del oficial que los rebeldes se
someten y uncen los caballos al carruaje. Y la princesa María, escoltada por
Nicolás y sus compañeros de armas, reanuda la marcha hacia el Norte.
Después de una cura de urgencia en un hospital de
campaña, el príncipe Andrés es trasladado a una de las ambulancias que se
dirigen hacia el Norte y que por el camino encuentra a la columna de fugitivos
en que van los Rostov.
La noticia de la llegada del oficial herido se
esparce al punto y llega a oídos de Natacha, que exige verle. Andrés ha sido
trasladado a una isba, donde yace a
la par que otros heridos. Natacha se persona en ella: el príncipe está tendido
en un pobre lecho, dominado por la fiebre. La joven le contempla un momento y
se aproxima al herido. Sin decir una palabra se arrodilla junto al lecho. El
príncipe le sonríe y le toma una mano.
En medio de su agonía, indiferente a todo, recobra
fuerzas al ver a aquella joven a la que soñó un día hacerla su esposa.
Durante varias semanas Natacha asiste al herido con
solicitud de hermana. Andrés delira a veces, y en los momentos de lucidez se
alegra al ver a la joven a su lado, y pide que le traigan un libro: los
Evangelios.
Finalmente, el herido se agrava y muere.
Pedro Besukov, que ha luchado heroicamente en
defensa de Moscú, concibe un plan desesperado y temerario, una vez ocupada la
ciudad por los franceses.
Sabe que Napoleón, el verdadero responsable de
tanto desastre, se ha instalado e en el Kremlin. Besukov entrará a la ciudad y
se enfrentará con el tirano para darle muerte, vengando así a todo el pueblo
ruso.
Penetra en Moscú y presencia los terribles excesos
de la soldadesca francesa, entregada al saqueo; antes de que pueda alcanzar el
Kremlin, es detenido. Como el espantoso invierno ruso ha comenzado, el ejército
de Napoleón inicia la retirada, y Pedro es incorporado a un convoy de
prisioneros.
Pero desmoralizados los franceses en su retirada,
deshacen la formación y cada cual huye por donde se puede. Pedro, ya libre,
retorna a su hogar porque la guerra ha terminado desastrosamente para el
invasor.
Y entonces, muerta su esposa, se casa con Natacha,
mientras que Nicolás Rostov desposa a la princesa María, con lo que se restaura
un tanto la economía familiar, tan malparada a consecuencia de la guerra y las
deudas.
CUENTOS PRETERITOS
Manuel Beingolea es un escritor modernista nacido
en Lima en 1875 y muerto en Barranco en 1953. De espíritu sencillo y poético,
tan solo escribió dos libros, una novela corta: Bajo las lilas (1923) y Cuentos
pretéritos (1933).
Sencillos e ingeniosos resultan los cuentos del
peruano, que dulcifican una época decadentista de ilusiones perdidas inscrita a
principios de siglo. Como la mayoría de prosistas los de la época, Beingolea
hubo de beber de las fuentes del realismo y el naturalismo; este último entró a
América a través de Goncourt, Maupassant, Zola, Chéjov, Gorki, etc. Beingolea
era contemporáneo de Javier Viana, de Carlos Reyles y seguramente hubo de
presenciar el rotundo éxito del mejor cuentista de la época: Horacio Quiroga (Cuentos de amor, locura y muerte)
(1917). Sin embargo son precisamente, la lucidez y creatividad del peruano los
elementos que van a hacer que la cuentística de su país tome un ritmo de
continuidad. Los cuentos de Beingolea rescatan ese humor y gracia que son precisos
para sobrevivir en una sociedad clasista y selectiva, añade otros argumentos:
picardía e ironía en una sociedad donde la apariencia y el lujo, así sean
fingidos, puedan resolver el futuro y el destino de las personas. Llama
poderosamente la atención el cuento Mi
corbata en que se revive al pícaro desde una visión más psicológica que
física.
El narrador recibe como regalo una corbata:
“Me la regaló Martha, una provincianita a quien
seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de seda
rosa, oriundo quizá de algún vestido en receso, y sobre ella la donante había
bordado con puntadas gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no
pude reconocer si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón de
Windsor, que olía muy bien”.
(En El Cuento Peruano hasta 1919, Selección, Prólogo y Notas de Ricardo
González Vigil, volumen II; ediciones COPE, Lima 1992)
A partir de esta situación, se configura un relato
interesante y picaresco que prosigue con la exposición de los anhelos del
narrador: el amor de Martha y un empleo de cincuenta soles harán de él un
hombre completamente feliz.
Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de
Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del Estado.
Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo
eran para mí, inestimable tesoro, que sólo muy escasos mortales podían poseer.
¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el
cabo de la felicidad! ¿Qué cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una
gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba.
Muchos pretendientes había despachado por mi causa. Felices horteras
endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surach o
un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras desde
el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban
las rebuscas, cosas que, probablemente, yo me moriría sin conocer. Pero Marta
los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Solo yo era el preferido. Quizá
me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y
turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos
tiernos, y tocaba en el piano «Al pie del Misti» con bastante sentimiento. Con
ella y mis 50 soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi
poca fe. Mi carencia de religión. - «Cree usted en Dios? » - me preguntaba a
menudo.
- «Naturalmente» - le respondía yo.
- «No es bastante, es preciso cumplir con la iglesia, es preciso creer».
La verdad es, que yo no creía sino en mi pobreza. Sólo se cree en Dios a
partir de 50 soles de sueldo.
(Ibídem págs. 693 – 694)
El narrador recibe una invitación para tomar el té
en una mansión limeña; asiste luciendo la corbata que ha recibido y se
encuentra con la resistencia de las damas de la reunión; todas ellas rehúsan
bailar con él, y cuando interroga a otro joven acerca de las razones de su
fracaso, recibe una respuesta tajante:
“Tiene usted una corbata imposible. Lo mejor que
puede usted hacer es largarse, joven”. Sale avergonzado y ofendido de la
reunión, pero desde ese momento se fija en su mente aquel mundo seductor, de
elegancias y exquisiteces y, al contrastarlo con la vida pobre que lleva,
decide ingresar a ese universo; “a todo trance como se pudiera, sin reparar en
los medios”.
Las tretas del pícaro comienzan cuando decide
hacerse confeccionar un traje de excelente calidad y hacer que su patrona lo
pague con la promesa de que dará empleo a los familiares de ella cuando ingrese
en el Ministerio de Hacienda; con el préstamo que recibe no solamente paga el
traje sino que adquiere otros y logra entrar en la sociedad, donde conoce a una
dama aristocrática con la cual se casa, se hace rico y además de ello célebre,
pues se convierte en diputado y senador; el relato finaliza con el recuento que
hace el narrador sobre su nueva situación; concluye manifestando que, a pesar
de su riqueza, de su esposa, de sus hijos y de su posición social, no es feliz.
Pero aquí, entre nos, os confesaré que no soy feliz. Mi mujer es
cariñosa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero me parece que piensa más en
sus trajes que en su marido. Mis hijos también piensan más en sus caballos que
en su padre. Yo me he vuelto ambicioso y pienso más en la «cosa pública» que en
mi mujer y en mis hijos. Más feliz hubiera sido con arequipeñita. Oh! ¡Esa que
me quería arrancado y por mí mismo! Con ella y mis 50 soles hubiera vivido
ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desengaños que me torturan. ¿Qué
habrá sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi
gaveta la corbata que me regaló y me enternezco recordando a Marta y aspirando
ese olor ya desvanecido del jabón de Windsor. Decididamente la verdadera dicha
debe oler a jabón de Windsor.
(Ibídem, pág. 699).
No ha tratado Beingolea de reeditar un arcaísmo, el
del pícaro que inventó Lizardi para generar la novela latinoamericana; aquí la
delicadeza y el gusto del pícaro dejan una reminiscencia: la del azar de la
vida y la nostalgia por una felicidad imposible.
Biengolea dibuja con rasgos ágiles y en una prosa
fresca y amena relatos de esa época del esteticismo finisecular; fontana de
donde brotó el hilo de agua generador de la novela latinoamericana.
Otro cuento es “Levitación”,
narración que se inicia en una reunión donde unas honorables damas hacían los
honores a un exquisito té verde, se produjo un debate sobre si no sería
científico el éxtasis de algunos santos. Las señoras presentes pusieron el
grito en el cielo alegando que los santos no pertenecían a la ciencia sino a la
religión. Unos sostuvieron que la gente plebeya tenía más predisposición al
éxtasis que los miembros de otras clases sociales por la sencillez de vida que
llevaban. Cuando la discusión tomaba visos de zipizape, intervino unos de los
presentes con la finalidad de calmar los ánimos y aclarar en algo el asunto.
Era un viejecillo cenceño que se entretenía liando un cigarrillo de papel,
costumbre que sin duda lo retrotraía a sus tiempos.
El viejo dijo que no era bueno mezclar lo divino
con los humano.
“Confundir lo espiritual con lo temporal me parece
la peor de las confusiones. Los santos no tiene que ver nada con estas
cuestiones científicas ni seudo – científicas. Un santo es tan fatalmente santo
como un bandido es fatalmente bandido. Se nace con una vocación y ésta no está
sujeta a ninguna influencia extraña”.
(“Levitación”, en Biblioteca de
cultura peruana contemporánea, volumen X, Selección de Estuardo Núñez, Ediciones
del Sol, 1963; pág. 35).
Para probar que no es santo quien no debe ni puede
serlo, el viejo refirió la historia de un pobre cholo bizcochero que vivía en
un callejón del barrio “Las Cruces”.
Resulta que el pobre hombre quedaba muchas veces
arruinado por regalar su mercancía a menesterosos que se la pidiesen. El cholo
era todo bondad, todo generosidad, todo desprendimiento.
Ya lo habían
despedido de varias panaderías por andar regalando los pasteles. Cuando los
dueños de las pastelerías le reprochaban que primero era la obligación que la
devoción, el pobre bizcochero contestaba que tenía la certidumbre de haber sido
premiado por Dios en alguna época no lejana, refiriendo que a veces creía verlo
en sueños y que se le presentaba en forma de un señor de buen talante que lo
exhortaba a continuar así con bondadosa sonrisa. Los encuentros divinos eran
breves. Un día un grupo de personas le insinuaron al bizcochero que había una
forma de “perfeccionamiento espiritual” que se lograba por medio de la abstinencia
y la castidad. El bizcochero puso en práctica los consejos recibidos y, según
su testimonio, sintió que le iba mejor que antes, sintiendo, desde que abrazó
vida tan severa, más aptitud, como si se derritiese en un arrebato místico, que
arrancándolo del suelo, lo empujaba a regiones paradisiacas, algo así como el
tránsito del que disfrutan los
bienaventurados.
Las personas que por esta senda lo encaminaron,
temerosas por el resto de razón del pobre hombre, querían disuadirlo ahora,
restituyéndole a sus antiguas prácticas, pero éste, cada vez más convencido,
las instó para que presenciasen uno de sus arrebatos. Cedieron a su exigencia y
una noche, constituidos en su pobre cuarto sin más ajuar que una cama mísera,
unos cuantos objetos y algo como un altarillo improvisado donde nuestro beato
en ciernes había puesto un crucifijo y otros atributos místicos, esperaron los
acontecimientos. Ante el crucifijo postróse en oración el bizcochero y,
efectivamente, fe de los que tan aconsejaron, que después de todo eran
creyentes y buenos cristianos o superchería, ello es que le vieron alzarse del
suelo y remontarse hacia el cielo raso. Alguno agregó que un resplandor le
circundaba las sienes. El milagro corrió por todo el barrio y se dio aviso al
vicario, a algunos devotos y a otras personas más. Pero la elevación del oblato
reposteril fue muy exigua, apenas si se levantó una vara del suelo; indudablemente
no estaba bien preparado aún. Nuevos días pasó en mayores abstinencias hasta
que ya creyéndose casi perfecto, hizo reunir de nuevo a los mismos
concurrentes. Esta vez era indudable que llegaría más alto que otras. Los circunstantes
vieron, en efecto, que después de larga oración y prolongadísimo recogimiento,
el bizcochero se elevaba más que la primera vez y al fin llegó a elevarse
tanto, que tocó con su cabeza el techo de la habitación y entonces, en medio de
su gran fervor y de la general sorpresa, acordóse sin duda de que era
bizcochero, pues al sentir sobre su cráneo lo duro del techo, creyendo que
tenía su tabla de bizcochos sobre la cabeza, empezó a pregonar como si
estuviera en la calle y con su mejor voz: ¡Pan de Guatemala! ¡Pan de Guatemala!
Inmediatamente, como si se hubiera deshecho el
conjuro, cayó de tan elevada posición al suelo del cuarto, quedando bastante
maltrecho.
Una risotada general estalló en el auditorio y el
viejecillo encendiendo su cigarrillo, sin inmutarse, puso fin al relato
diciendo:
- Ya ven ustedes que no es santo a pesar de todo lo que haga, quien tiene
vocación de bizcochero…
El té hirviendo en las tazas, esperaba…
(Ibídem; págs. 35 – 36).
En el cuento “El guarda – agujas”, Beingolea narra
la historia de Esteban un guarda – agujas, quien está casado con Crisanta, con
la cual vive en una garita cerca a la estación de trenes. Conviene aclarar que
un guarda – agujas es el empleado que en los cambios de vía de los
ferrocarriles tiene a su cargo el manejo de las agujas, para que cada tren
marche por la vía que le corresponde; el factor es el empleado que en las
estaciones de ferrocarriles cuida de la recepción, expedición y entrega de los
equipajes, encargos, mercancías y animales transportados.
Dada esta información, diremos que debido a su
condición de guardagujas Esteban se halla casi esclavo de su cargo, sin mucho
margen para ausentarse de su puesto de trabajo, por la frecuente circulación de
trenes. Una tarde en que Crisanta lleva a “Huáscar”, un perro vagabundo que se
ha encariñado con ellos, a bañar a una acequia cercana a la garita donde viven,
conoce a un tal Nicasio Rovira, mocetón mestizo de chino y mulata quien empieza
a enamorarla. Tanto insistió Nicasio que Crisanta termina siendo su amante. El
pobre Esteban se mantiene ajeno a la infidelidad de su mujer, atento a su
trabajo de guardagujas.
La línea férrea serpenteaba entre dos tapias con
los rincones negros de hollín. Tras de éstas extendíase el campo. Potreros
verdes como la superficie de un billar con pintojo ganado; acequias estrechas
en el linde; inclinados y chatos espinos y despeinados sauces, desbordándose
sobre ese largo cintajo gris de las tapias que las retamas manchan de azufre de
trecho en trecho. Luego maizales tupidos temblequeando sobre un cielo de yeso
juntamente con los pentagramas vacíos del teléfono; más allá potreros
desherbados o removidos con apelotonamientos de tierra; alrededor, arboles,
viñedos, tierras de sembrío donde siempre había inclinado un sombrero de
esparto, o donde un hombre con los pantalones remangados hasta más arriba de
las corvas, removía la tierra con una azada.
Elevábanse lejanos los pinos de Miraflores como
espinas dorsales de pescados enormes, cobijando las rojas casitas, los
altibajos, las veletas.
Más acá el matadero rojo y chato perdíase al fin de
una hondonada. Al lado opuesto los molinos de viento del Barranco y las cuatro
torres de su Iglesia franciscana que la hacen parecer un elefante boca arriba.
Y atrás de la garita, la cerrillada de Lima a Lurín cortando el horizonte con
sus plomizas jorobas. En medio del campo blanquecía aislado y solitario algo:
el osario de Miraflores.
(Cuentos Pretéritos, Manuel Beingolea,
selección de Francisco Cabello Espejo; Ediciones de la Biblioteca
Universitaria; Lima, 1967; pág. 76)
Pero como lo malo no tarda en hacerse evidente,
Crisanta y su amante son sorprendidos bajo un nisperal en unos arrumacos nada
santos por una mujer de lengua viperina llamada Romualda.
“- Oye viejo,
tu mujer te la pega. La he visto de trapicheo con el injerto Rovira. Ya tú lo
conoces…”
A esteban le dio un vuelco al corazón ante tan
nefasta como nefanda noticia. Encara a su mujer, le da unas cuantas “caricias”,
pero al final termina perdonándola. De ahí para adelante la vida de Crisanta se
convierte en una prisión.
Esteban prohibió a su mujer después de su aventura
“que no pasara del umbral, de suerte que la mujer, apenada, volvíase de un
lado, para otro entre esas cuatro paredes que ya conocía hasta el martirio. El
tiempo le sobraba para hacer sus cosas y, después, se quedaba mirando las
arañas del techo.
Sólo una cosa parecía entusiasmarla: la fuga.
Una mañana Esteban despertó y no encontró a su
mujer. Lo primero que se le vino en mente fue que se había fugado. La buscó
tenazmente por todos lados y no la encontró.
A veces se imaginaba que todo era una broma y que
Crisanta quizá ya estaría en la garita. Quería regresar pero, ¿y si no es
cierto? Pensaba en la suprema desolación de la garita a aquella hora trágica,
sin ella, ¡sin su chola! No, no era precisa buscarla. Y entonces, ya poseído de
una actividad febril, recorrió la avenida de Chorrillos y regresando luego,
registro otra vez el Barranco, fue por el camino de Surco, lo vio todo, lo
revolvió todo como se puede revolver un archivo para dar con un dato
importante. Cuando la luz del alba vino, pudo vérsele envejecido de diez años,
blanco de polvo, con la pistola herrumbrosa, enorme como una llave de iglesia.
Iba de huerto en huerto, llamando, preguntando, inquiriendo, alicaído como un
perro hambriento, uno de esos perros que ya no esperan sino el bocado
municipal.
Cuando se orientó para salir al camino, serían ya
las ocho de la mañana. No se oía en los barrios solitarios sino ruido de panes
removidos en los cestos de los panaderos, escobas empedernidas barriendo patios
empedrados, todos esos ruidos matinales, ¡ese mezquino y triste despertar de
los barrios pobres!
Al llegar a la garita, encontró a dos hombres, con
la gorra encasquetada donde figuraba la placa de latón de la “Empresa”. No
supuso qué podía ser.
- ¡Hola amigo! – díjole uno de ellos- ¿qué ha sido de su vida?
Esteban no contestó.
- El jefe de estación nos manda decirle a usted que puede marcharse. ¡Y
tiene razón! ¿Cómo diablos ha dejado usted pasar de largo dos trenes? Pudo
usted emborracharse y venir… hay tiempo para todo…
Esteban silencioso, sin valor, vencido, incapaz de
discutir, de sincerarse, de protestar, entró en la garita e hizo un lío con
algunas cacharpas que poseía, pues lo demás era de la Empresa, lo ató al
extremo de un palo y tomó la línea en
dirección a Lima. ¿A dónde iba? No lo sabía. A seguir su vida errante y
monótona como esas paralelas de la vía, encorvado al paso de su lío y su
infortunio.
El sol recalentaba las tapias grises, sobre las
que, gallinazos, saltaban cojeando. Las retamas ostentaban su alegre amarillo,
los campos extendíanse verdes hasta los cerros azules, los pájaros gorjeaban
entre los matorrales.
Cuando Esteban desapareció en la curva, uno de los
hombres de gorrita dijo:
- ¡Hase visto sinvergüenza!
(Ibídem; págs. 91 – 92).
EL HOMBRE MEDIOCRE
Obra del
escritor José Ingenieros (1877-1925); es uno de los ensayos más importantes
escritos en América y que hace de este argentino ilustre uno de los más famosos
literatos de nuestro continente.
Cuando el
desarrollo de la función de pensar alcanza cierto grado, la imaginación puede
anticiparse a la experiencia. Por eso las ilusiones son a veces más eficaces
que la experiencia para dirigir la conducta. El sentido de la realidad
evoluciona hacia el ideal, que se presenta como un límite y que tiende a la
perfección en distintas direcciones, distintas, pero nunca antagónicas, sino
convergentes. Clásica es la doctrina de que el ideal de la ciencia es la
verdad, el de la moral el bien y el del arte la belleza. Sin ideales no sería
posible el progreso humano.
Los
espíritus elementales y de poco vuelo sustituyen fácilmente el idealismo por la
superstición. El espíritu superior necesita de la crítica y de la inconformidad
para elevarse en el anhelo de perfección, al revés del espíritu inferior, fácil
a la adaptación y a los hábitos colectivos. Siempre habrá, forzosamente,
idealistas y mediocres.
Los
idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. El idealismo
estoico funde a su filosofía con un concepto sublimado de la dignidad humana.
La lucha entre el idealismo y a mediocridad es constante. Su símbolo plástico
más cabal pudiera serlo el alado Perseo
de Benvenuto Cellini, exhibiendo la cabeza de Medusa, cuyo cuerpo convulso
pretende inútilmente reavivarse bajo los pies del héroe.
Literalmente,
el hombre mediocre es el hombre médico, el cual psicológicamente se da en todas
las clases sociales, y que al formar en la inmensa colectividad de su condición
se torna, como esta, natural y necesaria. En la escala de la inteligencia
humana la mediocridad representa el claroscuro entre el talento y la
estulticia. El aurea mediocritas de
Horacio se refiere, claro es, a la limitación placentera que elige el selecto,
o algunos selectos, quienes, precisamente por serlo, rechazan las pompas vanas
y las asechanzas del poder y la gloria.
Nota
genérica del hombre mediocre es su falta de sello distintivo, su
despersonalización, lo que le permite vegetar moldeado por el medio “como era
fundida en el cuño social”. No es desdeñable porque es útil, pero la definición
de sus cualidades linda con el comentario humorístico. Lombroso llegó en su
definición a la repulsa satírica cuando, contestando a un periodista
norteamericano, manifestó que “el hombre
normal” (que, por lo demás, no existe) “tenía
buen apetito, era trabajador, ordenado, agonista, aferrado a sus costumbres,
paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico”.
Lombroso
llama hombre normal al que Heine y Schopenhauer llaman “filisteo”, contraponiendo el artista al burgués, sin preocuparse siquiera
de valorar este. Pero el burgués, el filisteo, es, como cualquier otro hombre,
un valor social, y es su aporte colectivo lo que le amerita en sus
funciones.
Por lo
pronto, el mediocre, a expensas de su capacidad mimetista, se halla mucho más
facultado para compenetrarse con el alma de la sociedad en que vive que el
superior con su originalidad. Y hay que partir para juzgarle del hecho de que
ser mediocre no es una culpa, y no siéndolo, su conducta es legítima. Como
elemento social estático más que dinámico, el hombre mediocre es naturalmente
conservador y rutinario. Como sistema social de defensa, la rutina desempeña el
papel de primer orden, ya que sin ese freno el impulso que comportan los
hombres selectos o geniales, siempre accidentes en la evolución humana,
despeñaría a las sociedades.
Ahora bien:
los mediocres representan a menudo un gran peligro en el seno de aquellas, pues
el freno, si paraliza y estaciona, destruye los valores superlativos, organiza
la vulgaridad resistente a la selectividad y crea una barrera opuesta al
ingenio y al buen gusto. Cuando actúa en el campo intelectual, el hombre
mediocre, hombre sin ideales, hace del arte un oficio, de la filosofía un
instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta. Convierte el
amor en sensualidad.
Una pasión
frecuente en los mediocres es la envidia. En ellos trabaja a la par la mentira;
en cambio, nunca les excita la emulación, que es rectilínea y no teme a la
verdad. Esta tónica suele ser gris y se muestra constantemente en el carácter
del hombre vulgar, que alberga un sordo afán de nivelarlo todo y siente horror
por la individualización excesiva.
Centrando
el tema en el desarrollo vital, afirma Ingenieros que cuando este llega a su
culmen en el espíritu del hombre superior, el hombre superior se aleja hasta el
máximum de la mediocridad, pero que esta le espera en la vejez con la regresión
sistemática del intelecto. Por último, decrepitud inferioriza al viejo ya
mediocre.
En la época
moderna, el aprovechamiento de las grandes aptitudes está constreñido sin cesar
por la acción en la vida pública de lo que Ingenieros llama la “piara”. Estima que las facciones
políticas son adversas a todas las originalidades. Cada piara ostenta, a manera
de estado mayor, un plantel de hombres distinguidos, bandera que la permite
adueñarse del poder parapetándose en el blasón intelectual de algunos selectos.
Tendencia
general en el autor de este libro es la de identificar a la democracia con lo
que él llama la mediocracia, recurriendo a la frase de Platón, “la democracia
es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos”.
Siguiendo esta línea negativa, señala los grandes males que originan los
partidos políticos, compuestos de “serviles que merodean por los Congresos en
virtud de la flexibilidad de sus espinazos”. “Los deshonestos son legión: asaltan el Parlamento para entregarse a
especulaciones lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del
Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus
discursos a tanto por minuto.”
La creación
del clima mediocre lleva consigo el triunfo de las masas dirigidas por
charlatanes. En fin, las mediocracias- Ingenieros no emplea nunca el término
consagrado de “mesocracia”- fomentan
el ejercicio de la servidumbre. Es un hecho evidente que la naturaleza se opone
a toda nivelación y que necesita del caso excepcional para realizarse sin
prescindir de la clase común de los individuos, de las masas. En orden al
desarrollo regular de la sociedad, la aristocracia del mérito no puede ser
sustituida por los valores comunes. La desigualdad es la fuerza y esencia de
toda selección. El hombre de genio necesita un clima propicio. Cuando una raza,
un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o pasan por una
renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece personificando nuevas
orientaciones de los pueblos y de las ideas.
En este
punto se detiene José Ingenieros para hacer una semblanza de Sarmiento, el gran
educador, proselitista y escritor argentino, en cuya célebre obra Facundo se fija con caracteres
decisivos un espíritu propiamente americano. Sarmiento fue un genio, un
apóstol, un incomprendido, objeto de ataque y de burla para todos los espíritus
vulgares, entre los que pasó desdeñoso de su hostilidad y de sus peligros, para
“sembrar a todos los vientos, en todas
las horas, en todos los surcos”.
Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie
americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tal alto estilo
que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su
inspiración Ciclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa
idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio
celeste, subordinando a su influencia todas las masas menores de su sistema
cósmico.
Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar
civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su
sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir su inquietud de
enseñar. Erguido y viril siempre, astabandera de sus propios ideales, siguió
las rutas por donde le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en
auroras fecundas por los sueños de los que miran más lejos. América le
esperaba. Cuando urge construir o tramutar, fórmase el clima del genio: su hora
suena como fatídica invitación a llenar una página de luz. El hombre
extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera a una predestinación
irrevocable.
Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal.
Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; mas cuesta
presentir un ritmo de civilización que acometer una conquista. Un libro es más
que una intención: es un gesto. Todo ideal puede servirse con el verbo
profético. La palabra de Sarmiento parece bajar de un Sinaí. Proscripto en
Chile, el hombre extraordinario encuadra, por entonces su espíritu en el doble
marco de la cordillera muda y del mar clamoroso.
Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón:
parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente, inquietada por un
relampagueo de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que
forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos ámbitos de
su patria. Para medirse busca el más grande enemigo, Rosas, que era también
genial en la barbarie de su medio y de su tiempo: por eso hay ritmos
apocalípticos en los apóstrofes de Facundo,
asombroso enquirdión que parece un reto de águila, lanzado por las cumbres más
conspicuas del planeta.
Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos la prosa
se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que, siendo castiza, no
parece español. Sacude a todo un continente con la sola fuerza de su pluma,
adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal
se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas
decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio
devastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas,
encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La
prosa del visionario vive: palpita, aprende, conmueve, derrumba, aniquila. En
sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un
libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan
decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultosa de
infinitos ejércitos.
Y su verbo es sentencia: queda
herida mortalmente una era de barbarie, simbolizada en un nombre propio. El
genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no
admiten rectificación y escapan a la crítica. Los poetas debieran pedir sus
ritmos a las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto
magnifico: ¡Facundo!
Dijo primero. Hizo después…
La política puso a prueba su firmeza: gran hora fue aquella en que su
Ideal se convirtió en acción.
Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado
benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor y agredido.
Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo
fue la lucha, su descanso pelear.
Se mantuvo ajeno y superior a todos los partidos, incapaces de
contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente: ninguno,
grande o pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza,
y Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento
a las facciones, compuestas por amalgamas de subalternos, tenía reservas y
reticencias, simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya
consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo
parecíale pequeño para abarcarle entre sus brazos; sólo pudo ser el suyo el
lema inequívoco: “las cosas hay que hacerlas; mal pero hacerlas”.
Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas llevó como
única antorcha su Ideal. Habría preferido morirse de sed antes que abrevarse en
el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de una nueva civilización,
tuvo siempre libres las manos para golpear tiranías, para aplaudir virtudes,
para sembrar verdades a puñados. Entusiasta por la Patria, cuya grandeza supo
mirar como la de una propia hija, fue también despiadado con sus vicios,
cauterizándolos con la benéfica crueldad de un cirujano.
La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las múltiples
contradicciones nacidas por el contraste de su conducta con las oscilaciones
circunstantes de su medio. Entre alternativas externas, Sarmiento conservó la
línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su
juventud; llegó a los ochenta años perfeccionando las originalidades que había
adquirido a los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede
concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambio mil veces de opinión
en los detalles, porque nunca dejó de vivir; pero jamás desvió la pupila de lo
que era esencial en su función. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un
faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se obscurecía y se
alumbraba con sosiego incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos
fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de
nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de
ser el mismo.
Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto a su
espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres geniales y
los pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen: los hombres
geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando
doctrinas o forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de
imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa
mansedumbre del que se acomoda a las circunstancias para vegetar
tranquilamente. La adaptación social depende del equilibrio entre lo que se
inventa y lo que se imita; mientras el hombre vulgar es imitativo y se adapta
perfectamente, el hombre de genio es creador y con frecuencia inadaptado. La
adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo a los modos de pensar y
sentir que son comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales.
Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder
cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento
fue una excepción. Había nacido “así” y quiso vivir como era, sin desteñirse en
el semitono de los demás.
A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civil
movida por el espíritu colonial contra la afirmación de los ideales argentinos;
en La Escuela Ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del
pensamiento civilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los
fanáticos y los mercaderes le agredían para desbaratar sus ideales de cultura
laica y científica, en vano habría intentado Sarmiento rebelarse a su destino.
Una fatalidad incontrastable le había elegido portavoz de su tiempo,
hostigándole a perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno
arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para
avalancharse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría
osado desmantelar la tumba más gloriosa si hubiera entrevistado la esperanza de
que algo resucitaría de entre las cenizas.
Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento.
Fue “inactual” en su medio: el genio importa siempre una anticipación. Su
originalidad pareció rayana en desvarío. Hubo, ciertamente, en él un
desequilibrio: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre
ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación.
Su genio era una suprema cordura en todo lo que a sus ideales tocaba: parecía
lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.
Tenía los descompaginamiento que la vida moderna hace sufrir a todos los
caracteres militares; pero la revelación más indudable de su genialidad está en
la eficacia de su obra a pesar de los aparentes desequilibrios. Personificó la
más grande lucha entre el pasado y el porvenir del continente, asumiendo con
exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonaron los enemigos del
Ideal que él representaba; todo le exigieron los partidarios. El mayor
equilibrio posible en el hombre común es exiguo comparado con el que necesita
tener el genio; aquél soporta un trabajo igual a uno y éste lo emprende
equivalente a mil. Para ello necesita una rara firmeza y una absoluta precisión
ejecutiva. Donde los otros se apunan, los genios trepan; cobran mayor pujanza cuando
arrecian las borrascas; parecen águilas planeantes en su atmosfera natural.
La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se
atribuyera a insania la genialidad de tales hombres concretándose al fin la
consabida hipótesis de su parentesco con la locura, cómoda de aplicar a cuantos
se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y de la actividad
doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado; el genio no
podría consistir en adaptarse a la mediocridad.
El culto de lo acomodaticio y lo convencional, halagador para los
sujetos insignificantes, implica presentar a los grandes creadores como
predestinados a la degeneración o al manicomio. Es falso que el talento y el
genio pueblen los asilos; si enloquecen, por acaso, diez hombres excelentes,
encuéntranse a su lado un millón espíritus vulgares: los alienistas estudiaran
la biografía de los diez e ignorantes la del millón. Y para enriquecer sus
catálogos de genios enfermos incluirán en sus listas a hombres ingeniosos,
cuando no a simples desequilibrados intelectuales que son “imbéciles con la
librea del genio”.
Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que
desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en
la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos culminan como casos
de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie.
El devenir humano sólo aprovecha de los originales. El desenvolvimiento de una
personalidad genial importa una variación sobre los caracteres adquiridos por
el grupo; ella incuba nuevas y distintas energías, que son el comienzo de
líneas de divergencia, fuerzas de selección natural. La desarmonía de un
Sarmiento es un progreso, sus discordancias son rebeliones a las rutinas, a los
prejuicios, a las domesticidades.
Locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de
continuidad; con breve razonamiento, refutó Bovio, el celebrado sofisma. El
genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás,
la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una serie; en cada
serie hay un término medio y un proceso lógico; entre las diversas series hay
saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose recio y rápido dentro
de una misma serie, abrevia los términos medios y descubre la reacción lejana;
el loco, saltando de una serie a otra, privado de términos medios, disparata en
vez de razonar. Esa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en
el movimiento de ambos faltaran los términos medios; pero en rigor, el genio
vuela, el loco salta. El uno sobrentiende muchos términos medios, el otro no ve
ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se
ausenta de sí mismo. “La sublime locura del genio es, pues, relativa al vulgo;
éste, frente al genio, no es cuerdo ni loco: es simplemente la mediocridad, es
decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad
convencional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma
usual, la nulidad de estilo”.
La ingenuidad de los ignorantes tiene parte decisiva en la confusión.
Ellos acogen con facilidad la insidia de los envidiosos y proclaman locos a los
hombres mejores de su tiempo. Algunos se libran de este marbete: son aquellos
cuya genialidad es discutible, concediéndoles apenas algún talento especial en
grado excelso. No así los indiscutibles, que viven en brega perpetua, como
Sarmiento. Cuando empezó a envejecer, sus propios adversarios aprendieron a tolerarlo,
aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron
llamando “el loco Sarmiento”.
¡El loco Sarmiento! Esas palabras más que cien libros sobre la
fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formulados
por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen a marcar el paso en
las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan
a justificarse, frente a ellos, recurriendo a epítetos despectivos. Conviene
confesar esa gran culpa: ningún americano ilustre sufrió más burlas de sus
conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él:
era tan grande que no bastó el diccionario entero para difamarle ante la
posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas
quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los
soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como a
ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta a vuelta, firmeza de estilete y matices de
ponzoña. Como las serpientes que estrangulan a Laocoonte en la obra maestra del
Belveder, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica
personalidad, robustecida por la brega.
Los espíritus vulgares ceñían a Sarmiento por todas partes con la fuerza
del número, irresponsable ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los
enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmosfera grávida d
tempestades, sembrando a todos los vientos, en todas las horas, en todos los
surcos. Despreciaba el motejo de los que no le comprendían: la envidia del
juicio póstumo era el único lenitivo a las heridas que sus contemporáneos le
prodigaban. Su vida fue un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral
de espinas.
Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de
recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas
originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia,
toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores tórnanse solitarios;
parecen proscriptos en su propio medio. Se mezclan a él para combatir o
predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca
totalmente a gobernantes ni a multitudes. Muchos ingenios eminentes, arrollados
por la marea colectiva pierden o atenúan su originalidad, empañados por la
sugestión del medio; los prejuicios, más arraigados en el individuo, subsisten
y prosperan; las ideas nuevas, por ser adquisiciones personales de reciente
formación, se marchitan. Para defender sus frondas más tiernas el genio busca
aislamientos parciales en sus invernáculos propios. Si no quiere nivelarse
demasiado necesita de tiempo en tiempo, mirarse por dentro, sin que esta
defensa de su originalidad equivalga a una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones
de una época o de una generación, que son su finalidad y su fuerza; cuando se
retira se encumbra. Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento,
doctrina o esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren
claridad meridiana los confusos rumores que serpentean en la historia, se
plasmó en Sarmiento, el concepto de la civilización de su raza, en la hora que
preludiaba el surgir de nacionalidades nuevas entre el caos de la barbarie.
Para pensar mejor, Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado, ora
proscripto dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el
extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo
Leonardo que el destino de los hombres de genio es estar ausentes en todas partes.
Viven más alto y fuera del torbellino común, desconcertando a sus
contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles.
Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan
la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan
su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, afligiendo a unos,
compadeciendo a otros, adelantándose a todos, sin rendirse, tenaces como si
fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En
eso finca su genialidad. Esa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas
imperecederas y que la mediocridad enrostró al gran varón que honra a todo un
continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las hachas.
(“El hombre mediocre”, José Ingenieros; Editorial Lex. S.A. – Perú 1966; págs.: 120-124)
También la
vida y la obra de Ameghino le merecen al comentarista ardientes elogios,
significando la grandeza de su espíritu enfocado a la investigación científica,
en la que descubrir equivale a crear y encierra una capacidad inventiva. Hay
imaginación en la paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampere
y en la cosmología de Laplace, y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento,
como en la política de César o en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca
del genio - termina Ingenieros - es obra de la imaginación, ya sea un capítulo
del Quijote o el pararrayos de
Franklin.
Del
individuo genial al individuo de la grey la distancia es enorme. Que la
sociedad para su función armónica y vital necesite de ambos no impide que de la
legión de los mediocres sobrevengan verdaderos estragos para aquella misma
armonía. El hombre superior y el hombre mediocre difieren como el cristal y la
arcilla.
MUCHO RUIDO Y POCAS
NUECES
Comedia en
cinco actos en verso y prosa, de William Shakespeare (1564-1616), escrita en la
forma que la poseemos, en 1598, pero probablemente existente ya en redacción de
juventud, impresa en 1600 y en 1623. El motivo dramático central, del amante
inducido a engaño por medio de una persona que adopta el parecido de su amada-
antiguo motivo que ya se encuentra en las “Aventuras
de Quereas y Calirroé”, de Caritón de Afrodisia-, Shakespeare lo ha sacado
de las “Novelas” de Matteo Bandello
(novela XXII) y del “Orlando Furioso”
de Ludovico Ariosto. Veamos el resumen de la obra.
De fiesta
estaba la ciudad de Mesina por la noticia de haberse puesto fin a la guerra, y
de que el victorioso príncipe de Aragón, D. Pedro, iba a hacer en ella su
entrada triunfal. Envió éste un mensaje al gobernador Leonato para que
aguardase su pronta llegada, y Leonato en persona, acompañado su hija Hero y su
sobrina Beatriz, salió a recibir al mensajero del príncipe, preguntándole con
gran interés por la salud de sus amigos.
- Y ¿cuántos guerreros hemos perdido en esta
campaña?- preguntó Leonardo.
- Alguno que otro, pero ninguno de gran fama,-
respondió el mensajero.
- Por esta carta veo- prosiguió Leonato- que D. Pedro dispensó grandes honores a un
mancebo florentino, llamado Claudio.
- Si por cierto y que se portó como valiente,
pudiendo ponérsele al lado del propio D. Pedro- respondió el mensajero.- Claudio se ha puesto a mayor altura de la
que podía esperarse de su edad: bajo el aspecto de manso cordero, ha tenido
arranques de valeroso león.
Oyendo tan
grandes alabanzas del joven florentino, sintió Hero (la hija del gobernador),
inundarse su alma de alegría, aunque se limitó a sonreír y sus mejillas se
colorearon de satisfacción.
-Decidme- preguntó entonces Beatriz, la
sobrina del gobernador (la cual vivía en casa de su tío y era la íntima amiga y
compañera de su única hija)- el señor
Mountanto ¿ha vuelto también de la guerra, o fue víctima del hierro enemigo?
-No conozco a nadie de este nombre, señora- respondió el mensajero, con mirada confusa y algo
corrido;- no sé qué haya en el ejército
quien así se llame.
-¿A quién te refieres, sobrina?- preguntó Leonato.
-Quiere decir, mi primo, el señor Benedicto
de Padua; sugirióle Hero.
-¡Oh!, éste sí que ha vuelto a tan divertido y
jovial como siempre,- responde
el mensajero.
-Decidme ahora por favor, ¿cuántos hombres ha
matado y se ha comido el tal?- pregunta Beatriz en tono de chanza.
-Pero primero quisiera saber a cuántos ha
muerto, pues al irse a la guerra, yo prometí comerme a todos los que él matase.
-A fe mía, sobrina, que tratáis con harta
dureza al señor Benedicto,- dice Leonato; a buen seguro que va a hacernos quedar mal; no dudo de ello.
-Estad cierta, señora- dice el mensajero-
que el tal ha prestado excelentes
servicios en la campaña.- Y continuó haciéndose lenguas del valor y de las
nobles cualidades del hidalgo; pero Beatriz no parecía tomar en serio nada
de lo que oía; de todo hacía plato para chancearse.
- No vayáis a juzgar mal a mi sobrina-
dijo Leonato (dirigiéndose al mensajero).- Lo
que hace, tiene su explicación en la porfía que existe entre ella y el señor
Benedicto; no pueden hallarse juntos, que no surja entre ellos una verdadera
lucha de ingenio.
En esta
conversación estaban, cuando llegó el príncipe de Aragón, con su séquito de
hidalgos y caballeros. Leonato dióles una afectuosa bienvenida. El conde
Claudio y el señor Benedicto eran antiguos amigos, pues habían estado juntos al
servicio del gobernador en su palacio. Ya antes de partir a la campaña, Claudio
había mirado más de una vez con simpatía a Hero: en cuanto a Beatriz y
Benedicto, pretendían tenerse mutuamente grande antipatía, pero (¡cosa
extraña!) en vez de huir de las ocasiones de hablar y comunicarse, aprovechaban
todas las que se les ofrecían para dar matraca el uno al otro tan a porfía como
les era posible.
En la
ocasión presente, no le faltó a Beatriz materia para provocar a Benedicto: tomó
ocasión de una broma que él hiciera a D. P edro y Leonato, y allí empezó la
contienda.
-Maravíllome, señor Benedicto- díjole
Beatriz,- de que sigáis hablando aún; ¿no
veis que ya nadie os escucha?
-¡Hola!, señora Desdenes, ¿vos por aquí?; creí que
habíais desaparecido del mundo de los vivos.
-¿Cómo puede ser que muera el Desdén, teniendo por
constante alimento de su vida al señor Benedicto?- dijo Beatriz.- La
Cortesía mismo, se trocaría en desdén, de sólo llegar vos a presencia suya.
-¿Según vos, pues, la Cortesía es una veleta de
campanario? Lo cierto es que cuento con la simpatía de cuantas damas trato,
excepto vos; y en verdad que quisiera tener un corazón algo más sensible, pues
en realidad, no amo a ninguna de ellas,- dijo orgullosamente Benedicto.
-¡Gran fortuna ésta para las damas. De lo
contrario, ¡qué importuna seguidilla tendrían que aguantar!- dijo Beatriz.- Gracias
al cielo, yo siento como vós en este particular; prefiero oír a mi perro ladrar
a la luna, que a un hombre jurar que me ama.
-¡Que Dios os conserve, señora, tal sangre fría!- dijole sumisamente el hidalgo:- así, más de un caballero escapará del
peligro de sentirse arañar el rostro.
Sentábale
muy bien a Benedicto chancarse siempre con el amor y tomárselo a broma; no asi
al joven Claudio, el cual, por su temperamento exaltado y pronto a apasionarse,
no se avergonzaba de confesar su amor hacia la señora Hero, y con la favorable
ayuda del príncipe de Aragón obtuvo no sólo el consentimiento de la joven, sino
también la aprobación del padre de ella. Fijóse la boda para un día de la
próxima semana, y el único tormento que tuvo que sufrir el impaciente mancebo,
fue la lentitud con que pasaban aquellos días.
Por lo
demás, no desperdició Benedicto esta ocasión para chancearse, como era su
costumbre, y efectivamente dio suelta a su jovial y alegre inventiva, al
pronosticarle D. Pedro y Claudio que también a él le tomaría el turno.
-Antes que me vaya de este mundo- dice D.
Pedro,- aun espero veros palidecer y
desmedraros de amor.
-¡Qué equivocado andáis D. Pedro!... podré
enflaquecer de rabia, de enfermedad o de
pena; pero de amor… jamás-
afirma Benedicto.
-Bueno: así sea, y si algún día faltareis a
vuestra promesa, se os citará como una poderosa confirmación de lo que vamos
diciendo.
-Si así fuese- replica riéndose Benedicto,- que
me cuelguen como a un gato y hagan todos blanco en mi cuerpo.
-El tiempo por testigo- dice D. Pedro;- “al toro más cerril el tiempo le somete al yugo.”
-Posible es que el toro montaraz se someta al yugo;
pero si esto sucediese al tierno Benedicto, arranquen en buen hora al buey los
cuernos y clávenlos en mi frente; píntenme en grotesca figura y debajo de ella
en letras muy gordas, por el estilo de aquellas en que se pone: Alquilase un
buen caballo, pongan esta inscripción: “Aquí veréis a Benedicto, al hombre
casado.”
La rotunda
aseveración de Benedicto, de que no caería jamás en los lazos del amor y que no
se casaría, y la chanza de Beatriz sobre el mismo tema, hicieron concebir a D.
Pedro una maliciosa idea, que no le pareció poco a propósito para pasar
divertida la semana que faltaba antes de la boda de Claudio con Hero.
-Os garantizo que no va a pasar en balde el
tiempo- dijo a Leonato y Claudio.- Mientras
aguardamos tan fausto día, acometeré una empresa digna del valor de Hércules, y
será encender el fuego de la pasión en el señor Benedicto y la señora Beatriz.
Difícil cosa será, pero posible; y no dudo de conseguirlo, si los tres me
prestáis vuestra ayuda.
-Señor, contad conmigo incondicionalmente, aunque
preciso me sea perder diez noches seguidas- dice Leonato.
-Lo mismo digo yo- afirma Claudio.
-Por mi parte, señor- dice la hermosa
Hero,- haré cuanto pueda para hacer de mi
primo un buen esposo.
-A mi parecer, Benedicto no es el marido que
ofrece menores esperanzas,- añade el Príncipe.- Al decir esto le hago justicia porque es de noble familia, valeroso a
toda prueba y de una honradez acrisolada. Yo os instruiré de cómo os las habéis
de componer para hacer caer a vuestra prima y que quede prendada de Benedicto:
por lo que a éste toca, yo, con la ayuda de Leonato y Claudio, le trabajaré de
manera que, a pesar de su vivo ingenio y temperamento enojadizo, caiga en la
trampa y se enamore de Beatriz. Si esto logramos, Cupido ya habrá dejado de ser
el arquero por excelencia; su gloria será nuestra, y seremos nosotros los
dioses del amor. Venid conmigo y os describiré el plan que he concebido.
Ahora bien,
entre los caballeros del séquito del príncipe de Aragón, había uno cuya manera
de ser difería grandemente de la de Claudio y Benedicto. Este era D. Juan,
hermanastro del príncipe, hombre intratable, envidioso y suspicaz. A nadie
prodigaba su afecto; pero sentía una aversión especial a su hermanastro y tenía
un vivo rencor hacia el florentino señor Claudio por ser éste el favorito del
príncipe. D. Juan había hecho por largo tiempo ruda oposición a su hermano,
pero últimamente habíase reconciliado con él, y de su conducta dependía que
continuase por el camino del favor y prosperase, o que cayese de nuevo en la
desgracia. D. Juan empero no tenía interés en acentuar su adhesión a la causa
del príncipe, y así, aunque sus criados Borachio y Conrado le aconsejaban que
ocultase sus resentimientos y tomase parte activa y sincera en los regocijos,
D. Juan lo rehusó sin ambages, diciendo:
-Más quisiera yo ser vil gusano de la tierra,
que rosa abierta en honor de mi hermano. Mucho mejor me siento viéndome
despreciado de todos, que no amoldando mi conducta para captarme las simpatías
por medio de la vil adulación o el fingimiento. Así como nadie podrá decir de
mí, que soy un buen adulador, así tampoco habrá quien me usurpe el mérito de
ser un enemigo franco y descubierto. Se tiene confianza en mí, pero amordazado;
se me deja en libertad, pero atado de pies y manos; por esto he resuelto no
cantar ya más dentro de la jaula. Si me quitasen la mordaza, mordería de firme
y si fuese libre, haría lo que me viniese en gana. Entretanto déjeseme ser cual
soy, y no intente nadie cambiar mi carácter.
La noticia
de que el apuesto joven Claudio iba a contraer matrimonio con la hija del
gobernador de Mesina, sacó de quicio a D. Juan.
-Este advenedizo- dijo D. Juan,- tiene la culpa de
que yo haya caído en el abismo en que me hallo; así, pues, si puedo atravesarme
en su camino, me tomaré el desquite a maravilla y con gran placer mío.
Sus dos
criados Borachio y Conrado, tan malvados como su propio amo, pusiéronse
incondicionalmente a sus órdenes para ejecutar cualquier plan de venganza que
él propusiese, y poco tardó Borachio en acudir a él diciéndole que ya había
dado con un medio infalible para estorbar la boda de Claudio.
-Un obstáculo, un impedimento, sea el que
fuere, bastará a quitarme el peso que llevo encima y me oprime cual losa de
plomo,- dice D. Juan.- enfermo estoy
de pura aversión a este hombre, cuanto se opusiere al logro de sus deseos,
secundará los míos. ¿Cuál es el recurso que tienes para impedir esta boda?
-Muy sencillo, señor, aunque nada noble, pero
tan encubierto, que, aunque se descubriere no se me podrá jamás tachar de
rastrero ni cobarde o mal nacido- dice Borachio.
-Dime pronto cuál es.
-Si mal no recuerdo, di, hace un año cuenta a
vuestra merced, de los favores de que soy objeto de parte de Margarita, la
doncella de Hero.
-Sí, lo tengo presente- dice D. Juan.
-Bueno, pues a la hora que yo quiera de la
noche, puedo hacer que Margarita esté a la ventana de la habitación de su
señora.
-Y ¿qué ves tú en ello- pregunta D. Juan,- que pueda ser bastante para estorbar el matrimonio?... ¿tan activo te
parece este veneno para matar la boda?
-A vuestra merced incumbe preparar este veneno. Id
a vuestro hermano el príncipe y decidle que ha comprometido gravemente su honor
dando su consentimiento al ilustre Claudio (y cuidad de ponerlo en las nubes
fingiendo tenerlo en grande estima) para casarse con una mujer como Hero, la
cual tiene otro amor.
-Y ¿cómo probaré mi aserto?- pregunta D. Juan.
-Con un hecho palpable y bastante- dice
Borachio,- para de un solo golpe,
sorprender la buena fe de vuestro hermano, torturar a Claudio, perder a Hero y
matar a Leonato. ¿Os parece poco el resultado?
-Con tal que logre torturarlos, no me detendré ante
cualquier cosa por arriesgada que sea- responde D. Juan.
-¡Ea pues!- dícele Borachio,- buscad una
ocasión para hallar solos a D. Pedro y al conde Claudio, y aseguradles que Hero
está enamorada de mí: fingid que no os mueve otra cosa que el celo por el buen
nombre, tanto del príncipe, como de Claudio; afirmad que hacéis esta revelación
no sólo por el honor de vuestro hermano que ha preparado este enlace, sino
también por la honra de su amigo, cuya buena fe se intenta sorprender dándole
por esposa a una mujer indigna de él. A buen seguro que no van a dar fe a
vuestras palabras si no trajereis una prueba convincente: para ello rogadles
que, la noche antes de la boda, se pongan cerca de a donde da la ventana de
Hero. Yo entretanto arreglaré las cosas de manera que vean a Margarita hablarme
a mí llamándome Borachio; y yo la llamaré a ella Hero: la prueba de la
infidelidad de Hero será tan concluyente que Claudio quedará convencido y todos
los preparativos de la boda se suspenderán y ésta no habrá lugar.
-Sea cual fuere el resultado de la
estratagema, voy a poner en práctica tu plan- dice D. Juan.- Por tu parte has cuanto creas conducente
para el buen éxito de la empresa, y cuenta con mil ducados de recompensa.
-Haced vos bien el papel de acusador, que el de
muñidor corre de mi cuenta,- responde Borachio.
Paseábase
solo Benedicto en el jardín de Leonato, diciendo para sí:
“No concibo cómo un hombre que ve por sí mismo cuán
insensato es el que se somete al imperio del amor, pueda, enamorándose de una
mujer, caer en la insigne locura que él ha ridiculizado tantas veces en los
demás: tal, a mi ver, es Claudio. Conocíle (lo recuerdo muy bien) cuando no
había para él música más deliciosa que el pífano y el timbal, mientras que
ahora prefiere el tamboril y el caramillo; conocíle cuando hubiera andado con
gusto diez millas a trueque de poder contemplar una buena armadura, mientras
que ahora pasará diez noches de claro en claro estudiando combinando la manera
de cortar un jubón. Su modo de hablar era ordinariamente liso y llano, a guisa
de hombre honrado y además militar, mientras que ahora está hecho un pedante;
su conversación semeja un fantástico banquete, con tan variadas palabras, como
platos. ¿Es posible que viendo yo ahora con serenos ojos este cambio en el
espíritu ajeno, sufra yo más adelante semejante metamorfosis? No puedo decirlo;
no lo creo; no juraría empero que el
amor no me transforme en ostra, de la noche a la mañana; pero lo que juro es
que antes de convertirme en ostra, no me hará caer el amor en tal abismo de
locura. ¿Tal mujer es bonita? Bueno. ¿Tal otra es prudente? Mejor. ¿Tal otra es
virtuosa? Mucho mejor. Pero mientras todas estas gracias no se hallen juntas en
una mujer, no habrá mujer alguna que me cautive el corazón. Si así fuere, esta
mujer habrá de ser rica (por supuesto), prudente y virtuosa, de lo contrario no
querré saber de ella: bonita; si no, no la miraré jamás a la cara: amable, pues
de no ser así, no me acercaré a ella: noble; si no, no la tomo, así sea un
ángel; ha de ser graciosa en el hablar y excelente música: en cuanto a sus
cabellos, serán del color que Dios disponga. ¡Ah! he aquí al príncipe nuestro
señor. Voy a esconderme detrás de esta glorieta.
Y
escondióse prontamente Benedicto, al ver que asomaban D. Pedro, Claudio y
Leonato, acompañados de algunos músicos.
-¡Ola!, vamos a ver si nos recreáis con alguna
buena música- exclama
D. Pedro sentándose en un banco que cerca de la glorieta había.- Mirad a dónde ha ido a esconderse Benedicto-
añade en voz baja, dirigiéndose a Claudio.
-Bien, bien, señor mío- responde
Claudio:- cuando la música haya
terminado, le daremos en qué entender.
-Ven, Baltasar- dícele D. Pedro;- repite esta canción.
Por lo cual
empezaron a rasguear las cueras de sus instrumentos, y Baltasar cantó:
Basta de suspiros, señores, basta;
Siempre el engaño distinguió a los hombres;
Un pie puesto en el mar y otro en la arena,
Es la inconstancia su inherente dote.
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Va la alegría a vuestras almas torne
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.
Regocijadas voces:
Tra – ra – lá, tra – ra – lá.
No cantéis ya más lúgubres cantos
De pesadas y estúpidas penas:
Siempre fueron falaces los hombres,
Siempre verde será primavera.
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Va la alegría a vuestras alma torne,
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.
Regocijadas voces
Tra – ra – lá, tra – ra – lá.
-¡Bravo!- exclama el príncipe;- por mi vida, que es ésta una bonita canción.
Baltasar, ya puedes ingeniarte para procurarnos una buena orquesta para mañana
por la noche, pues queremos que toque debajo de la ventana de Hero.
-Haré cuanto pueda por conseguirlo, señor- responde Baltasar.
-Muy bien, adiós… Eh, Leonato; ¿no me dijiste el
otro día que Beatriz estaba enamorada del señor Benedicto?- continuó D. Pedro, al retirarse la banda de
músicos.
-Ea, adelantémonos un paso- dice Claudio
al oído a don Pedro; pronto cazaremos al
pájaro.- Y levantando la voz para que Benedicto lo oyera añadió: -Jamás hubiera yo creído que esta mujer
pudiese prendarse de un hombre…
-Ni yo tampoco- dice Leonato; pero lo más gracioso
del caso es que se ha enamorado del señor Benedicto, hombre a quien antes
detestaba, si hay que creer a las visibles manifestaciones que hizo siempre de
desvío.
-¿Es posible? ¿Soplará el viento de este lado?- murmura atónito Benedicto desde su escondrijo.
-Confiésoos, señor- prosiguió Leonato,- que no sé qué pensar de ello; pero no podéis
imaginaros a qué extremos la lleva la pasión por este hombre.
-Pero ¿es que ha declarado ya su pasión a
Benedicto?- pregunta D. Pedro.
-No, y jura que jamás se la declarará, y que
ésta es precisamente la causa de su suplicio- responde Leonato.
-Así es- replica Claudio:- y Beatriz da
la razón: “¿Cómo puedo (dice) escribirle
que le amo, después de tantas pruebas de desdén como le he dado?”- “Yo calculo
lo que haría él por lo que haría yo si él me escribiese (añade), que me mofaría
de él; y eso, que le amo de veras”- dice Leonato.
-Y ¡la pobrecita, en esta lucha de ansias y
vacilaciones llora y solloza, goléase el pecho y arráncase los cabellos!...-
dice Claudio.
-La exaltación de mi sobrina es tan grande
que a veces me hace temer que atente contra su vida;- dice Leonato.
-Si se obstina, pues, en no declararse-
replica D. Pedro,- bueno sería que hubiese, quien se encargase de ello.
-¿Para qué?- pregunta Claudio.- Tomaríalo
Benedicto a broma y habría de ello un nuevo motivo de tormento para la pobre
muchacha.
-¡Obra meritoria haría, pardiez, quien colgase de
un palo a este criminal!- exclamaba
D. Pedro indignado.- ¡Una joven tan
amable y cumplida!..
-¡Y de un talento superior para todo!...- añade Claudio.
-Para todo, menos para amar a Benedicto,
replica D. Pedro.
-¡Ah, señor, lo lamento justísimamente, no sólo
como tío sino también como tutor que soy de la pobre muchacha!- dice Leonato.
-¡Ojalá me hubiese tomado a mí como objeto de su afección!-
dice D. Pedro;- pues con gusto me hubiera casado con ella.
Ahora bien, Leonardo, daos prisa a hablar del asunto a Benedicto, pues estoy
impaciente por Beatriz, y hay que saber qué es lo que responde Benedicto, para
ir de acuerdo.
-No le digáis nada, señor- dice Claudio- Beatriz seguirá más bien los dictados
de la razón, ahogará su amor.
-Imposible- exclama Leonato- primero morirá en la refriega Beatriz; su
corazón no lo resistirá.
-Bueno- dice D. P edro- hablaremos de ello a vuestra hija. Yo quiero
mucho a Benedicto, y me atrevo a esperar que examinándose fríamente a sí mismo,
confesará con toda humildad que no es digno de tan cumplida mujer.
-¿Os venís con nosotros señor? La comida está a
punto- dice Leonato.
-Si después de todo esto, no enloquece por
ella, ya no confío en nada- dice Claudio, chanceándose, al retirarse los
conspiradores.
-Ahora, vamos a armar el mismo lazo a
Beatriz- dice don Pedro- esto correrá
a cargo de vuestra hija y de su doncella. Lo chusco será que cada uno se creerá
ser objeto de la pasión del otro, siendo así que no habrá nada de verdadero:
será una escena muy graciosa… Hagamos que Beatriz le invite a comer.
Así que
hubieron desaparecido de allí, salió Benedicto de su escondrijo, profundamente
impresionado por cuanto les oyera decir.
-¡Pobre muchacha!- decía para sí- Ella
verdaderamente me ama, y yo he de corresponder a este amor ¡Y qué censuras se
me han dirigido! ¡Parece mentira! ¿Decir que yo he de corresponder a su amor
con desdenes y que ella querrá más morir que darme una prueba de afecto?.. No,
yo no había pensado casarme… Yo no puedo tampoco parecer orgulloso, antes bien
he de poner término a mis altivos desdenes. ¡Dichoso aquel que oye censurar sus
defectos y tiene ocasión de enmendarse de ellos! Dicen que Beatriz es bella; es
una verdad de la que yo soy testigo. Que es virtuosa; es verdad y no pienso lo
contrario. Que tiene talento y que da de ello pruebas, si no es al amarme a mí:
efectivamente no es ésta una gran prueba de talento, pero tampoco lo es de
locura, ya que yo voy a enamorarme perdidamente de ella. Ya puedo prepárame a
oír sarcasmos y burlas por lo mucho que he hablado contra el amor y el
matrimonio; pero ¿acaso no puede cambiar de opinión el hombre?.. Cuando yo
decía que moriría soltero, no pensé jamás que viviría hasta la fecha de mi
casamiento. Pero… ¡cuidado!... que viene Beatriz… ¡Vive Dios que es una guapa
mujer! Y me parece que observó en ella señales de amor…
Ignorando lo que ocurriera poco antes, adelántase
Beatriz, y con su habitual manera burlona de hablar, dice a Benedicto:
-Muy a pesar mío, se me ha diputado para invitaros
a tomar asiento en nuestra mesa.
-Hermosa Beatriz- contesta Benedicto- gracias por la molestia que os habéis
tomado.
-No, al contrario; pues no me he tomado yo
mayor molestia para merecer estas gracias que me dais, que la que os habéis
tomado vos para dármelas- responde fríamente Beatriz- estad seguro que, de haberme causado tal encargo la menor pena, lo
hubiera rehusado.
-Así, pues, ¿para vos ha sido un placer el
cumplirlo?- objeta Benedicto.
-Sí, el mismo que se experimenta al tomar un
cuchillo para matar una corneja- dice riendo Beatriz- ¿Acaso no tenéis apetito? Ea, pues, adiós.
Y le volvió muy tranquilamente la espalda.
-¡Ah!... “Muy a pesar mío se me ha diputado para
invitaros a tomar asiento en nuestra mesa…” Aquí hay doble sentido- dijo para sí Benedicto- “No me he tomado yo menor molestia para merecer estas gracias que me
dais, que la que os habéis tomado vos para dármelas…” Es como si dijera: “La
molestia que me tomo por vos es tan dulce como el agradecimiento que mostráis”.
Si no tengo, pues, compasión de ella, soy un villano; si no la amo, soy un
judío. Voy a procurarme su retrato.
El mismo
lazo que pusieran D. Pedro, Claudio y Leonato para coger a Benedicto,
prepararon para Beatriz, su prima Hero y sus doncellas Margarita y Úrsula.
Procuraron que Beatriz fuese al jardín, y una vez allí, creyéndose que nadie la
veía, oyó cómo discurrían ellas sobre el amor de Benedicto. Las tres mujeres
hablaron en el mismo sentido que lo habían hecho ellos, tratando de la confiada
afección de Benedicto, de sus muchas y buenas cualidades y del temor que tenia
de disgustar a Beatriz si descubría de algún modo su pasión. Decían que era
lástima que la señora Beatriz fuese tan altiva y recalcitrante, y que no se
atreverían jamás a abogar por Benedicto, por temor a que ella tomase a risa sus
palabras y le sirviesen de materia para nuevas chanzas y burlas.
-A pesar de todo, yo, en vuestro lugar, le
hablaría, y quisiera saber su parecer- dijo Úrsula a Hero.
-No- replicó Hero;- mucho mejor me parece ver a Benedicto y aconsejarle que combata su
pasión.
Cumplido
esmeradamente su cometido, retiráronse las señoras, dejando a Beatriz maravillada
de cuanto había oído y trocada completamente su altivez en un peregrino
sentimiento de amor.
Difícil
cosa era que el cambio de conducta de Benedicto no trascendiese; por lo cual D.
Pedro y Claudio se empeñaron en afirmar que estaba enamorado, y empezaron a
marearle sin piedad. Benedicto recibía sus bromas con visible disgusto, ni
hurtar el cuerpo a las acometidas de que era objeto: ellos, a pesar de todo,
seguían echándole en cara su concentración y ensimismamiento y el contiene de
seriedad y preocupación que había adoptado.
Pero la
jovialidad y el buen humor habían de convertirse pronto para ellos en
melancolía.
Tramado
cuidadosamente su malicioso plan con la ayuda de su criado Borachio, hízole D.
Juan encontradizo con Claudio y el príncipe de Aragón, y hablóles en el sentido
que conviniera con Borachio y Conrado, a saber; que Hero era indigna de casarse
con Claudio porque estaba enamorada de Borachio, y que si querían persuadirse
de la verdad de lo que les decía, fuesen, aquella noche, a la calle a donde
daba la ventana de la habitación de Hero, y allí la verían hablar con Borachio.
Al
principio mostráronse incrédulos D. Pedro y Claudio, pero D. Juan hablaba con
gran aplomo, y concluyó diciendo:
-Si queréis seguirme, veréis lo suficiente
para convenceros, y cuando hayáis visto y oído algo más, obrad como convenga y
el caso merezca.
-Si viere, esta noche, algo que me impida casarme
mañana con ella- dice
Claudio- voy a confundirla y avergonzarla
de todo el mundo en la misma iglesia, en donde había de tener lugar nuestro
enlace.
-Y con el mismo afecto con que os ayudé a obtener
su mano, os ayudaré para denostarla- dijo D. Pedro.
Ahora bien,
los vigilantes de las calles de Mesina eran un hato de viejos mentecatos que
creían cumplir con su deber sólo con darse alguna vuelta por el barrio y
apartarse, en lo posible, de cualquiera que les pudiese acarrear alguna
molestia. Su jefe era el condestable Dogberry, tan ignorante y estúpido como
pagado de sí mismo; sin embargo, en la noche anterior a la boda, esos flamantes
guardianes diéronse maña para hacer una detención que había de tener
provechosas consecuencias.
Apenas
había terminado Dogberry la serie de sus ridículas instrucciones a la cuadrilla
de vigilantes y despedídosede de ellos, cuando se vio venir a dos transeúntes
en dirección opuesta el uno del otro, y que al topar se pusieron a hablar. Eran
Borachio y Conrado, los dos criados del perverso D. Juan.
La calle
estaba completamente obscura y al parecer desierta, y como quiera que en aquel
mismo instante empezó a lloviznar, los dos transeúntes se acogieron debajo del
alero de un tejado. Recelando de que tramaran algún delito, los vigilantes
ocultáronse cerca de ellos y así oyeron cómo Borachio declaraba a Conrado todo
el proceso de su villanía.
-Sábete, pues, amigo Conrado- dice Borachio- que
esta noche he cortejado a Margarita, la doncella de la señora Hero, llamándola
con el nombre de su señora. Recostada en la ventana de la habitación de
aquella, me dio mil cariñosos adioses. Olvidaba decirte que el príncipe,
Claudio y mi amo, avisados por mi señor D. Juan, presenciaron, escondidos en el
jardín, esta afectuosa entrevista.
-¿Y han creído que hablabas con Hero?- dice Conrado.
-Los dos (el príncipe y Claudio) sí; pero al
demonio de mi amo, no se le ocultó que era la mismísima Margarita. Engañados
por la obscuridad de la noche y, principalmente, por mi villanía que confirmaba
todas las calumnias inventadas por don Juan, retiróse de allí furioso Claudio,
jurando que saldría al encuentro de Hero en la iglesia, la mañana siguiente,
según habían convenido y que allí, delante de todo el cortejo, le echaría en
cara cuanto había visto y le haría volver a su casa sin marido.
Apenas
había terminado Borachio su razonamiento cuando los vigilantes detuvieron a
ambos: ellos, al sentir la repentina agresión, reconocieron que no podían
resistirse y que no les quedaba otro recurso que someterse y dejarse llevar
presos.
A la mañana
siguiente reunióse una brillante comitiva en la catedral de Mesina para asistir
a la boda del conde Claudio con la joven Hero: acompañaban a ésta su prima
Beatriz y Leonato, quien había de llevarla al altar. Vestida de blanco y con su
velo nupcial estaba la joven de pie, y delante de ella el apuesto conde
Claudio, resplandeciendo los hilos de oro de que estaba recamado su traje se
novio.
-Habéis venido aquí para uniros a esta mujer,
¿no es verdad?- preguntó el fraile.
-No- dijo Claudio.
Grande
extrañeza causó en los presentes aquella breve respuesta, pero Leonato
corrigióla diciendo:
-No, sino para ser unido con ella; y vos,
padre, para unirlos vinisteis.
-Señora- preguntóle el fraile- ¿venís para
enlazar con este conde?
-Para esto- respondió Hero en voz baja, pero firme.
-Si alguno de los dos supiese del otro algún
secreto impedimento para el enlace, por Dios y por su alma le conjuro a que lo
manifieste- dijo el fraile.
-¿Sabéis alguno, Hero?- preguntóle severamente Claudio.
-Ninguno, señor mío,- respondió Hero cándidamente
y en tono de admiración.
-Y vos, conde ¿sabéis alguno?
-Me atrevo a responder en su nombre: ninguno-
dijo Leonato.
-¡Oh, y lo que se atreven a hacer los hombres! ¡Y
lo que llega a hacer! ¡Lo que hacen todos los días sin saber lo que se hacen! Exclamó Caludio en un arrebato de indignación. Y
volviéndose a Leonardo, le dijo: -Permitidme,
señor: al darme vuestra hija por esposa ¿obráis libre y espontáneamente?
-Hijo mío, tan libre y espontáneamente, como
Dios me la dio - respondió Leonato.
-Y ¿qué puedo daros yo en retorno de un tan
rico y preciso don?- preguntó el conde.
-Nada, sino que se la devolváis- responde
D. Pedro.
-Amable príncipe- dijo Claudio- me habéis
dado una lección de noble agradecimiento: aquí la tenéis, Leonato; tomadla de
nuevo, que vuestra es.
Hecho esto,
dirigió Claudio, según había prometido, ante toda la concurrencia su terrible
acusación contra Hero, afirmando que no la quería por mujer. Estimulado por su
furor contra lo que él calificaba de perversidad y engaño (pues el rubor y
modestia de la joven no era a su juicio más que fingimiento e hipocresía),
refirió cómo él y el príncipe la habían visto, la noche antes, hablando desde
la ventana con un rufián. En vano fue que Hero protestase de su inocencia, pues
nada podía destruir la evidencia de lo que ellos habían visto con sus propios
ojos.
Falta de
fuerzas para soportar tan cruel y asombrosa calumnia, cayó Hero desmayada al
suelo. D. Pedro, Claudio y don Juan salieron de la iglesia; dispersáronse los
convidados, atónitos por lo que acababan de presenciar, y quedaron con la
desdichada Hero, Leonato, Beatriz, Benedicto y el fraile.
-¿Cómo está?- preguntó Benedicto, acercándose hacia donde estaba Beatriz ocupada en
retornar a su prima.
-¡Muerta, creo!... –exclamó Beatriz desesperada- ¡Auxilio, tío!... Hero ¿qué tienes? ¡pobre Hero!... ¡Tío! ¡Señor
Benedicto! ¡Padre!
-¡Oh muerte! Tú eres el mejor velo que desearse
podía, para cubrir su vergüenza- dice el padre- con el corazón lacerado.
-¡Ea, querida Hero, amada prima!- exclama Beatriz, al ver que la joven empieza a
abrir los aturdidos ojos.
-¡Animo, señora!- dice afectuosamente el fraile.
-¿Con que, al fin abres los ojos?- dice Leonato.
-Sí, y ¿por qué no los había de abrir?- replica
el fraile.
En medio de
tan terrible accidente y sin investigar la verdad o falsedad del hecho, declaró
Leonato que nada mejor que la muerte podía haber reparado el deshonor de Hero,
y que por lo mismo nada para ella tan deseable; y que si el espíritu de la
joven había de tener resistencia para sobrevivir a tamaño oprobio, él mismo la
ayudaría a morir, con sus propias manos.
-¡Calma, señor, calma!- repuso Benedicto- Por mi parte estoy tan pasmado, que no sé qué decir sobre esto.
-¡Por Dios y por mi alma, que mi prima ha sido
víctima de la calumnia!- exclama
Beatriz.
Toma
entonces la palabra el fraile y sale en defensa de la inocencia de Hero: sus
palabras son tan claras y convincentes, que el mismo Leonato empieza a pensar
que se ha calumniado torpemente a su hija. El misterio pues, que daba
descubierto (como decía Benedicto); el príncipe y Claudio eran hombres
honrados, incapaces de urdir tan infamante calumnia, y si se habían dejado
sorprender en su buena fe, no podía ser sino obra de D. Juan, que se deleitaba
en tramar planes tan inicuos.
Siguiendo
pues el parecer del bueno del fraile, convinose en que, por de pronto, Hero
permanecería en el retiro, de manera que todo el mundo creyese que había
muerto. Así la calumnia se pondría de manifiesto en virtud del remordimiento que
se esperaba tendrían los autores, y la victima seria desagraviada y compadecida
de todos; pues es cosa por demás sabida que el mundo no aprecia en su justo
mérito lo que valen las personas o las cosas, hasta que no las pierde o se ve
desposeído de ellas. Lo mismo había de sucederle a Claudio, cuando supiese que
Hero había muerto por lo que de ella había dicho: el dulce recuerdo de sus
amores renacería en su alma y se arrepentiría de haberla acusado sin
conocimiento de causa.
-Señor Leonato- dijo Benedicto- dejaos convencer por el fraile- Y aunque
sabéis cuan íntima es la amistad que me une al príncipe y a Claudio, os juro
por mi honor proceder en este asunto tan discretamente y con tanta justicia
como trata vuestra alma con vuestro cuerpo.
Así se
convino, y el buen fraile y Leonato tomaron a Hero por su cuenta, para poner en
ejecución el plan que concibieran.
Ya solos
Benedicto y Beatriz, manifestóle ésta su justa indignación por la calumnia de
que se había hecho victima a su prima, y aunque de momento creyó Bnedicto se
aquella la ocasión más propicia para declararle su amor e hizo cuanto pudo para
no desperdiciarla, todo fue en vano, pues Beatriz no tenía otra idea que la de
vengar a su inocente prima: esto era lo que le torturaba el alma.
-¡Ah, si yo fuese hombre!...- exclamaba, animada de un vehemente deseo de
castigar a aquellos cobardes que se convinieran para vilipendiar a Hero. Y
concluyó diciendo a Benedicto que si realmente la amaba, tomase sobre sí la
venganza de Hero, matando a Claudio.
-¡Matar a
Claudio!...
Perplejo
estuvo Benedicto… No, no podía ser; Claudio era amigo suyo…; pero amaba a
Beatriz, y la generosa y profunda simpatía de ésta hacia su desdichada prima,
no podía dejar de prevalecer sobre el caballeroso proceder de Benedicto.
-¿Creéis sinceramente que el conde Claudio calumnió
a Hero?- pregunta formalmente
Benedicto.
-No me cabe
la menor duda; tan segura estoy de ello como de que lo pienso y de que mi alma
alienta dentro de mí.
-Basta pues- exclama Benedicto- Os doy palabra: le desafiaré. Dadme a besar
vuestra mano, y voy allá. Por esta mano juro, que Claudio me dará cuenta de sus
actos. Id vos a consolar a vuestra prima. A mí me toca decir que está muerta;
quedad con Dios.
Benedicto,
el burlón, el chocarrero Benedicto, el alegre decidor de la corte del príncipe,
dio prueba en aquella ocasión de ser un cumplido caballero, digno aspirante a
la mano de la bizarra Beatriz.
En
cumplimiento de su promesa fue a buscar a Claudio, a quien halló en compañía de
D. Pedro. Hacía muy poco que los dos hidalgos habían tenido una violenta
entrevista con Leonardo, en la que éste les había reprochado agriamente su
conducta. No estaban muy tranquilos de su hecho, pero persistían afirmando que
habían obrado con rectitud. Al aparecer Benedicto, reanimáronse esperando poder
pasar un rato de buen humor a costa de él, pero Benedicto no estaba para
chanzas, y con gran tranquilidad de espíritu entregó el billete de desafío a
Claudio y despidiéndose cortésmente del príncipe de Aragón.
-Señor mío, gracias por vuestras finezas- dijóle Benedicto- pero he de renunciar a vuestra compañía. Vuestro hermano D. Juan ha
huído de Mesina; entre todos habéis dado muerte a una inocente y encantadora
mujer. En cuanto a ese imberbe hidalgo, volveremos a vernos, entretanto y hasta
entonces, la paz sea con él.
-Parece que habla en serio- responde
Claudio- y esto, no lo dudo, por amor a
Beatriz.
-¿Os ha provocado?- pregunta D. Pedro.
-Ciertamente y en debida forma- responde
Claudio.
-¡Qué cosa tan chocante es ver a un hombre andar
por el mundo vestido como los demás, pero falto de entendimiento!- dice desdeñosamente D. P edro.
Pero la
tranquilidad del príncipe y de Claudio iba a sufrir un serio quebranto.
Acercáronse los vigilantes trayendo consigo a Borachio y Conrado, a quienes
capturaran la noche anterior, y la infame calumnia púsose de manifiesto.
Llamóse a Leonato a toda prisa.
-¿Sois vos el malvado cuyo emponzoñado aliento mató
a mi inocente hija?- preguntó a
Borachio.
-Sí, yo, y nadie más que yo.
-No, villano, no- replica Leonato- Calúmniaste a ti mismo. He aquí a dos
hombres de posición (el tercero, su cómplice, se ha fugado) que han puesto mano
en todo esto. Gracias, príncipe, por haber dado muerte a mi hija; podéis hacer
constar este acto en la lista de vuestras proezas; pensadlo bien.
Claudio
gemía bajo el peso del remordimiento más atroz; no se atrevía a pedir perdón al
afligido Leonato, y así le suplicó que escogiese la venganza que mejor le
pareciese y que le impusiese la pena que quisiese. Asociósele también D. Pedro
en la confesión de su falta y en la expresión de arrepentimiento.
-No os puedo mandar que volváis de nuevo a mi
hija a la vida- díceles Leonato- pero lo que sí os ruego es que proclaméis
a la faz de todo el pueblo de Mesina la inocencia de la víctima: cubrid su
tumba con un epitafio y cantadlo esta misma noche. Mañana por la mañana venida
a mi casa (dice, dirigiéndose a Claudio) y ya que no habéis podido ser mi
yerno, por lo menos seréis mi sobrino, pues mi hermano tiene una hija que es
casi la estampa de mi hija muerta. Tomadla por mujer como hubierais tomado a su
prima, y quedaré vengado.
Parecióle
bien a Claudio esta transacción y pensó llevar adelante tal designio. Aquella
misma noche fue a la iglesia con gran acompañamiento y leyó en voz alta el
siguiente verso:
Entregada a la muerte por las lenguas
calumniadoras, Hero aquí reposa:
la muerte resarcióla de estas menguas
dándole fama perennal, gloriosa.
Así la vida que una lengua infama
vive en la muerte con ilustre fama.
-¡Oh epitafio! en esta tumba quedarás colgado
para alabar a Hero cuando mi lengua enmudezca;- añadió poniendo el rollo en
el sepulcro de la familia de Leonato.
Al día
siguiente acudía a casa de Leonato otro grupo de convidados para asistir a otra
boda. Las mujeres llevaban, todas, la cara tapada, y la novia aguardó a que se
pronunciasen las palabras por las que Caludio tomaba por esposa a una
desconocida: quitóse entonces el velo y apareció cual era, o sea la propia Hero
con su encantador semblante.
Benedicto
había también anunciado al fraile que deseaba contraer matrimonio con Beatriz y
que Leoato le había dado su consentimiento. Así, pues, acercóse Benedicto al
grupo de mujeres que tenían aún la cara tapada, para hallar a su novia, y llamó
a Beatriz por su propio nombre.
-Yo soy Beatriz- dijo- ¿qué me queréis?
-¿Acaso no me amáis?- pregunta Benedicto.
-¡Ah, no! No más de lo que dicta la razón-
respondió Beatriz en tono provocativo.
-Entonces- repuso Benedicto- vuestro tío el príncipe y Claudio han sido
miserablemente engañados, pues han jurado que me amabais.
Beatriz se echó a reír, y preguntó a su vez.
-Pero ¿me amáis o no me amáis, Benedicto?
-A fe mía no, no más de lo que dicta la razón.
-Entonces- replica Beatriz- mi prima Margarita y Úrsula han sido miserablemente
engañadas, pues me han jurado que me amáis.
-Ellos han jurado que casi estabais enferma de
tanto amarme- dice
Benedicto.
-Ellas han jurado que estabais casi muerto de amor
por mí- replica Beatriz.
-Nada de esto… Así, pues, ¿no me amáis?
-No; si no es con un afecto de pura amistad-
responde Beatriz con indiferencia.
-Ea, sobrina, venid acá; estoy seguro de que amáis
a este hombre- dice
Leonato.
-Y en cuanto a él, no dudo en jurar que está
enamorado de ella- dice
Claudio.
-Venid conmigo- dícele Benedicto- os tomo más que
por amor, por compasión.
-No quiero rehusaros- dice Beatriz- pero
por esta luz que nos alumbra, cedo a la persuasión y en parte también al deseo
de salvaros la vida, porque me han asegurado que de lo contrario, os moriríais
de pura consunción de ánimo.
-¡Silencio!- interrumpe Benedicto- voy a
cerrar esta boca.- Y contuvo su alegre charla con un beso de amor.
-¡Ha, ha, ha!- decía riéndose D. Pedro, maliciosamente.- ¿Qué me contáis de bueno, Benedicto hombre casado?
Pero la
felicidad del amante triunfó de todas las burlas que se pudiesen hacer de él y
no hubo corazón jovial que recordare con mayor alegría aquel día de bodas, que
el de los dos esposos Beatriz y Benedicto.