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1era edición |
ÍNDICE
·
METAMORFOSIS (Ovidio)
·
RICARDO III (William Shakespeare)
·
LAS SUPLICANTES (Eurípides)
METAMORFOSIS
Obra de gran interés
artístico y literario de Publio Ovidio Nason (42 a.C. – 19 d.C.). Poema épico
latino escrito en hexámetros y dividido en 15 libros. La obra (una de las
significativas de la literatura clásica latina) comprende, en más de doce mil
versos, la narración de doscientas cuarenta y seis fabulas metamórficas,
dispuestas cronológicamente, desde el caos hasta la transformación en estrella
de Julio Cesar, escogidas entre el riquísimo repertorio de la tradición griega
y entre las fábulas itálicas.
In
nova fert animus mutadas dicere formas
corpora:
di, coeptis (nam vos mutastis et illas)
adspirate
meis primaque ab origine mundi
ad mea
perpeetuum deducite tempora carmen.
“Mi inspiración me lleva a hablar de las figuras
transformadas en cuerpos nuevos; dioses, sed favorables a mis proyectos (pues
vosotros mismos ocasionasteis también esas transformaciones) y entrelazad mi
poema sin interrupción desde los albores del origen del mundo hasta mi época”.
En este proemio no solo
se dice qué va a contar (es evidente
que metamorfosis), sino también cómo
va a hacerlo. Para entenderlo no es suficiente, pues, una teorización sobre él
ni sobre la trayectoria poetológica de Ovidio, sino que hay que leer todo el
poema, un poema de cuyo contenido, el qué,
ofrecemos un amplio resumen, indicando ocasionalmente fuentes y el tipo de
nexos de los que se ha valido el poeta para enlazar episodios, atisbando, por
tanto, algo del cómo; tal resumen
facilitará la comprensión de las cuestiones que se aborden en esta
introducción.
Veamos la síntesis de
los 15 libros:
LIBRO I: Tras el breve proemio,
se relatan los orígenes del mundo, eco de las doctrinas filosóficas estoicas y
de Empédocles así como de Hesíodo, que también influyen en la creación del
hombre y las Edades, sin olvidar a Arato. Una breve alusión al castigo de los
Gigantes, de cuya sangre nace una estirpe de hombres (innovación de Ovidio) cuya
maldad empeora la edad de hierro y, mediante uno de los recursos utilizados por
el poeta para unir relatos (el de “recordar” algo), Júpiter informa a los dioses
desacato y castigo de Licaón, con lo que nos encontramos ante una teodicea,
pues la metamorfosis es el castigo al impío, castigo que se hace extensivo al
género humano con el diluvio, del que solo se salvan gracias a su pietas (uno de los temas recurrentes en
la epopeya) Educación y Pirra, quienes, una vez consultado el oráculo de Temis,
arrojan hacia atrás piedras de las que nacen nuevos hombres y mujeres, mientras
la tierra por si misma crea los diferentes animales, entre ellos la serpiente
Pitón, gesta que rememoran los juegos Píticos; la mención del galardón de estos
juegos, primero una corona de encina y después la de laurel, permite a Ovidio
introducir, tras una disputa ideada por él entre Cupido y Apolo, la leyenda de
Dafne y Apolo, en la que se establece la tipología de una joven casta amada y
perseguida por un dios , oro de los temas recurrentes de las Metamorfosis; para evitar el acoso del
dios, Dafne obtiene de su padre, el dios rio Peneo, el cambio de figura y se
convierte en el laurel, que desde entonces unirá Apolo a su culto. Para
consolar al padre, todos los ríos se reúnen en casa del Peneo salvo el Inaco,
que llora la suerte de su hija Io, lo que da lugar al relato de su unión,
forzada, con Júpiter, su conversión en vaca, pero manteniendo la consciencia de
su condición humana (uno de los tres casos en que tal consciencia se da), a fin
de ocultarla de Juno y el implacable odio de la diosa, que la pone bajo la
vigilancia de Argos hasta que Mercurio, tras el relato-digresión de Pan y
Siringe, que es una innovación de Ovidio como aition de la invención de la flauta pastoril y en el que Siringe
repite el tipo Dafne, mata al guardián, lo que no impide que la vaca sea
acosada por la Erinis y emprenda una loca carrera hasta Egipto, donde recobra
su figura y es identificada con Isis, relato este de lo en el que Ovidio tiene
en cuenta sobre todo el Prometeo
encadenado de Esquilo Épafo, fruto de la unión Io-Júpiter, en una disputa
de adolescentes sobre la autenticidad de los progenitores de los que se muestran orgullosos, pone en
duda que el Sol sea padre de Faetón, lo que impulsará a éste a ir al palacio
del Sol , con lo que se deja abierta la vía para el libro siguiente.
LIBRO II: Más de la tercera
parte está dedicada a Faetón, mezclando distintos modelos entre los que destaca
Eurípides; comienza con la écfrasis del Palacio del Sol, inspirada en
representaciones plásticas, y continúa con la obtención por parte del joven del
carro de su padre; pese a las palabras del Sol, que, en una suasoria, intenta hacer desistir a su
hijo de su empeño, este sube al carro y provoca la casi total conflagración del
orbe, lo que da ocasión a Ovidio para ofrecer catálogos, al modo épico, de
montes y ríos abrasados hasta que Júpiter fulmina al osado joven a petición de
la Tierra. El dolor por su muerte provoca la metamorfosis en árboles de sus
hermanas las Helíades y de su amigo y pariente Cicno en un cisne. Preocupado
por los efectos de la catástrofe, Júpiter dirige su mirada a las tierras y se
prenda de la arcada Calisto, episodio que tiene muchos puntos de unión con el
libro I; es hija de Licaón, responde al tipo Dafne y, sobre todo, comparte con
lo el ser fecundada por Júpiter y amostrar la cólera de Juno que la convierte
en osa mientras mantiene su conciencia humana. Tras su metamorfosis deambula
durante quince años hasta que se encuentra con su hijo Arcas que está a punto
de darle muerte, acción que impide Júpiter catasterizando a madre e hijo en la Osa Mayor y el Boyero.
Con una complicada pirueta Ovidio inserta leyendas en las que se mezclan
metamorfosis de aves y en aves, tal vez siguiendo a Beo, ocasionadas por la
excesiva charlatanería; Cuervo-Coronis - Comeja - las hijas de Cécrope, lo que
va a permitir no solo el relato de diferentes transformaciones sino, sobre
todo, el cambio de escenario de la tesalia Larisa a Atenas (hijas de Cécropey
Erictonio) y de allí a Lesbos (mención de Nictimene) y de nuevo una referencia
a Coronis de Larisa, amada de Febo, quien castiga su infidelidad atravesándola
con una flecha, pero arrebata de las llamas de la pira funeraria a su hijo
Asclepio, que será educado por el centauro Quirón cuya hija Ocimoe, experta en
vaticinios es transformada en yegua. El tema del castigo de la charlatanería
continúa con Bato metamorfoseado por Mercurio que, dado su entusiasmo por Herse,
permite un nuevo cambio de escenario y que, en perfecta composición anular,
volvamos a las Atenas de las hijas de Cécrope y a la descripción de la primera
de las alegorías, la envidia (Invidia),
que actúa sobre Aglauro, transformada, como Bato, en piedra. Es este mismo dios
alado el que, por orden de su padre, se dirige a Sidón para propiciar el rapto
de Europa, lo que sirve de transición al libro siguiente.
LIBRO III: Esta totalmente
dedicado a Tebas, pues comienza con Cadmo quien, al no encontrar a su hermana
Europa, sigue las indicaciones del oráculo para fundar la ciudad, así como las
de Palas a fin de, tras la muerte del dragón consagrado a Marte, sembrar sus
dientes, simiente de hombres armados, que se matan entre si hasta que,
pacificados por Cadmo, los sobrevivientes se convierten en sus colaboradores,
con lo que Cadmo, casado con Harmonía, podría considerarse feliz si no fuera
por las desgracias de su familia: su nieto Acteón, que, perseguido por Diana
encolerizada por haberla visto bañarse desnuda, es metamorfoseado en un siervo
que, con plena consciencia humana (como Io y Calisto de libros I y III), sufre
el despedazamiento por obra de sus propios perros, cuyo catálogo se nos ofrece,
también Sémele, hija de Cadmo, es víctima, como Io y Calisto, del odio de Juno,
quien, bajo la apariencia de la nodriza Beroe, la convence de que pida a
Júpiter, su amante, que se presente ante ella con los atributos divinos, es
decir, con el rayo, por lo que muy a pesar suyo el dios la fulmina y el feto,
que será Baco, completa su gestación en el muslo paterno. Cambia Ovidio el
escenario terreno por el celeste y explica el porqué del poder adivinatorio de
Tiresias, transición que propicia la inclusión del relato del amor de la ninfa
Eco por Narciso y cómo, al verse desdeñada, se consume hasta convertirse solo
en repetición de sonidos, mientras el joven, víctima de Némesis, se consume de
amor por sí mismo y finalmente se convierte en la flor de su nombre. Puesto que
Tiresias había predicho la desgracia de Narciso, la muerte del joven de gran
renombre al adivino, con lo que volvemos a Tebas para conocer el infortunio de
otro nieto de Cadmo: Penteo quien no haciendo caso de las palabras del vate,
desprecia a Baco, el dios hijo de Sémele y protagonista del final del libro gracias
al relato de Acetes que, como admonición a Penteo, refiere la impiedad de los
marineros tirrenos; pero no es escuchado por el rey que será castigado por su
primo, pues enloquece a sus seguidoras, entre las que está ágave, la madre de
Prenteo, que despedaza a su hijo creyéndolo un jabalí, relato cuyo modelo son
las Bacantes de Eurípides. Así
triunfa el culto del dios entre las tebanas, que será tema de buena parte del
libro siguiente.
LIBRO IV: Baco, es honrado por
las tebanas, lo que da lugar a la inclusión de un himno en su honor y a que se
ponga más de relieve la actitud contraria de las Minieides quienes, en lugar de
participar en las celebraciones, se entretienen en sus tareas de costura
contando historias, la mayoría de origen oriental y todas ellas de contenido
amoroso. Una relata los amores de Piramo y Tisbe, precedente de las novelas de
amor griegas, y cómo estos jóvenes se comunican a pesar de la oposición de sus
familias y deciden huir para unirse, lo que provocará, tras una serie de
malentendidos, la muerte de ambos; otra hace un resumen de la canción de
Demódoco de la Odisea y relata el
adulterio de Marte y Venus, delatado a Vulcano por el Sol, lo que determina que
Venus como venganza provoque el amor del Sol por Leucótoe y los celos de Clitie,
cuya declaración lleva al padre de Leucótoe a matar a su hija sin que el Sol
pueda hacer otra cosa que convertirla en incienso, en tanto que Clitie,
definitivamente repudiada por el Sol, contempla ininterrumpidamente el curso de
éste y se convierte en heliotropo; una tercera, Alcitoe, tras desechar, como la
primera, una serie de leyendas prácticamente desconocidas, se decide por la de
Sálmacis y Hermafrodito, es decir, el amor que el hijo de Mercurio y Venus
despierta en la naiyade quien, pese a ser rechazada, se adhiere al joven y
consigue que sus cuerpos se confundan en uno solo, en tanto que la fuente en la
que se han introducido se hace perniciosa por deseo de Hermafrodito. Con estos
relatos creen las Minieides rechazar al “falso”
dios, pero reciben su castigo de conversión en murciélagos, castigo que vuelve
a poner de manifiesto el poder de Baco, de cuya crianza se jacta su tía Ino, lo
que hace que Juno , deseosa de venganza, baje a los Lugares Infernales y
consiga que la furia Tisifone enloquezca al marido de Ino, Atamante, quien,
como Ágave con Penteo, mata a su hijo Learco y lo mismo hubiera hecho con
Melicertes si Ino no se hubiera arrojado con el pequeño al mar, convirtiéndose
en los dioses Palemon y Leucotea. El reproche que las compañeras de Ino hacen a
Juno les acarrea ser metamorfoseadas por la diosa. Toda esta serie de
desgracias (que han comenzado en el libro III) llevan al autodestierro a Cadmo
y Harmonía quienes ya ancianos y con el mismo amor mutuo que Deucalión y Pirra,
se convierten en apacibles serpientes, teniendo como gran consuelo el
definitivo reconocimiento de la divinidad de su nieto Baco. La única excepción
permite a Ovidio cambiar el escenario, pes Acrisio, que no reconoce a Baco,
tampoco había querido admitir que de la unión de su hija Danae con Júpiter
había nacido Perseo, quien tras haber dado muerte a la Górgona y petrificado a
Atlas, sobrevuela Etiopía desde el aire ve a Andrómeda encadenada a una roca,
como víctima inocente de un monstruo marino; enamorado de ella, obtiene la
promesa de boda y enfrenta y vence al monstruo, episodio muy tratado en las
tragedias griegas y romanas, amén del arte figurativo; cómo llegó ante Medusa y
le cercenó la cabeza lo cuenta el héroe en el banquete de bodas que tendrá su
continuación en el libro siguiente.
LIBRO V: Las palabras
del recién casado se ven interrumpidas por la llegada de Fineo reclamando a su
prometida, lo que da lugar a un combate entre Perseo y Fineo asistidos por sus
respectivos partidarios, lucha descrita con aliento épico, pero con tintes de
humor que llegan a la parodia y a la burla, y termina cuando Perseo petrifica a
Fineo valiéndose de la cabeza de Medusa. Perseo abandona Etiopía con su esposa
y hace uso de la cabeza de la Górgona para castigar a Preto y a Polidectes. Puesto
que su hermano (al que había acompañado y protegido) ya no necesitaba ayuda.
Palas se dirige al Elicón para contemplar la fuente Hipocrene y escucha de boca
de una Musa el acoso a que las sometió Pireneo y cómo murió este. La presencia
de unas urracas da pie a las Musas a indicar que son las Piérides,
metamorfoseadas, jóvenes que las habían retado a una competición de canto; una
Piéride, innominada y cuya canción brevemente se resume, canta la Gigantomaquia
y el miedo que provocó. Tifoeo en los inmortales, obligados a refugiarse en
Egipto bajo la apariencia de distintos animales. Caliope, portavoz de las
Musas, inicia su canto con un himno a Ceres y, después de especificar que
Tifoeo fue sepultado bajo la isla de Sicilia entona un extenso relato que tiene
como hilo conductor el rapto de Prosérpina por obra de Plutón, en el que el
modelo principal es el Himno homérico a
Deméter , pero con la importante innovación de que, como en las Verrinas de Cicerón, el escenario es
Sicilia, lo que hace que sea Cíane y no el Sol la que descubre el rapto y, ante
su impotencia por no poder evitarlo, se deshaga en lágrimas y se convierte en
fuente; Ceres, entretanto, busca a su hija, padece cansancio y sed, convierte
en salamanquesa a un niño, el griego Ascálabo, por burlarse de su glotonería,
vuelve a Sicilia, donde Cíane, aunque ya sin voz, le da indicios del rapto, por
lo que la indignada Ceres priva de cosecha a las tierras, privación que lleva a
Aretusa a suplicar por la tierra que la ha acogido y revelar a la diosa que ha
visto a Prosérpina en el reino de Dite; Ceres se queja entonces a Júpiter,
quien pone como condición para que Prosérpina vuelva con su madre que no haya
tomado alimento alguno en los infiernos; pero si lo había hecho, como propala
Ascálafo, al que Ceres convierte en búho; se recuerda a continuación la
conversación de las Sirenas en aves y, por último, la decisión de Júpiter de
que Prosérpina comparta el año entre su madre y su marido. Es entonces cuando a
petición de Ceres, Aretusa cuenta cómo, acosada por el rio Alfeo, se convirtió
gracias a Diana en una corriente de agua dulce que llegó desde la Elide hasta
Siracusa. Tras esta narración, Ceres se dirige a Atenas donde da a Triptólemo
un carro y le adoctrina de cómo sembrar el trigo por todo el mundo, lo que el
joven hace, a pesar de la oposición del escita Linco, a quien se castiga
convirtiéndolo en lince. Tras el canto de Calíope, las ninfas que actúan de
jurado dan el triunfo a las Musas y a las Piérides, que no aceptan tal
veredicto, las transforman las Musas en urracas.
LIBRO VI: El tema de la
competición de las Musas y las Piérides, que no es sino el castigo de la
jactancia de unas mortales que se consideran superiores a las divinidades,
recuerda a Minerva su certamen, no de canto sino de habilidad en el bordado,
con la lidia Aracne y los sendos tapices que cada una elabora, de igual
perfección y belleza, igualdad que junto con las acusaciones a los dioses,
mueve a la diosa a destruir el tapiz de su rival, por lo que Aracne, al no
poder soportarlo, se ahorca pero es convertida en araña. El motivo de tal
castigo, la jactancia, y la patria de Aracne son la razón que permite a Ovidio
introducir la historia de Niobe, la
esposa de Anfíon el rey de Tebas, que se vanagloria de su poder y sobre todo
del número de sus hijos, por lo que se considera superior a Latona y desprecia
los honores que a la diosa se le rinden; tal soberbia lleva a Latona a impetrar
de sus hijos, Apolo y Diana, la muerte de los hijos de Niobe, quien, a
consecuencia del inmenso dolor, se convierte en una estatua de mármol de la que
manan lágrimas. Este castigo se pone en relación con el que sufrieron los
licios, convertidos en ramas por no permitir acercarse al agua a Latona y sus
hijos sedientos, castigo que a su vez hace recordar el que Apolo infringió al
sátiro Marsias, que se había atrevido a considerar los sones de su flauta más
perfectos que los de la lira de Apolo. Se cierran estos relatos de temas
concomitantes con el dolor que Tebas siente por Anfíon (que se había suicidado
a causa de la muerte de sus hijos), junto al odio hacia Niobe, a quien sólo
llora su hermano Pélope, del que se recuerda la razón de por qué tiene un
hombro de marfil. Todos los reinos y ciudades importantes acuden a Tebas con la
única excepción de Atenas, fórmula esta que, como en otras ocasiones, servirá
para incluir un relato, en este caso el de Procne y Filomela, el más extenso de
este libro, en el que se narra cómo el tracio Tereo, que había acudido a Atenas
ante su suegro Pandíon en calidad de mensajero de su esposa Procne para llevar
junto a ella a su hermana Filomela, se enamora locamente de su cuñada, la viola
durante el viaje, evita la delación cortándole la lengua y la encierra; pero
Filomena, buena bordadora (aunque quizá no tanto como Aracne), consigue hacer
llegar a su hermana una tela que refleja lo sucedido; Procne, aprovechando las
fiestas de Baco, libera a su hermana y, ya en el palacio, las dos conciben y
ponen en práctica su venganza: matan a Iris, el pequeño hijo de Procne y Tereo,
y se lo sirven como manjar a su padre quien, sabedor del hecho por su propia
esposa, persigue a las hermanas; el episodio, que tiene como modelos las
tragedias griegas y romanas sobre estos personajes y el banquete macabro
ofrecido por Atreo a Testes tan del gusto de los trágicos romanos, así como las
dudas de Medea antes de su venganza, tiene su culminación en la metamorfosis en
aves de sus protagonistas. El libro termina con el rapto de otra ateniense,
Ontia, por el tracio Bóreas; de esa unión nacerán Cálais y Zetes, que
participaran en la expedición de los Argonautas con la que se inicia el libro
siguiente.
LIBRO VII: Tras una brevísima
alusión al viaje de ida de la nave Argo, se entra de lleno en el amor de Medea
por Jasón, que conocemos gracias al monólogo de la propia heroína con sus dudas
y decisión última de ayudarle dándole un ungüento que lo haga invulnerable a
las tareas que se le imponen y adormeciendo el dragón que custodia el vellocino
de oro, con ecos evidentes de Apolonio de Rodas y de la Medea de Eurípides. Ya de vuelta a Tesalia, Medea, como en los Regresos, rejuvenece a Esón con sus
conocimientos de hechicería y practicas mágicas. Esta buena acción le dará el
renombre suficiente para engañar a las hijas de Pelias y hacerlas participar en
una ceremonia que, en lugar de rejuvenecer a su padre, le provoca la muerte.
Las dos huidas de Medea, la primera de Tesalia a Corinto y la segunda, una vez
consumada su venganza contra Jasón, de Corinto a Atenas, servirán para enumerar
tanto los lugares que recorre como mitos prácticamente desconocidos. También
huirá de Atenas después de intentar dar muerte a Teseo, héroe que acaba de ser
reconocido por su padre Egeo y cuyas gestas se cantan. La alegría del padre por
recuperar a Teseo se ve empañada por la guerra que contra los atenienses
prepara Minos a consecuencia del asesinato de su hijo Andrógeo, guerra para la
que el cretense solicita la ayuda del egineta Eaco, quien se la niega a causa
de buena amistad con Atenas y, en cambio, la ofrece de buen grado a Céfalo, que
acude a Egina a pedir fuerzas aliadas para Atenas. A ruegos de Céfalo, que se
sorprende de la nueva población, Eaco le relata, basándose Ovidio sobre todo en
Lucrecio y en las Geórgicas, la peste que asoló a Egina y cómo él obtuvo de su
padre Júpiter que la diezmada población se incrementara gracias a la conversión
de hormigas en hombres, los Mirmídones. Tras el descanso de la noche y cuando
ya se aprestaban a partir, la curiosidad que despierta en el eácida Foco la
jabalina de Céfalo insta a éste a recordar, reelaborando Ovidio el episodio de Ars, su matrimonio con Procris, la
felicidad que compartían, felicidad que tuvo su momento crítico cuando él fue
raptado por la Aurora y ésta le hizo creer en la infidelidad de Procris, la
reconciliación simboliza por el doble regalo de Procris de un perro y una
jabalina y cómo un malentendido la llevó a ella a creer en la existencia de una
rival y a él a atravesar con su lanza, siempre certera, el pecho de su amada al
confundirla con una fiera. Tras este relato y en compañía de sus aliados,
Céfalo regresa a Atenas.
LIBRO VIII: El regreso de Céfalo a
Atenas es simultáneo, y así se indica con el “entretanto” (otra de las fórmulas
para unir episodios), con el asedio de Mégara por Minos; enamorada de éste
Escila, tras varios soliloquios de conflicto en los que deja su impronta el de
Fedra del Hipólito de Eurípides,
decide ayudar al enemigo traicionando a su padre Niso, pero su acción no es
recompensada; adherida a la nave de Minos es perseguida por su padre,
convertido en águila marina, pero antes de ser alcanzada se transforma en el
pájaro ciris. Al llegar a Creta, Minos encierra al hijo que su esposa había
concebido del toro en el Laberinto y, de un modo muy rápido, pues ya había sido
tratado el asunto por Cat. 64 y el propio Ovidio en Her. X, se cuenta que pasto
del monstruo eran los rehenes atenienses hasta que Teseo lo mató con la ayuda
de Ariadna, a la que abandonó en Día pese a haberle jurado que se casaría con
ella. “Entretanto” Dédalo, que con su hijo Ícaro había sido encerrado en el
Laberinto de su propia construcción, decide huir fabricando unas alas;
adoctrina al joven, con consejos muy similares a los del Sol a Faetón, que
Ícaro tampoco sigue y muere, pasaje que es igualmente una reelaboración del de Ars. Testigo del entierro de Ícaro es la
perdiz, metamorfosis del sobrino asesinado por Dédalo, celoso de su habilidad.
Después de lo concerniente a Creta y a Atenas y consolidado el gran prestigio
de Teseo, Calidón pide su ayuda para abatir a un jabalí, enviado por Diana en
venganza por haber sido preterida en las ofrendas de Eneo, y que es una empresa
colectiva ya presente en la Ilíada y muy tratada por los trágicos griegos y
romanos; lo más significativo es que Ovidio sigue la versión de que en la
cacería participa Atalanta, de la que se enamora Meleagro, hijo de Eneo y
Altra, y a la que le entrega el premio de haber abatido a la fiera aunque ella
sólo la hubiera rozado; tal acción provoca el enfado de los Testíadas, tíos
maternos de Meleagro, de lo que deriva un enfrentamiento que acaba con la
muerte de estos a manos del joven y que motivará su propia muerte, pues su
madre Altea, cumpliendo más los deberes de hermana que los de madre, echa al
fuego el tizón a cuya existencia estaba ligada la vida de su hijo que, sin
saber la razón, muere, en tanto sus hermanas, profundamente desconsoladas, son
convertidas por la ya apaciguada Diana en pintadas. De vuelta de la cacería,
Teseo y sus compañeros se detienen en casa de Aqueloo, estancia que dará lugar
a una serie de relatos cuyo tema es el de la venganza de divinidades
despreciadas comenzando con la del propio Aqueloo contra las Equínades, de una
de las cuales, Perimele, se enamora y consigue que se transforme en isla; como
oposición a ese desprecio e incidiendo en el tema de la hospitalidad, se
incluye el precioso idilio de Filemón y Baucis, en el que se destaca la pietas in deos de estos ancianos, frente al resto de sus vecinos, hacia
Mercurio Júpiter, por lo que su casa se libra de una inundación y ellos
obtienen vivir juntos hasta su conversión en árboles y ser honrados como
dioses. Con este relato de factura calimaquea contrasta el de Erisicton, basado
también en el alejandrino (Himno de
Deméter), que cuenta cómo este despreciador de la encina en la que habita
una humadriade es castigado por Ceres a ser acosado por el Hambre, la segunda
alegoría descrita por Ovidio, que le lleva incluso a valerse de la capacidad de
transformación de su propia hija, pero que no es suficiente pues termina
autofagocitándose. Las palabras de Aqueloo de que él también puede cambiar de
aspecto y la constatación de que le falta un cuerno preparan el primer relato
del siguiente libro.
CACERÍA
DE CALIDÓN
“Un bosque abundante en maderos, que ninguna época
había talado, comienza desde una llanura y contempla labrantíos que van hacia
abajo; una vez que los héroes llegaron allí, unos tienden las redes, otros
quitan las cadenas a los perros, otros siguen las huellas marcadas de las patas
y desean encontrar su propio riesgo. Había un valle profundo, a donde
acostumbraban a despeñarse los riachuelos del agua de lluvia; las profundidades
de la laguna las ocupa el flexible sauce y ligeras ovas y los juncos de los
pantanos, los mimbres y cañas cortas bajo largas cañas. Desde aquí se lanza el
jabalí excitado con violencia en medio de los enemigos como los fuegos surgidos
de nubes que chocan. El bosque es abatido en su carrera y la golpeada arboleda
produce un fragor; gritan lo jóvenes y en su mano derecha sostienen inclinadas
hacia adelante las jabalinas que vibran por su abundante hierro. Él se
precipita y dispersa los perros, a medida que cada uno le corta el paso en su
furia, y con su golpe de través disemina a los que ladran.
En primer lugar la lanza disparada por el brazo de
Equíon fue inútil y produjo una pequeña herida en el tronco de un arce; la
siguiente, si no hubiera hecho uso de las fuerzas excesivas del que la envió,
parecía que iba a clavarse en el lomo buscado: va más lejos; el autor del
disparo el pagaseo Jasón. “¡Febo”, dice el Ampícida, “si te he rendido culto y
te lo rindo, concédeme alcanzar con un certero dardo lo que busco!”. En lo que
pudo, el dios accedió a su suplica: el jabalí fue golpeado por él, pero sin
herida; Diana había quitado el hierro a la volandera jabalina, llegó la madera
sin punta. Se excitó la cólera de la fiera y ardió no más suave que un rayo;
salen chispas de sus ojos, incluso la llama rebulle en su pecho, y , como vuela
una piedra agitada por un nervio tensado cuando se dirige a las murallas o a
las torres llenas de soldados, así se lanza el homicida jabalí contra los
jóvenes con certero ataque y abate a Hipalmon y a Pelagón, que protegían el
extremo derecho; sus compañeros recogieron a los que yacían en tierra; pero
Enésimo, hijo de Hipocoonte, no escapó a los golpes portadores de muerte:
mientras temblaba y se disponía a volver la espalda, con la corva atravesada le
abandonaron las fuerzas. Quizá también el Pilio hubiera perecido antes de la
época de Troya pero, tomando apoyo de una lanza clavada, saltó a las ramas de
un árbol que estaba cercano y, seguro, contempló al enemigo desde el lugar al
que había huido. Éste frotando furioso los colmillos en el tronco de la encina,
amenaza con la muerte y, confiado en sus renovadas armas, atravesó con su curvo
hocico el muslo del gran Eurítida. En cuanto a los dos hermanos gemelos,
todavía no celestiales luminarias, ambos destacados, ambos se desplazaban en
caballos más blancos que la nieve, ambos lanzaban con el tembloroso movimiento de
las hastas las jabalinas que vibraban a través de los aires; hubieran provocado
heridas si el provisto de cerdas no se hubiera metido entre las sombrías
espesuras, lugres no accesibles ni para las jabalinas ni para el caballo. Lo
persigue Telamón y, sin precaverse en su deseo de avanzar, cayó de bruces
retenido por la raíz de un árbol; mientras Peleo lo levanta, la Tegea colocó en
la cuerda una rápida flecha y, curvando el arco, la lanzó; clavada la caña bajo
la oreja de la fiera, rozó la parte de arriba de su cuerpo y con un poco de
sangre enrojeció las cerdas. Sin embargo, ella no estaba más alegre por el
éxito de su golpe que Meleagro; se cree que fue el primero en verlo y el
primero en mostrar la sangre que había visto a sus compañeros y en decir: “Tendrás
el honor merecido de tu valor”. Se ruborizaron los hombres y se alientan y se
animan con el griterío y arrojan sin orden los dardos; la confusión es
perjudicial para los lanzamientos y obstaculiza los golpes que persiguen. He
aquí que, enfurecido contra su destino, el Arcadio portador de un hacha de dos
filos dijo: “Aprended, jóvenes, qué mayor valor tienen las armas de un hombre
ante las femeninas y concededme a mí esta actuación. Aunque la misma Latonia lo
proteja con sus armas, mi diestra le dará muerte aun con Diana en contra”
Hinchado con grandilocuente boca pronunció tales palabras y, alzando con ambas
manos la segur de dos filos, se puso de puntillas apoyándose en la punta de sus
extremidades; apresa la fiera al atrevido y le clavó los dos colmillos en la
parte alta de las ingles, por donde está el camino más cercano a la muerte; cae
Anceo y sus vísceras, enmarañadas en mucha sangre, fluyen deslizándose y la
tierra se tiñó con su sangre. Iba en contra del enemigo el vástago de Ixíon,
Pirítoo, agitando un venablo en su fuerte diestra; a éste le dice el Egida:
“¡Deténte lejos, oh tú, parte de mi alma más querida para mí que yo! Es licito
para los valientes combatir de lejos; su temerario valor ha perjudicado a
Anceo.” Dijo y lanzó un pesado dardo de comejo con punta broncínea; al que
estaba bien equilibrado y que habría de obtener lo deseado, se le interpuso la
frondosa rama de un árbol cortado; también el Esónida lanzó una jabalina, que
el azar alejó de aquél para matar a un perro que no lo merecía y, atravesado
entre los ijares, a través de los ijares se clavó en la tierra.”
(“Metamorfosis”, Ovidio, Ediciones Cátedra (grupo Anaya, S.A. –
Madrid, 2004; págs.: 482-485. (V.V. 329-414)
LIBRO IX: A petición de Teseo,
el Aqueloo recuerda, aunque con dolor, que se enfrentó a Hércules por la mano
de Deyanira, una Meleágride que, como ya especificara Ovidio en el libro VIII,
no fue metamorfoseada; el resultado de tal enfrentamiento, parodia de los que
hay en la Eneida, fue que el rio perdiera su cuerno, desde entonces tenido como
la Cornucopia. Esa lucha lleva al poeta a tomar la palabra para relatar el
intento del centauro Neso de violar a Deyanira cuando se ofreció a
transportarla a la otra orilla del Eveno, por lo que Hércules lo atravesó con
una flecha, lo que será la causa remota de la muerte del héroe, pues,
transcurrido un tiempo, Deyanira, apenada porque Hércules se ha enamorado de
Iole, envía a su marido, como vestimenta adecuada para hacer un sacrificio en
el monte Eta, la túnica impregnada con la sangre de Neso mezclada con el veneno
de la Hidra de Lerna que ella, engañada por el centauro, creía un filtro
amoroso; tales vestiduras acarrean la muerte de Hércules, que por consenso de
los dioses alcanza la apoteosis. Por su parte Alcmena cuenta a Iole la
peripecia del nacimiento de su hijo Hércules, pese a la oposición de Juno y
gracias a la astucia de su sierva Galántide, más tarde metamorfoseada en
comadreja. Iole, a su vez, recuerda a su hermanastra Dríope, quien, al coger un
loto acuático, ella misma se convirtió en otra variedad de loto. La triste
conversación de las mujeres se ve interrumpida por la llegada de Iolao, que ha
sido rejuvenecido por Hebe, la esposa divina de Hércules, que tiene el poder de
rejuvenecer o de acelerar la madurez, como hará más tarde con los Alcmeónidas.
Tal situación lleva a los dioses a reclamar la juventud para sus protegidos,
pero Júpiter les recuerda que ni siquiera él puede rejuvenecer a Minos, lo que
es una forzada transición para hablar de Mileto quien, sin que Ovidio diga
claramente la razón, huye de Creta a Asia, fundada la ciudad de su nombre y es
padre de Biblis y Cauno, con lo que se inicia la serie de amores fuera de la
norma que terminará en el libro X con Mirra. En efecto, Biblis se enamora de su
hermano, al que envía una “heroida”, si bien más breve que las de la colección
ovidiana, rechazada por Cauno, que huye, la joven vaga errante hasta que se
desintegra en agua. Este suceso, pese a lo muy conocido, no interesa en Creta,
maravillada por otro hecho: Ligdo había ordenado a su esposa Telenusa que si el
hijo que esperaba era una niña la matara; pero Telenusa, siguiendo las órdenes
de Isis, hace creer a todos que Ifis es un varón hasta que le llega la edad
casadera y se compromete con la joven Iante, conflicto que soluciona la diosa
cambiando el sexo de Ifis, con lo que alegremente se celebra la boda.
LIBRO X: Himeneo, que se
traslada de la boda de Ifis a la de Orfeo y Euridice, tiene un comportamiento
muy diferente en ambos esponsales, pues sabe que la recién casada morirá
pronto; Orfeo baja a los Infiernos y con su discurso y su canto obtiene que su
esposa vuelva con él, pero no cumple la condición impuesta y Eurídice muere
definitivamente, relato paralelo al de Geórgicas.
Orfeo, al que no se le permite volver a descender, rechaza el amor femenino y
canta ante un auditorio pleno de árboles, entre ellos Cipariso, quien, transido
de dolor por haber matado a un ciervo de su predilección, decide morir y se
transforma en el ciprés. El canto de Orfeo trata en principio de los jóvenes
amados por dioses, citando brevemente a Ganimedes y deteniéndose más en
Jacinto, el amado de Febo: mientras jugaban, el disco lanzado por Apolo rebota
en la tierra y hiere mortalmente al joven sin que el dios pueda hacer otra cosa
que convertirlo en flor de su nombre. El orgullo que siente Esparte por ser la
patria de Jacinto es diametralmente opuesto a la vergüenza de la chipriota
Amatunte por serlo de los Cerastas y las Propétides, cuya metamorfosis es un
castigo de Venus, lo que va a permitir una transición en el canto de Orfeo a
relatos localizados en Chipre y que tienen como personaje más importante del
libro X a Venus, que hasta entonces no ha tenido un papel de gran relevancia en
la epopeya. En Chipre se ubica el episodio de Pigmalión, el escultor que,
enamorado de su propia estatua, es oído por Venus y puede unirse a su obra ya
convertida en mujer, unión de la que nace Pafos. Cíniras, hijo de éste, sin
saberlo y gracias a los oficios de la nodriza, se convierte en amante de su
propia hija Mirra, personaje que había sido muy tratado en la poesía
alejandrina y neotérica; cuando Cíniras conoce la identidad de la amante,
quiere matarla y Mirra huye hasta Saba, donde se convierte en el árbol de su
nombre; fruto del incesto es Adonis, que, una vez terminada su gestación dentro
del árbol, sale de él y crece con una belleza tal que despierta el amor de
Venus, un amor protector que la lleva a aconsejar al joven, gran aficionado a
la caza, que evita las fieras salvajes y sobre todo los leones, odiosos para
ella. Al preguntarle Adonis el motivo, ella le relata la historia de Atalanta e
Hipómenes, a saber que Atalanta había prometido que solo se casaría con quien
la venciese en la carrera, cosa que logró Hipómenes gracias a las manzanas que
le diera Venus, quien, quejosa por la falta de agradecimiento de la pareja, les
hizo profanar con el acto sexual el santuario de Cibeles, la cual los convirtió
en los leones que tiran de su carro. Pese a tales advertencias, un jabalí mata
a Adonis, al que Venus transforma en anémona, relato con el que finaliza el
canto de Orfeo, quien, no obstante, seguirá siendo el protagonista de los
primeros episodios del libro siguiente.
LIBRO XI: Como epilogo del
anterior, se inicia este libro con la muerte de Orfeo, al que despedazan las
Ménades tracias, despechadas por el desprecio del vate el sexo femenino; su
sombra baja a los Infiernos y se reúne con Eurídice, en tanto que las tracias,
como castigo, son metamorfoseadas por Baco que, además, abandona el país y se
dirige con su cortejo a Lidia. Su ayo Sileno es apresado y llevado ante Midas,
quien, seguidor de Baco, se lo devuelve al dios, por lo que obtiene el don de
convertir en oro todo lo que toque, don que en nada le resulta provechoso y del
que logra liberarse; su pésimo gusto artístico le hace considerar la flauta de
Pan superior a la lira de Apolo, por lo que el dios le adorna con unas orejas
de asno, también Apolo cambia de escenario tras el castigo; llega a Troya,
donde con Neptuno ayuda a Laomedonte a levantar las murallas y, al no recibir
el estipendio prometido, los dioses castigan al rey y le obligan a exponer a un
monstruo a su hija Hesíone, liberada por Hércules, quien, al no recibir tampoco
lo prometido, ataca la ciudad, castiga a Laomedonte y da a Hesíone en
matrimonio a Telamón, cuyo hermano Peleo es ya el marido de Tetis, de la que se
había apoderado siguiendo las indicaciones de Proteo y con la que había tenido
a Aquiles. A Peleo, desterrado por haber matado a Foco, lo acoge en Traquis
Céix, acogida que es creación de Ovidio y que sirve de soporte al relato de
cómo Quíone se atreve a anteponerse a Diana y ésta la mata, muerte que ocasiona
tal dolor en su padre Dedalión (cuyo parentesco con Céix es también invención
del poeta) que se convierte en gavilán. Ante Peleo llega el pastor, parodia de
un mensajero de tragedia, comunicando que el rebaño de Peleo ha sido atacado
por un lobo, que será metamorfoseado en mármol. Céix, intranquilo por las
desgracias que sobre su país se abaten, decide ir a consultar el oráculo de
Apolo Clario a pesar de los temores de su esposa, en los que se pone de
manifiesto el amor conyugal que ya se ha ensalzado en Deucalión y Pirra, Cadmo
y Harmonía, Céfalo y Procris y Filemón y Baucis. Céix se va solo y perece en
una tempestad, mientras Alcíone prepara todo para recibirlo y suplica
continuamente a Juno, quien, no pudiendo soportarlo, ruega al Sueño, cuyo
palacio y alegoría describe Ovidio, que haga sabedora a Alcíone de la muerte de
Céix, encargo que cumple Morfeo apareciéndose en sueños ante la esposa con la
figura y voz de Céix y comunicándole el naufragio, razón por la que Alcíone se
dirige a la playa donde está el cadáver de Céix, que junto con su desconsolada
esposa, son metamorfoseados en alciones, concluyendo así el relato más largo de
las Metamorfosis. Termina el libro
con las palabras de un anciano sobre la metamorfosis en somormujo de Ésaco,
lleno de dolor por la muerte de Hesperie, que, como Eurídice, había muerto a
consecuencia de la mordedura de un ofidio. Esta referencia al hermanastro de
Héctor es el prólogo del bloque sobre Troya que, ya adelantado con Laomedonte,
se desarrollará a partir del libro siguiente.
LIBRO XII: La ausencia de Paris
de los funerales de Ésaco permite narrar los preparativos de la guerra de Troya
y la detención de las naves griegas en Aulide con el prodigio de las
serpientes, que ya aparece en la Ilíada,
y el sacrificio de Ifigenia. Estos preparativos los difunde la Fama, última de
las alegorías descritas por Ovidio. Tras una breve alusión a las primeras
escaramuzas, se describe, en lo que se ha considerado una crítica antihomérica,
el duelo entre Aquiles y Cicno, el invulnerable hijo de Neptuno que hace dudar
a Aquiles de sus fuerzas hasta que lo estrangula y ve el cisne en que se
convierte. La tregua que sigue la duelo se llena de conversaciones sobre Cicno,
lo que induce a Néstor a relatar la historia del tesalio Ceneo, que, siendo
antes la joven Cénide, había sufrido la violencia de Neptuno y como
compensación obtuvo convertirse en varón. La condición de Lápita de Ceneo
ocasiona el relato, en boca de Néstor, de los Lápitas y Centauros, el más
extenso que conocemos sobre esta lucha con un catálogo de contendientes muy
similar al de los compañeros de Fineo del libro V y cuyo carácter desagradable
se ve interrumpido por el amor entre los Centauros Cílaro e Hilónome, que
mueren uno en brazos del otro. También se recuerdan los últimos momentos de
Ceneo, transformado en un ave desconocida. La ultima historia del anciano,
forzada por la queja de Tlepólemo de que no ha mencionado a su padre Hércules,
trata de cómo el Tirintio atacó Pilos y mató a todos los hermanos de Néstor,
mereciendo especial atención la muerte de Periclímeno, también capaz de
metamorfosearse por ser descendiente de Neptuno. Tras estos recuerdos la acción
vuelve a situarse en Troya con la muerte de Aquiles a manos de Paris, acción
propiciada por Apolo que así atiende los ruegos de Neptuno, dolido por la
muerte de Cicno.
LIBRO XIII: Comienza con el Juicio
de las armas de Aquiles, por las que rivalizan Áyax y Ulises, disputa que ya
está en la Odisea y que fue tema de
tragedias griegas y romanas, así como de tratamientos retóricos. Ovidio además
refleja un proceso romano y organiza los dos discursos, el más tosco de Áyax y
el más profesional de Ulises, de acuerdo con las normas de la retórica; el
triunfo de Ulises lleva a Áyax al suicidio y de su sangre surge la misma flor a
que dio nombre Jacinto. Las troyanas, vencidas y esclavas de los griegos,
parten para el destierro y sufren una serie de avatares, ya tratados en la Iliupersis y en las tragedias de
Eurípides con sus reelaboraciones romanas, cuyo hilo conductor son los
sufrimientos de Hécuba. Así, tras advertirnos de que le pequeño Polidoro ha
sido asesinado por su “protector” el
tracio Poliméstor, se relata la muerte de Políxena, sacrificio que presencia
Hécuba en una clara variante ovidiana; después de realizar las exequias de su
hija y con el falso consuelo de que Polidoro está a salvo, la reina ve el
cadáver del pequeño, por lo que decide vengarse de Poliméstor y escapa de la
persecución de los tracios convertida en perra. Las desgracias de las troyanas
no conmueven a la Aurora, pues llora la muerte de su hijo Memnón a manos de
Aquiles; pide a Júpiter un honor para su hijo, honor que consistirá en que de
la pira surjan las aves Memnónides. Con ello acaba la “Ilíada”, pues a
continuación el interés se centra en Eneas y, por tanto, comienza la “Eneida” que
continuará hasta bien avanzado el libro XIV. Después de una rápida mención a su
salida de Troya, Eneas se detiene en casa del Anio, quien informa a Anquises de
la suerte de su hijo y sus cuatro hijas que escapan de la persecución de
Agamenón convertidas en palomas por Baco. En el cratero que, como despedida,
Anio regala a Eneas están representadas las hijas de Oríon. Tras superar
diferentes etapas, avistan Escila, la otrora bella joven (idea original de
Ovidio) a la que Galatea contaba cómo la pretendía Polifemo, aunque ella amaba
y era amada por Acris, amor que también es invención de Ovidio y que da lugar
al primero de los tres triángulos insertos en la “Eneida” ovidiana; la tierna
canción de amor de Polifemo, parodia
burlesca de Teócrito, contrasta con la furia de que hace gala contra Acis, que,
sepultado bajo rocas, se convierte en el rio de su nombre. Ante Escila se
presenta Glauco recientemente convertido en dios marino, según informa a la
joven para enamorarla; la indiferencia de Escila decide a Glauco a acudir a
Circe, a la que encuentra en el libro siguiente.
ESCILA
“Se dirigen a los cercanos campos de los feaces,
cubiertos de fértiles frutales; alcanzan éstos el Epiro y Butroto, la Troya
gobernada y reproducida por el adivino frigio. Después, sabedores del futuro,
que en su totalidad les había vaticinado el Priámida Heleno con segura
profecía, entran en Sicania. Ésta se extiende hacia el mar con tres alas, de
las cuales el Paquino está vuelto en dirección a los austros portadores de
lluvia, expuesto a los suaves zéfiros el Lilibeo, el Peloro dirige su mirada hacia
las Osas privadas del agua del mar y hacia el bóreas. Por éste entran los
teucros y, con los remos y un oleaje favorable, de noche la escuadra se adueña
de la arena de Zancle. Escila hostiga el lado derecho, el izquierdo la nunca
tranquila Caribdis; ésta devora y regurgita las barcas que ha engullido,
aquélla está ceñida en su negro vientre de feroces perros y tiene rostro de
doncellay, si no son inventadas todas las cosas que han transmitido los poetas,
en algún otro tiempo también fue doncella. La solicitaron muchos pretendientes;
ella, rechazándolos, iba junto a las ninfas del mar siendo muy grata para las
ninfas del mar y les contaba los amores burlados de los jóvenes. A ella
Galatea, mientras le deja sus cabellos para que los peine, le habla entre
suspiros con tales palabras:
“Sin embargo a ti, doncella, te solicita una clase
de hombres no ruda, y puedes negarte a éstos impunemente, como haces. Pero a
mí, que tengo por padre a Nereo, que me dio a luz la azulada Doris, que también
estoy protegida por una multitud de hermanas, no me fue permitido esquivar el
amor del Cíclope a no ser mediante llanto”, y las lágrimas fueron un
impedimento para la voz de la que hablaba. Cuando la doncella, dijo: “Cuéntame,
queridísima mía, y no ocultes el motivo de tu dolor (soy de total confianza)”
La nereida a su vez contestó a la hija de Crateide:
ACIS, GALATEA Y POLIFEMO
“Acis era hijo de Fauno y de una ninfa hija del
Simeto, ciertamente gran placer de su padre y de madre, pero mayor todavía mío;
pues a mí se había unido únicamente. Hermoso, y tras haber cumplido por segunda
vez su octavo cumpleaños, distinguía sus tiernas mejillas con un bozo apenas
visible; yo requebraba a éste, a mí el Cíclope sin límite alguno. Y, si
preguntas si era más firme en ni el odio al Cíclope o el amor a Acis, no te lo
puedo decir: el uno era igual al otro. ¡Ay, grande es el poder de tu reino,
Venus protectora! En efecto, aquél, cruel y horrible para los mismos bosques y
no visto por extranjero alguno sin castigo y despreciador del gran Olimpo y de
los dioses, conoció qué es el amor y, preso por su deseo hacia mí, se abrasa
olvidándose de sus animales y de sus cuevas. Y ya te preocupas, Polifemo, de tu
figura, ya de agradar, ya peinas con rastrillos tus tiesos cabellos, ya te
agrada recortar con la hoz tu erizada barba y contemplar en el agua tu fiero
rostro y arreglarlo; y el deseo de matanza y la fiereza y la inmensa sed de
sangre cesan, y llegan y se van seguras las barcas. Entretanto Télemo, que
había llegado hasta el siciliano Etna, Télemo el Eurímida, al que ninguna ave
había engañado, se presentó ante el terrible Polifemo y le dijo: “El único ojo
que tienes en medio de tu frente te lo arrebatará Ulises.” Se echó a reír y le
replicó: “Oh tú, el más tonto de los adivinos, te engañas, ya me lo ha
arrebatado otra.” De este modo desprecia al que en vano le anuncia cosas
verdaderas y o bien caminando a grandes pasos abruma con su peso la playa, o
bien agotado vuelve a sus oscuras cuevas.
Se alza sobre el mar con su larga punta una colina
en forma de cuña y el agua del mar fluye en tomo a sus dos laderas. Aquí sube
el feroz Cíclope y se sienta en el medio, caminaban detrás los lanudos rebaños
sin que nadie los guiara. Después de que puso ante sus pies el pino que le
servía de cayado, apropiado para soportar antenas, y cogió la flauta compuesta
de cien cañas, todos los montes sintieron las olas. Yo, escondiéndome en una
roca y sentándome en el regazo de mi Acis, con mis oídos recogí de lejos tales
palabras y escribí las frases oídas:
“Oh Galatea, mas blanca que las hojas de la nívea
aleña, más brillante que el cristal, mas juguetona que un tierno cabritillo,
mas pulida que las conchas desgastadas continuamente por el mar, más agradable
que los soles del invierno, que la sombra del verano, más noble que las
manzanas, más visible que el elevado plátano, mas resplandeciente que el hielo,
más dulce que la uva madura y más suave que las plumas del cisne y que la leche
prensada y, si no me esquivaras, más hermosa que un huerto regado; la misma
Galatea más cruel que los indómitos novillos, más dura que la añosa encina, mas
engañosa que las olas, mas escurridiza que las ramas del sauce y más tenaz que
las blancas vides, mas inmóvil que estos escollos, más violenta que la
corriente, mas orgullosa que el alabado pavo real, más cruel que le fuego, más
áspera que los abrojos, más terrible que una osa preñada, mas sorda que los
mares, más dañina que una serpiente pisada y lo que sobre todo querría poder
quitarte, no solo mas esquiva que un ciervo acosado por sonoros ladridos, sino
también que los vientos y la alada brisa (pero, si me conocieras bien, te
arrepentirás de haber huido y tú misma condenarías tu demora y te esforzarías
por retenerme). Tengo unas cuevas, parte de un monte, que cuelga en la roca
viva, en las que no se siente el sol en medio del verano ni se siente el
invierno; tengo frutales que cargan sus ramas; tengo uvas semejantes al oro en
extensas viñas, las tengo también color purpura: para ti cuido estas y también
aquellas. Tú misma con tus propias manos recogerás blandas fresas nacidas bajo
la boscosa sombra, tu misma las silvestres cerezas del otoño y ciruelas, no
solo las que son moradas por su oscuro jugo, sino también las de buena raza y
que imitan la cera nueva; y no te faltarán siendo mi esposa las castañas, ni te
faltaran los frutos del madroño: todos los arboles estarán a tu servicio. Todo
ese ganado es mío; también muchas ovejas vagan errantes por los valles, a
muchas la oculta el bosque, muchas están en las cuevas en sus establos y, si
por casualidad me lo preguntaras, no te podría decir cuántas son. ¡Cosa de
pobres es contar el ganado! No me des ningún crédito en lo que a las alabanzas
de éstas se refiere: tú misma en persona puedes ver de qué modo apenas pueden
rodear con sus patas su cargada ubre. Hay, camada menor, corderos en tibios
rediles, hay también, de igual edad, cabritillos en otros rediles. Siempre hay
a mi disposición nívea leche: parte de esta se reserva para ser bebida, el
líquido cuajo endurece otra parte. Y no te tocarán sólo fáciles placeres y
dones corrientes, gamos y liebres y un macho cabrío y un par de palomas y un
nido arrancado de la copa de un árbol; he encontrado en los altos montes dos
cachorros gemelos de una peluda osa, que podrían jugar contigo, tan semejantes
entre sí que apenas podrías distinguirlos; los he encontrado y he dicho:
“Guardaré éstos para mi dueña.” ¡Ya ahora mismo saca del azulado piélago tu
blanca cabeza, ven ya, Galatea, y no desprecies mis regalos! Ciertamente yo me
conozco y me he visto hace poco reflejado en las cristalinas aguas y, al verme,
me ha agradado mi figura. Contempla qué grande soy, no es mayor que este cuerpo
Júpiter en el cielo (en efecto vosotros soléis decir que reina un no sé qué
Júpiter), una abundante cabellera cae sobre mi feroz rostro y sombrea mis
hombros como un bosque, y no juzgues feo el que mi cuerpo esté muy
abundantemente erizado de duras cerdas; feo es un árbol sin hojas, feo un
caballo si no cubren su rojizo cuello las crines; la pluma protege a las aves,
a las ovejas las embellece su lana; la barba y las híspidas cerdas hermosean el
cuerpo de los hombres. Yo tengo un solo ojo en medio de mi frente, pero al modo
de un gran escudo. ¿Y qué? ¿No ve es gran sol desde el cielo todas estas cosas?
Sin embargo, el Sol es un disco único. Añade que mi padre reina en vuestro mar,
te doy a éste como suegro. ¡Tan sólo compadécete de mí y escucha los ruegos del
que te suplica! A ti sola he sucumbido y yo, que desprecio a Júpiter y al cielo
y el rayo penetrante, a ti, nereida, te rindo culto: tu cólera es más violenta
que el rayo. Y yo soportaría mejor este desprecio si esquivaras a todos; ¿pero
por qué, rechazando al Cíclope, amas a Acis y prefieres a Acis a mis abrazos?
Sin embargo, que se le permita a él agradarse a sí mismo y que, cosa que no
querría, te agrade a ti, Galatea; con tal de que se me dé la oportunidad, se
dará cuenta de que yo tengo fuerzas proporcionadas a tan gran cuerpo. Le
arrancaré vivas las entrañas y esparciré sus miembros despedazados por los
campos y por tus aguas (¡que así se una a ti!. Pues me abraso, y el fuego
avivado hierve más violentamente y me parece llevar en mi pecho el Etna, que a
él se ha trasladado con todas sus fuerzas: ¡Y tú, Galatea, no te conmueves!”.
ACIS
Habiendo enviado tales quejas en vano (pues yo veía
todas las cosas), se levanta y, del mismo modo que un toro enfurecido porque se
le ha arrebatado su vaca, no puede permanecer quieto y vaga por el bosque y los
conocidos collados; cuando el salvaje nos ve a mí y a Acis, que nada sabemos y
no tenemos nada semejante grita: “Os veo y haré que esta sea la última unión de
vuestro amor.” Y fue tan grande aquella voz cuanto la debe tener el Cíclope
encolerizado: el Etna se estremeció con el grito. Yo por mi parte, muerta de
miedo, me sumerjo en el mar cercano; el héroe de Simeto había vuelto su espalda
para huir y había dicho: “Ayúdame, Galatea, te lo suplico; ayúdame, padres, y
acoged en vuestro reino al que está a punto de perecer”; le persigue el Cíclope
y le lanza una parte que ha arrancado del monte y, aunque llega hasta él la
punta de la roca, sin embargo, sepulta a Acis en su totalidad; yo a mi vez,
única cosa que me estaba permitida hacer por el destino, conseguí que Acis
asumiera las fuerzas de sus antepasados. Manaba sangre color de purpura de la
mole, y al poco tiempo comenzó a desvanecerse el rojo y adopta el color de un
rio turbio por las primeras lluvias y se limpia con el paso del tiempo; a
continuación se abre la mole tocada y por las hendiduras surgen vivas y largas
cañas y la cóncava boca del peñasco resuena con las olas que saltan, y, cosa
admirable, de repente hasta la cintura sobresale un joven ceñido de cañas
entrelazadas a sus recientes cuernos, el cual, si no fuera porque en más
grande, porque era azulado en todo su rostro, sería Acis. Pero así también, con
todo era Acis convertido en rio y la corriente conservó el antiguo nombre.”
(págs.: 694-701) (V.V. 720-899)
LIBRO XIV: Se abre con un nuevo
triángulo amoroso ya que Circe, en lugar de ayudar a Glauco, pretende el amor
del dios marino y, desdeñada, convierte a Escila en el monstruo que evitarán
los Enéadas. Vuelve así la narración a la “Eneida”, con un breve resumen de los
cinco primeros libros de la epopeya virgiliana y una mención a los Cercopes,
habitantes de las islas Pitecusas, convertidos en monos por Júpiter. Mayor
longitud concede Ovidio al descenso de Eneas al Orco en busca de la rama dorada
guiado por la Sibila. A su vuelta oye la narración de Aqueménides, personaje ya
creado por Virgilio pero que Ovidio utiliza para relatar, haciéndose eco de la Odisea, la estancia de Ulises en Sicilia
y su encuentro con Polifemo. A imitación de Virgilio, Ovidio crea un personaje,
Macareo, que será el narrador, reelaborando también la Odisea, de la conversión que Circe ocasionó a los compañeros de
Ulises, quien obliga a la hechicera a devolverles su antigua forma; es también
Macareo el que narra el tercer triángulo amoroso, a saber que Circe, deseosa
del amor de Pico, fiel a su esposa Canente, transforma al rey en un pájaro
carpintero, y que Canente se desvanece a causa de la nostalgia de su marido.
Tras el relato de Macareo, la acción se centra en la lucha en territorio
itálico entre Eneas y Tumo y la ayuda que éste solicita a Diomedes, quien, recordando
las desgracias de sus compañeros, no quiere que sus súbditos corran peligro; el
portador de la negativa es Vénulo, quien en su camino de vuelta conoce la razón
por la que un pastor se convirtió en el acebuche. Tumo quema las naves de
Eneas, que se convierten en ninfas marinas. La muerte de Tumo lleva aparejada
la conversión de su ciudad, Ardea, en garza. Asistimos igualmente a la
apoteosis de Eneas, que Venus impetra de Júpiter, con lo que finaliza la
“Eneida” ovidiana y se da paso a las leyendas propiamente itálicas. Después de
una rápida enumeración de los Reyes Latinos, el relato se detiene en dos
divinidades romanas, Promona y Vertumno, ella diosa de los frutales y él dotado
del poder de transformación del que se vale para acercarse a Promona y convencerla,
mediante el ejemplo de Ifis y Anaxárete, de que se una a él. La lista de los
reyes llega hasta Rómulo, el rapto de las Sabinas y el poder compartido con
Tacio, a la muerte del cual Rómulo en solitario es el mejor de los gobernantes,
por lo que se le premia con la apoteosis en el dios Quirino. Su esposa Hersilia
es informada por Iris de la divinización de Rómulo y acude junto a su marido
transformada en diosa Hora.
LIBRO XV: Sucesor de Rómulo es
Numa, a quien sus ansias de saber llevan a Crotona, fundada por Miscelo de
acuerdo con las órdenes de Hércules. En Crotona conoce Numa la doctrina de
Pitágoras, cuyo largo discurso trata de las enseñanzas del filósofo, aunque no
de las fundamentales, pero sobre todo del tema del cambio de forma, tema en el
que tiene cabida la profecía de la grandeza de Roma. Una vez adoctrinado, Numa
vuelve a su patria, acepta el reino y comparte su vida con Egeria. Ésta,
incapaz de soportar el dolor que la muerte de su marido le produce, vaga por
los bosques de Aricia, donde encuentra a Hipólito, ya Virbio, quien le cuenta
su muerte arrastrado por los caballos, maldición de su padre Teseo que había
dado crédito a las palabras de Fedra, y cómo Diana lo convirtió en Virbio, relato
que sin embargo no consuela a Egeria, quien se deshace en lágrimas hasta que
Diana la transforma en fuente. El prodigio de ésta metamorfosis es similar al
asombro que produjo la aparición de Tages de la tierra abierta o el que
despertó en Cipo la aparición de unos cuernos en su frente, fórmula, la del
asombro, de la que se sirve Ovidio para contarnos cómo este pretor Cipo rechazó
ser nombrado rey. A continuación el poeta invoca a las Musas para que le
inspiren en su relato de la llegada de Esculapio a la Isla Tiberina y qué
motivos aconsejaron su traslado desde Epidauro. Un forzado contraste entre la
divinidad de Esculapio y la de César lleva a relatarnos la apoteosis y
catasterismo de éste, cuyo mayor mérito no son sus gestas sino el ser padre de
Augusto del que se predice que también alcanzará la divinidad a su muerte.
Pero, como muy bien indica el epílogo, el único que de verdad alcanzará la
inmortalidad será el propio Ovidio, que acaba su obra con un triunfante viviré.
El qué, por tanto, son las “figuras transformadas” que, como se puede
deducir por la invocación a los dioses, pertenecen al mundo de la mitología, lo
que ha permitido al poeta incluir episodios en los que no hay cambio de forma.
Efectivamente, de los casi 250 mitos y leyendas que trata, “sólo” 175
aproximadamente presentan metamorfosis.
RICARDO III
Esta obra está basada en la disputa que sostuvieron
la familia Lancaster que escogió por emblema la Rosa Encarnada, y la familia de
York, que tomó por emblema la Rosa Blanca. La victoria correspondió al final a
la familia de York, cuyo trono estuvo detentado por Ricardo, duque de
Gloucester, que en adelante quedó para la posteridad, gracias, sobre todo, a
William Shakespeare, como el tipo de la deformidad física y moral.
“GLOSTER.- Ya el invierno de nuestra desventura se
ha transformado en un glorioso estío por este sol de York, y todas las nubes
que pesaban sobre nuestra casa yacen sepultadas en las hondas entrañas del
Océano. Ahora están ceñidas nuestras frentes con las guirnaldas de la victoria;
nuestras abolladas armas penden de los monumentos: nuestros rudos alertas se
han trocado en alegres reuniones; nuestras temibles marchas en regocijados
bailes. El duro rostro del guerrero lleva pulidas las arrugas de su frente; y
ahora, en vez de mostrar los caparazonados corceles, para espantar el ánimo de
los feroces enemigos, hace ágiles cabriolas en las habitaciones de las damas,
entregándose al deleite de un lascivo laúd. Pero yo, que no he sido formado
para estos traviesos deportes ni para cortejar a un amoroso espejo…; yo,
groseramente construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearse ante una
ninfa de libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción,
desprovisto de todo encanto por la pérfida Naturaleza; deforme, sin acabar, enviando
antes de tiempo a este latente mundo; terminando a medidas, y eso tan
imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos
me paro… ¡Vaya, yo, en estos tiempos afeminados de paz muelle, no hallo delicia
en que pasar el tiempo, a no ser espiar mi sombra al sol, y hago glosas sobre
mi propia deformidad! Y así ya que no pueda mostrarme como un amante, para
entretener estos bellos días de galantería, he determinado portarme como un
villano y odiar los frívolos placeres de estos tiempos. He urdido complots,
inducciones peligrosas, válido de absurdas profecías, libelos y sueños, para
crear un odio mortal entre mi hermano Clarence y el monarca. Y si el rey
Eduardo es tan leal y justo como yo sutil, falso y traicionero, Clarence deberá
ser hoy estrechamente aprisionado, a causa de una profecía que dice que J. será
el asesino de los hijos de Eduardo. ¡Descended, pensamientos, al fondo de mi
alma! ¡Aquí viene Clarence!”
(“Ricardo III”, en Obras Completas de
William Shakespeare. Aguilar, S.A – 1951; págs. 740-741)
El Jorobado se apodera del trono desembarazándose
de sus principales adeptos y, gracias a una muchedumbre sobornada, se mantiene
en él. “Ricardo III” no se publicó
en vida del autor, sino en ediciones clandestinas, que corrieron sin su
autorización. Shakespeare tomó el argumento de “Ricardo III” de una obra de Sir Thomas Moro, conocido por ser
autor de “La utopía”. La obra aludida se titula “La historia del rey Ricardo”,
escrita en 1513, por lo que de la referida obra se deduce, es, pues, seguro que
Shakespeare consultará además las “Crónicas” de Hall y de Holinshed, que ya le
habían servido para otras tragedias. Ello es indudable, pues existen pasajes
casi copiados al pie de la letra y puestos en verso libre. En el centro del
drama se halla el personaje del usurpador Ricardo, duque de Gloucester,
apareció ya en Enrique IV, parte tercera. Ricardo, escondiendo bajo benignas
apariencias sus diabólicos planes, hace que su hermano, Jorge, duque de
Clarence, y lo ponga en prisión. Luego lo hace matar por sus sicarios y
arrojarlo a una cuba de malvasía. Corteja a Ana, viuda de Eduardo, principie de
Gales, en tanto ella sigue al féretro de su difunto marido, episodio que hace
pensar en la famosa situación de la matrona de Efeso en el “Satiricón” de
Petronio, porque Ana, después de haber insultado a Ricardo, cede a sus
pretensiones de amor.
“GLOSTER.- ¡Deteneos los que lleváis el cadáver, y
dejadlo en la tierra! …
ANA.- ¿Qué negro nigromante ha evocado a este
demonio para impedir las obras piadosas de caridad?
GLOSTER.- ¡Villanos, a tierra el cadáver, o, por
San Pablo, que haré otro tal del que desobedezca!
CABALLERO 10 - ¡Milord,
apartaos y dejad pasar el féretro!
GLOSTER.- ¡Perro descortés, detente cuando yo lo
mande! ¡Quita tu alabarda de encima de mi pecho, o, por San Pablo, caerás a mis
pies y te pisotearé por tu atrevimiento, mendigo! (Los conductores colocan el
féretro en la tierra.)
ANA.- ¡Cómo! ¡Tembláis! ¿Tenéis todos miedo? ¡Ay!
¡No os culpo, pues sois mortales y los ojos mortales no pueden resistir la
mirada del demonio! ¡Atrás, repugnante ministro del infierno! Tú no tenías
poder sino sobre su cuerpo mortal, no sobre su alma! ¡Aléjate, por tanto!
GLOSTER.- ¡Dulce santa, por caridad, no estéis tan
malhumorada!
ANA.- ¡Horrible demonio, en nombre de Dios, vete y
no nos conturbes jamás! ¡Porque has hecho tu infierno de esta dichosa tierra,
llenándola de imprecaciones y gritos de maldición! ¡Si gozas al contemplar tus
viles acciones, ve aquí el modelo de tus carnicerías! ¡Las heridas de Enrique
muerto abren sus bocas congeladas y sangran otra vez! ¡Avergüénzate,
avergüénzate, montón de deformidades! ¡Porque es tu presencia la que hace
exhalar la sangre de esas venas vacías y heladas, donde ni sangre queda ya! ¡Tú
acción inhumana y contra Natura provoca este diluvio contranatural! ¡Oh Dios,
que has formado esta sangre, venga su muerte! ¡Oh tierra, que has bebido esta
sangre, venga su muerte! ¡Cielos, destruid con centellas al criminal; o bien,
tierra, abre tu boca profunda y trágale vivo, como devoras la sangre de este
buen rey, a quien asesinó su brazo, guiado por el infierno!
GLOSTER.- Señora, ignoráis las reglas de caridad,
que exigen devolver bien por mal y bendecir a los que nos maldicen.
ANA.- ¡Villano, tú no conoces leyes divinas ni
humanas, porque no existe bestia tan feroz que no sienta alguna piedad!
GLOSTER.- Yo no siento
ninguna; luego no soy tal bestia.
ANA.- ¡Oh asombro! ¡El
diablo diciendo la verdad!
GLOSTER.- ¡Todavía es más asombroso ver ángeles tan
coléricos! Permitid, divina perfección de mujer, que me justifique en esta
ocasión de tantos supuestos crímenes.
ANA.- ¡Permite, monstruo infecto de hombre, que te
maldiga en esta ocasión por tantos crímenes comprobados!
GLOSTER.-
¡Mujer bellísima, cuya hermosura no es posible expresar, concédeme
pacientemente algunos instantes para expresarme!
ANA.-
¡Infame asesino, cuyo odio no puede concebirse, para ti no hay otra excusa sino
que te ahorques!
GLOSTER.- ¡Por
semejante desesperación me acusaría!
ANA.- ¡Y por la desesperación podrías excusarte
haciendo contigo mismo una justa venganza de la injusta carnicería que has
hecho en los demás!
GLOSTER.- ¿Y si yo no
los hubiera matado?
ANA.- ¡Entonces no habrían muerto; pero lo están
por ti, diabólico miserable!
GLOSTER.- Yo no he
asesinado a vuestro marido.
ANA.- Pues qué, ¿vive
entonces?
GLOSTER.- ¡No, ha
muerto, y lo ha sido a manos de Eduardo!
ANA.- ¡Mientes por tu infame boca! ¡La reina
Margarita ha visto tu corva espada asesina, humeante de sangre, que ya dirigías
contra ella misma, de no haber desviado tus hermanos la punta!
GLOSTER.- ¡Fui provocado por su lengua
calumniadora, que cargaba los crímenes de ellos sobre mis hombros inocentes!
ANA.- ¡Lo fuiste por tu alma sanguinaria, que nunca
ha soñado más que en sangre y carnicería! Conque ¿no mataste al rey?
GLOSTER.- Os lo
concedo.
ANA.- ¿Me lo concedes, puercoespín? ¡Entonces, que
Dios te conceda también que seas condenado por esta acción maldita! ¡Oh! Era
gentil, dulce y virtuoso.
GLOSTER.- ¡El elegido
para el Rey del cielo que lo conserve!
ANA.- ¡Está en el cielo
adonde tú no iras nunca!
GLOSTER.- ¡Que me agradezca, pues, el haberle
enviado! ¡Había nacido para esa mansión más que para la tierra!
ANA.- ¡Y tú no has
nacido para otra sino para el infierno!
GLOSTER.- O para un lugar bien distinto, si queréis
que os lo diga.
ANA.- ¡Algún calabozo!
GLOSTER.- Para el lecho
de vuestra alcoba.
ANA.- ¡Que el insomnio
habite la alcoba donde reposes!
GLOSTER.- Así será,
señora, hasta que repose con vos.
ANA.- Lo creo.
GLOSTER.- Y yo lo tengo
por seguro… Pero, gentil lady Ana, acabemos este agudo asalto de nuestras
inteligencias y discutamos de una manera más reposada. El causante de la prematura
muerte de esos Plantagenets, Enrique y Eduardo, ¿no es tan censurable como su
ejecutor?
ANA.- Tú has sido la
causa y el efecto maldito.
GLOSTER.- ¡Vuestra belleza fue la causa y el
efecto! ¡Vuestra belleza que me incitó en el sueño a emprender la destrucción
del género humano con tal de poder vivir una hora en vuestro seno encantador!
ANA.- ¡Si creyera eso, homicida, te juro que estas
uñas desgarrarían la belleza de mi mejillas!
GLOSTER.- ¡Jamás soportarían mis ojos ese atentado
a la hermosura! ¡No la ultrajéis mientras yo esté presente! ¡Me ilumina, como
el sol ilumina el mundo entero! ¡Es mi vida, mi vida!
ANA.- ¡Que una negra noche entenebrezca tu día, y
la muerte tu vida!
GLOSTER.- ¡No blasfemes contra ti misma, bella
criatura! ¡Tú eres mi día y mi vida!
ANA.- ¡Quisiera serlo
para vengarme de ti!
GLOSTER.- ¡Es una
injusta contienda el querer vengarte de quien te adora!
ANA.- ¡Es contienda justa y razonable quererme
vengar de quien mató a mi esposo!
GLOSTER.- ¡El que te privó de tu esposo quiere
procurarte otro mejor, señora!
ANA.- ¡Otro mejor no
respira sobre la tierra!
GLOSTER.- ¡Vive y te
ama con exceso!
ANA.- ¡Su nombre!
GLOSTER.- ¡Plantagenet!
ANA.- ¡Claro, ése era
él!
GLOSTER.- ¡Uno del mismo nombre pero preferible por
naturaleza!
ANA.- ¿Dónde está?
GLOSTER.- ¡Aquí! (Lady Ana le escupe el rostro.)
¿Por qué me escupes?
ANA.- ¡Ojalá fuera para
ti mortal veneno!
GLOSTER.- ¡Jamás
saldría veneno de sitio tal encantador!
ANA.- ¡Jamás caería
sobre más inmundo sapo! ¡Fuera de mi vista! ¡Inficionas mis ojos!
GLOSTER.- ¡Tus ojos,
dulce señora, han inficionado los míos!
ANA.- ¡Así fueran
basiliscos, para darte la muerte!
GLOSTER.- ¡Yo también lo quisiera, para morir de
una vez, pues ahora me matan con una muerte vivificante! ¡Tus ojos han hecho
brotar de los míos amargas lágrimas, humillando sus miradas con abundantes
gotas infantiles! ¡Estos ojos que nunca vertieron una lágrima de piedad, ni
cuando York, mi padre, y Eduardo lloraron al oír los gritos desgarradores de
Rutland, atravesado por la espada del horrible Clifford. ¡Ni cuando tu valeroso
padre narraba como un niño la triste historia de la muerte del mío, y se detenía veinte veces
para gemir y sollozar, hasta el punto de que los que le escuchaban tenían
mojadas sus mejillas como árboles empapados por la lluvia! ¡En estos tristes
momentos, mis ojos varoniles desdeñaban una humilde lágrima! ¡Pues lo que esos
pesares no pudieron hacer brotar entonces, lo ha realizado tu belleza, y mis
ojos se ciegan de llanto!… ¡No he suplicado jamás ni a amigo ni a enemigo!
¡Jamás mi lengua logró aprender una dulce palabra de afecto! ¡Pero hoy tu
hermosura es el precio de todo, mi orgulloso corazón suplica y mi lengua me
obliga a hablar! (Lady Ana le contempla con desprecio.) ¡No muestres en tus
labios ese desprecio, señora, pues se han hecho para el beso y no para el
desdén! ¡Si tu vengativo corazón no puede perdonar, mira, aquí te entrego esta
espada de acerada punta! ¡Si te place hundirla en mi sincero corazón y hacer
salir al alma que te adora, ofrezco mi seno desnudo al golpe mortal, y
humildemente te pido de rodillas que me des la muerte! (GLOSTER descubre su
pecho. ANA le amenaza con la espada.) ¡No, no te detengas! ¡Yo he matado al rey
Enrique!... ¡Pero fue tu belleza la que me impulsó! ¡Anda, decídete ahora! ¡Yo
apuñalé al joven Eduardo…! (ANA dirige de nuevo la espada contra el pecho de
GLOSTER.) ¡Pero fue tu cara celestial la que me guió! (ANA deja caer la
espada.) ¡Alza otra vez la espada, o álzame del suelo!
ANA.- ¡En pie, hipócrita! ¡Aunque deseo tu muerte,
no quisiera ser tu verdugo!
GLOSTER.- ¡Pues mándame
matarme, y te obedeceré!
ANA.- ¡Ya te lo he
dicho!
GLOSTER.- ¡Eso fue en
tu cólera! ¡Dímelo de nuevo, y, acto seguido, esta mano, que por tu amor mató a
tu amor, matará por amor tuyo a un amante más sincero! ¡Tú serás cómplice de la
muerte de ambos!
ANA.- ¡Quién conociera
tu corazón!
GLOSTER.- ¡En mi lengua
está representado!
ANA.- ¡Me temo que uno
y otro sean falsos!
GLOSTER.- ¡Entonces, no
hubo nunca un hombre sincero!
ANA.- Bien, bien;
ceñíos vuestra espada.
GLOSTER.- ¿Hacemos,
pues, las paces?
ANA.- Eso lo sabrás más
tarde.
GLOSTER.- Pero ¿puedo
vivir en la esperanza?
ANA.- Los
humanos viven de esperanzas.
GLOSTER.- Dignaos
aceptar este anillo.
ANA.- Recibir no es
conceder. (Se pone el anillo.)
GLOSTER.- ¡Mira cómo se ciñe mi anillo a tu dedo!
¡Así está circundado en tu seno mi pobre corazón! ¡Usa de ambos pues los dos
son para ti! Y si tu pobre y devoto servidor puede solicitar aún un favor de tu
graciosa mano, habrás confirmado su dicha para siempre.
ANA.- ¡Qué es ello?
GOLSTER.- Que tengáis a bien dejar estos tristes
cuidados a quien esté más indicado para doliente, y os encaminéis a descansar a
Crosby-Place, donde después que yo haya sepultado solemnemente a este rey en el
monasterio de Chertsey y regado su tumba con mis lágrimas de arrepentimiento,
iré con toda diligencia a ofreceros mis respetos. Por varias razones que
ignoráis, os suplico me concedáis esta gracia.
ANA.- De todo corazón y me alegro mucho también de
veros tan arrepentido. ¡Tressel, y vos, Berkley, acompañadme!
GLOSTER.- Dadme vuestro
adiós.
ANA.- Es más de lo que merecéis. Pero apuesto que
me enseñáis de tal modo a adular, imaginaos que os lo he dado ya (Salen Lady
ANA, TRESSEL y BERKLEY.)
GLOSTER.- ¡Levantad el
cuerpo, señores!
CABALLERO.- ¿Hacia Chertsey, noble lord?
GLOSTER.- ¡No, a
White-Friars! ¡Esperadme allí! (Sale
el resto del cortejo con el cadáver.) ¿Se ha hecho nunca de este modo el amor a
una mujer? ¿Se ha ganado nunca de este modo el amor de una mujer? ¡Lo obtendré,
pero no he de guardarla mucho tiempo! ¡Cómo! ¡Yo, que he matado a su esposo y a
su padre, logro cogerla en momento del odio más implacable de su corazón, con
maldiciones en su boca, lágrimas en sus ojos y en presencia del objeto
sangriento de su venganza, teniendo a Dios y a su conciencia y a ese ataúd
contra mí! ¡Y yo, sin amigos que amparen mi causa, a no ser el diablo en
persona y algunas miradas de soslayo! ¡Y aún la conquisto! ¡El universo contra
la nada! ¡Cómo! ¿Ha olvidado ya ese bravo príncipe Eduardo, su señor, a quien
yo, no hará tres meses, apuñalé furiosamente en Tewksbury? ¡El más afable y
apuesto caballero que pueda ofrecer jamás el espacioso mundo, moldeado por una
Naturaleza dispuesta a la prodigalidad, joven, valeroso, prudente y digno, a no
dudar, de la realeza! ¿Y todavía consiente ella en fijar en mí sus ojos, que he
segado la dorada primavera de este dulce príncipe y reducido a su viuda a un
lecho de soledad? ¿En mí, cuyo todo no iguala la mitad de Eduardo? ¿En mí, cojo
y tan deforme? ¡Mi ducado contra el céntimo de un mendigo que hasta ahora me he
equivocado al juzgar mi persona! ¡Por mi vida que, aunque yo no he podido
lograrlo, ella me encuentra maravillosamente hermoso! ¡Voy a encargarme un
espejo y a dar trabajo a una docena o dos de sastres, para estudiar las modas
que han de adornar mi cuerpo! ¡Puesto que entrado en suerte conmigo mismo,
mantengámosla con algún pequeño gasto! Pero primeramente acompañemos al
camarada a su tumba, y después vayamos a llorarle ante mi amor.
¡Brilla, sol bello, hasta que compre espejo que
pueda ver mi sombra a tu reflejo!
(Sale.)
(Págs. 744-748)
Muerto Eduardo IV, Ricardo convertido en protector
del reino durante la minoría de Eduardo V, conspira para usurpar el trono.
Recluye al joven rey con su hermano Ricardo en la Torre de Londres, y con la
ayuda del duque de Buckingham se hace proclamar rey. Hace asesinar en la Torre
de Londres a los hijos de Eduardo IV, y quita de en medio a los pares no
partidarios suyos: Hastings, Rivera y Grey. Para fortalecer su posición, el
usurpador repudia a Ana para casarse con su joven sobrina, Elisabeth de York, hija
de Eduardo IV, y, en una escena parecida a la de la conquista de Ana, persuade
a la viuda de Eduardo IV, la reina Elisabeth, a consentir en el matrimonio.
Buckingham se rebela ante la ingratitud de Ricardo, declarándose por el conde
de Richmond, pero es capturado y condenado a muerte. Por fin las tropas del
usurpador combaten con las de los rebeldes en Bosworth, y Ricardo después de
una noche atormentada por la espantosa visión de sus víctimas que se le
aparecen, es muerto en la batalla.
Fragores de combate. Movimiento de tropas. Entran
NORFOLK y soldados, CATESBY los sigue
CATESBY.- ¡Socorro, milord de Norfolk! ¡Socorro!
¡Socorro! ¡El rey ha hecho prodigios sobrehumanos de valor, oponiendo un
adversario a cada peligro! ¡Su caballo ha caído muerto, y combate a pie,
buscando a Richmond por entre las fauces de la muerte! ¡Socorro, milord, o, de
lo contrario, la batalla está perdida! (Fragor de lucha.)
Entra el REY RICARDO
REY RICARDO.- ¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino
por un caballo!
CATESBY.- ¡Retiraos,
milord; yo os traeré un caballo!
REY RICARDO.- ¡Miserable! ¡Juego mi vida a un albur
y quiero correr el azar de morir! ¡Creo que hay seis Richmond en el campo de
batalla! ¡Cinco he matado hoy, en lugar de él! ¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi
reino por un caballo!
(Salen.)
Fragores. Entran el REY RICARDO y RICHMOND.
Combaten los dos. RICARDO es muerto. Retreta marcha. Después entran RICHMOND,
STANLEY, que lleva la corona, y otros varios lores con tropas
RICHMOND.- ¡Loados sean Dios y vuestras armas,
intrépidos amigos! ¡La jornada es nuestra! ¡El sanguinario perro ha muerto!
STANLEY.- ¡Valeroso Richmond, has cumplido bien tu
misión! ¡He aquí la corona, tan largo tiempo usurpada, que he arrancado de las
pálidas sienes de ese miserable asesino para ceñir tu frente! ¡Llévala,
poséela, estímala en todo su precio!
RICHMOND.- ¡Gran Dios de los cielos, amén, responde
a todo esto! Pero decidme: ¿vive el joven Jorge Stanley?
STANLEY.- Sí, milord; y está a salvo en la
fortaleza de Leicester, adonde podemos retirarnos ahora, si gustáis.
RICHMOND.- ¿Qué hombres de nota han perecido en las
otras filas?
STANLEY.- Juan, duque de Norfolk; lord Gualterio
Ferrers, sir Roberto Brakenbury y sir Guillermo Brandon.
RICHMOND.- ¡Que sean sepultados sus cuerpos como
conviene a su alcurnia! ¡Que se proclame el perdón para los soldados fugitivos
que quieran sometérsenos! Y en seguida, conforme a nuestro juramento sagrado,
uniremos la rosa blanca y la encarnada... ¡Sonría el Cielo, tanto tiempo
enojado por sus odios, a esta hermosa unión! ¿Quién sería tan traidor que, al
oírme, no dijese amén?... ¡Inglaterra ha estado mucho tiempo demente y se ha
desgarrado a sí misma! El hermano derramaba ciegamente la sangre del hermano.
El padre, en su furia, asesinaba a su propio hijo. El hijo, obligado, se
convertía en verdugo de su padre. Y todo, por los divididos York y Lancaster,
divididos en su fiera división. ¡Oh! ¡Ahora que Richmond e Isabel, los
legítimos sucesores de ambas casas reales, se unan para siempre por la bella
providencia de Dios! Y que sus herederos (¡Dios, si ésta es tu voluntad!) den a
las generaciones futuras el rico presente de la paz de dulce mirada, con riente
abundancia y plácidos días prósperos. ¡Enmohece, Altísimo Señor, el hierro de
los traidores que quieran traernos otra vez esos sangrientos días y hacer
llorar a la pobre Inglaterra raudales de sangre! ¡Que no vivan para gozar de la
prosperidad de este suelo los que por traición tratasen de turbar la paz de
este hermoso país! ¡En fin: las heridas de la guerra civil están cerradas; la
paz reina de nuevo! ¡Que dure mucho tiempo pedimos a Dios! ¡Amén! (Salen.)
(Pág. 804)
Richmond asciende al trono con nombre de Enrique
VII. El estilo de “Ricardo III” es claro y puro. A excepción de uno o dos
diálogos en que menudean las sutilezas, juegos de palabras y anfibologías, tan
abundantes en otras obras de Shakespeare, el lenguaje se mantiene en una fuerte
elegancia. Ya se inicia en él la tendencia a la supresión de la rima, que más
tarde ha de ser total; la escena de los dos asesinos está en prosa en su mayor
parte. El léxico propende al menor número de palabras. Shakespeare, el trágico,
se halla en los umbrales de plenitud de su talento. “Ricardo III” es una obra
excepcional, y, como papel, uno de los más admirables de la escena figura
aquella en que la vieja reina Margaret, viuda de Enrique VI, maldice a los
demás personajes del drama, culpables de la pérdida de su marido y de los
suyos; sus maldiciones, según nuestra el desenvolvimiento del drama, se
cumplen, por lo que la figura de la anciana cobra casi la categoría de un
Erinni. El estilo es amanerado y retórico, con repeticiones de comienzos de
versos y otros artificios, tales como invectivas, imprecaciones, etc. De un
extremo a otro lo recorre como un motivo dominante la palabra “sangre”. Pero el
carácter de Ricardo es muy vigoroso, aunque poco sutil.
LAS SUPLICANTES
Si Esquilo y Sófocles llegaron a ser clásicos
todavía en vida, merced a la admirable compenetración de su arte con la
idealidad del pueblo que los aplaudía, Eurípides, que durante mucho tiempo
luchó con el fracaso escénico y que innovó y creó, adelantándose a su tiempo,
ha quedado como el trágico por excelencia, así como un ejemplo estimulante para
los dramaturgos europeos casi hasta nuestros días. De familia burguesa,
probablemente acomodada, si es verdad que fue el primero que poseyó una
biblioteca, jamás tomó parte activa en la política, aunque estaba al corriente
de los acontecimientos por su interés de ciudadanos y de estudiosos. Tal vez el
segundo destierro de Alcibíades lo introdujo a trasladarse a Pella (Macedonia),
a la corte del rey Arquelao, que gustaba rodearse de los mejores ingenios de la
época; allí compuso Eurípides sus
últimos dramas y allí murió.
Temperamento de solitario, inclinado a la
meditación, inclinado a la meditación y a la melancolía, muy versado en el
saber de los filósofos y de los sofistas, llevó al drama una nota sugestiva,
proponiendo y debatiendo, según un punto de vista personal, importantes
problemas morales y religiosos, relativos a la vida de la ciudad y de los
pueblos. En este aspecto podría llamársele con toda justicia precursor del
drama de tesis, aunque su inquieta investigación no desemboque jamás en
soluciones claramente formuladas. Misógino, según sostiene la tradición, crea
inolvidables figuras femeninas, desde Alceste a Medea, desde Fedra a Ifigenia;
sus personajes están a menudo en conflicto con la ley, con la norma, con lo
estipulado, pero las pasiones que lo dominan, en vez de elevarlo a grandeza
heroica, los rebajan a patéticas víctimas del sentimiento. “Las suplicantes” es
la tragedia de Eurípides inspirada en acontecimientos del año 424 a. de C., y
compuesta con toda probabilidad en uno de los años sucesivos antes del 421.
Pone en escena los acontecimientos posteriores a la mítica guerra de los siete
contra Tebas, conducida por Adrasto, rey de Argos. Como los troyanos se negaban
a restituir los cadáveres de los caídos, Teseo, rey de Atenas, se corrió a
Adrasto y obligó a los tebanos a cumplir aquel deber religioso. Es cierta en la
representación de este mito la alusión a la negativa que los tebanos hicieron
en 424 a conceder una tregua a los atenienses, para recoger y enterrar a los
muertos, después de la infausta batalla de Delfos. Las “suplicantes” que dan
título al libro, son las madres de los guerreros caídos, que han llegado a
Eleusis –donde se desenvuelve la escena de la obra- guiada por Adrasto y
acompañada por los huérfanos, para pedir la ayuda a Atenas. El triste cortejo
está postrado ante el templo de Démeter con las vendas sagradas de las
suplicantes en vueltas en ramitos de olivo. Sale del templo la madre de Teseo,
Etra, y, conmovida al oír los lamentos, manda llamar a su hijo. Este informado
por Adrastro de que se ha perdido la guerra, y de la impía actitud de los
vencedores, niega al principio su ayuda. La guerra fue provocada
imprudentemente por Adrasto, despreciando la manifiesta voluntad divina,
revelada por magos y adivinos. Que pague, pues, ahora el pueblo de Argos su
estulticia y no pida que otro pueblo se exponga a un peligro mortal por él:
“ADR. Lo que muchos a caudillos han perdido. (Se
echa a los pies de Teseo.) Más ¡oh tú, el capitán de Grecia más ilustre, oh rey
de Atenas! Me avergüenzo, postrado en tierra, de tocar con mis manos tus
rodillas 2, yo, un anciano ya, y antes monarca muy próspero y feliz. Más es
fuerza que ceda ante mis cuitas. Salva mis muertos, por compasión de mí y de mi
destino, y de estas madres cuyos hijos cayeron en la lucha y que llegan
privadas de sus hijos a la blanca vejez; se han atrevido a venir hasta aquí,
pisando tierra extraña moviendo a duras penas sus decrépitos miembros. Y no han
venido aquí cual peregrinos a visitar los santos misterios de Deméter, no:
están aquí para enterrar los cuerpos de aquellos de cuyas manos debían recibir,
ya muertas las supremas exequias.
Cosa es muy sabia que la pobreza mire al potentado,
y que el pobre, a su vez, dirija su mirada
hacia los ricos con ganas de emularlos y fomentar así deseos de riqueza;
y lo es también que quienes son felices compadezcan a aquellos que padecen.
Y también el poeta debe
crear sus propias obras envuelto el corazón en la alegría; si esto ocurre, si
él mismo no es feliz, ¿hará que brote en otros la alegría? ¿Tendrá derecho a
ello? Acaso me dirás: “¿Por qué te olvidas de la tierra de Penélope y quieres
imponer a Atenas esta carga?” Mas yo puedo aclararte estos extremos: Esparta
tiene un alma cruel, y es tortuosa. Y los demás estados, todos son mediocres e
inseguros. Solo tu patria, pues, podría realizar esa tarea: conoce la piedad y
hallado en tu un monarca bueno y joven. Privados de algo así, muchos estados
conocen la ruina por carecer de un digno gobernante.
CORO. Yo te digo lo
mismo que él te ha dicho: ¡por compasión, asume mis desgracias, rey Teseo!
TES. Con otros ya he
tenido esta disputa. Ha habido quien sostuvo que los males abundan más que el
bien en la vida; yo sostengo una tesis bien distinta: que hay más bienes que
males. Si ello no fuera así, la vida humana no podría existir en este mundo. Y
yo me inclino ante el dios que ordenó nuestra existencia, de confusa y salvaje
que antes era; primero la razón, luego la lengua, heraldo de la mente, para
poder hablar, él nos ha dado; diónos luego los frutos de la tierra; y que para
éstos broten, hizo caer del cielo húmedas gotas que fecunden la tierra y su
entraña refresquen; más tarde, recursos contra el frío, y para combatir del
astro rey el fuego; nos enseñó a surcar la mar con naves e intercambian así
entre nosotros los productos que nacen de la tierra.
Y aquello es incierto,
lo que con claridad no conocemos, observando la llama y las entrañas, y el vuelo
de las aves, los augures lo aclaran. Cuando un dios nos ha dado esta
existencia, ¿no es capricho de niños decir que no es bastante? En ese caso, la
razón humana pretende poder más que la divina, y llena de soberbia nuestra
mente, nos creemos más sabios que los dioses. Me parece que tú eres de este
grupo; en imprudencia, y seducido un día por las voces proféticas de Febo,
entregaste tus hijas a extranjeros creyendo que los dioses existían; con una
sucia sangre manchando la nobleza de tu estirpe, tu casa de ignominias has
inundado. Y el sabio, es cosa clara, no debe unir el vicio a la inocencia, sino
buscar para su propia casa uniones felices. Porque el cielo, uniendo los dos
casas en un común destino, causa la ruina al bueno y al honrado, al tiempo que
aniquila a los culpables. Empujando a la guerra a Argos entera, pese a que los
profetas te advertían, insultarse a los dioses brutalmente y causaste la ruina
a tu patria. Te dejaste arrastrar por jóvenes que aspiran a recibir honores y
fomentan las guerras más injustas, llevando al ciudadano a la ruina. Uno aspira
a mandar sobre la hueste, otros aspiran al poder para colmar así sus
ambiciones; otros buscan, en fin, ganar dinero, y todo sin pensar en sus
ciudades ni en el daño que así pueden causarles. [Porque hay tres clases de
ciudadanos: hay los ricos, fardo inútil, que piensan solo en aumentar sus
bienes; los pobres, a los cuales todo falta, y que son peligrosos, porque
llenos de envidia y subvertidos por la perversa lengua de sus líderes, lanzan
contra los ricos sus ataques. El centro es el que salva a las ciudades, pues
conserva el sistema establecido.]
¿Cómo podría yo ser tu
aliado? ¿Qué diría de honesto a mis paisanos? Marchaste enhorabuena; pues si
erraste, acusa a tu destino y no a mi patria.
CORO. Se equivocó; pero eso es frecuente entre los
jóvenes; debemos perdonarle sus errores.
ADR. No te elegí, Teseo, para que fueras juez de
mis deslices; si a ti he venido es para que los sanes; tampoco para que, si en
alfo he errado, me critiques por ello o me castigues. A ti he venido en busca
de socorro. Y si te niegas, habré de contentarme con mi suerte. ¿Qué remedio?
¡Vamos, oh pobres ancianas! Y esta verde rama y estas coronas depositad en
tierra, poniendo por testigos a los dioses, a la tierra, a la diosa Deméter,
con su llama de fuego, y los rayos del Sol, de que nuestra plegaria ha sido
inútil.”
(“Tragedias”, Eurípides Tomo II,
Editorial Bruguera 1982. Págs. 17-19).
De nuevo y más piadosamente las madres suplican a
Teseo y a su madre, y Etra interviene en favor de las suplicantes, recordando a
Teseo que existe una ley común para todos los griegos que debe ser defendida,
que defenderla honrará para siempre a Atenas. Teseo, que en esta obra es figura
convencional, modelo de cordura y virtud, se rinde a las súplicas y a las
razones de su madre y declara que enviará heraldos a Tebas para reclamar los
cadáveres, y si no obtiene satisfacción propondrá al pueblo la guerra y el
pueblo la aprobará. Él no es tirano de Atenas – así lo hace hablar Eurípides
con uno de aquellos anacronismos patrióticos que le son familiares- si puede
obligar al pueblo, pero él sabe guiarlo y el pueblo lo sigue. Después de un
canto coral de gracias y alabanzas para Atenas, Teseo vuelve acompañado de un
heraldo a quien ordena que comunique su requerimiento al tirado de Tebas,
Creonte:
“TES. Tu oficio ha sido siempre transmitir las
consignas recibidas, puesto al servicio mío y de mi patria, Cruza, por tanto,
el agua del Asopo y del Ismeno, y al altivo señor de los Cadmeos darás este
mensaje: “Teseo te invita a enterrar esos muertos; es un vecino tuyo, y se
imagina pedirte lo que es justo. Hazte amigo del pueblo de Erecteo.” Y si
acceden, entonces, de buen grado, vuelve sobre tus pasos; si se niegan, este
será tu segundo discurso: “Acoged el desfile de mi cortejo armado.”
Allí se encuentran, junto al sagrado Calícoro, mis
fuerzas, formadas ya y esperando la orden de partida. Que al conocer mi
voluntad, con gusto Atenas ha asumido, y libremente la empresa que planeo. Pero
¿Quién es el que interrumpe mis palabras? Un heraldo cadmeo, yo diría, sin
saberlo del todo claramente. Detente. A lo mejor te ahorrará el camino, si
acaso se anticipa a mis deseos.
HERALDO. ¿Quién es vuestro monarca? ¿A quién debo
anunciar yo las palabras de Creonte, una vez que ha caído ante las Siete
puertas, herido por su hermano Polinices, Etéocles, su rey?
TES. Por lo pronto, extranjero, tu discurso ha
comenzado ya con desaciertos al preguntar quién es aquí el monarca. Aquí no hay
rey que mande en solitario; pues la ciudad es libre. Gobierna el pueblo con
turnos que se cambian de año en año; sin privilegio alguno para el rico, pues
el pobre aquí tiene igual prebenda.
HER. Con lo que dices me das ya una ventaja, como
ocurre en los dados: pues la ciudad de donde yo procedo por un rey es regida en
solitario, no por la multitud. No hay demagogos que, con su adulación y con sus
mimos, la hagan navegar a la deriva buscando solamente tus ventajas. Aquel que
hoy ha ganado sus favores y es hoy su predilecto, viene un día que causa su
desgracia, disimulando entonces sus errores, inventa mil calumnias y logra así
burlarse de las leyes. Por lo demás, la masa, que no razona nunca cabalmente,
¿Cómo va a pilotar la nave de un estado? Es el tiempo, no la improvisación,
quien nos enseña. Un pobre jornalero, aunque no sea del todo un ignorante,
jamás podrá ocuparse del estado, puesto que ha de atender a sus tareas. No hay
duda: la nobleza suele salir muy mal parada cuando un hombre sin cuna y que
antes no contaba para nada, hechizando a su pueblo con palabras, dignidades
consigue y preeminencia.
TES. ¡Que fino es el heraldo! ¡Como sabe explicarse
de pasada! Y puesto que ha sido tú quien ha empezado ese debate oral, debes
oírme: me has incitado a que responda.
Nada hay más enemigo para un pueblo que un monarca:
ante todo, es ese estado no habrá leyes comunes; y uno sólo es quien manda: la
ley es cosa suya, y no existe, por tanto, la justicia. En cambio, si existe una
ley escrita el débil tiene derecho igual al rico. El pobre acusará al más
fuerte, si recibe un insulto. Así que, cuando tiene razón, el débil vence al
poderoso. Ser libre, en cambio, consiste en preguntar: “¿Alguien desea, si lo
tiene, ofrecer un consejo a nuestro pueblo?” Y entonces el que quiere se hace
ilustre, y calla el que no quiere. ¿Puede haber más justicia en un estado?
Por lo demás, si el pueblo es quien gobierna,
disfruta al ver robustos ciudadanos; cosa que le resulta intolerable para aquel
que es rey: y manda ejecutar a los mejores, y a aquellos que imagina que son
sabios, temiendo en todo instante por su trono. ¿Cómo, en suma, puede ser
poderoso algún estado, cuando las espigas más fuertes y lozanas? Y ¿para qué
educar en nuestro hogar doncellas que habrán de hacer el goce de un tirano,
cuando quiera, buscándonos con ello sólo lagrimas? No, que antes me muera si he
de ver cómo fuerzan a mis hijas.
Estos han de bastar contra tus propios dardos. Y
ahora dime: ¿qué vienes a buscar en esta tierra? Lágrimas te costara si no fueras
heraldo que una ciudad te envía, por la insolencia que hay en un lenguaje.
Porque un heraldo debe simplemente transmitir el encargo recibido y regresar al
punto hacia su tierra. Y que en otra ocasión Creonte envíe otro heraldo que sea
más callado.
CORO. ¡Ay, ay! Cuando a un malvado prosperidad el
destino le concede, insolente se muestra, como si el éxito tuviera que durarle
eternamente.
HER. Tomo, pues, la palabra. En lo que atañe al
debate que ya hemos sostenido, tú mantén tu postura y yo la mía. Todo el pueblo
tebano, y yo en su nombre, os prohibimos que a Adrasto, en modo alguno, acojáis
a la tierra. Si aquí se hallara antes de que se oculten los divinos rayos,
échalo de esta tierra, borrando el sagrado misterio de estas ramas. No has de
intentar, tampoco, recobrar esos restos por la fuerza, pues tú nada tienes que
ver con la claridad argiva.
Si mi orden obedeces podrás, sin tempestades, la
nave del estado conducir; de lo contrario, un vendaval de guerra sobre ti ha de
caer, y sobre mí, y sobre tus aliados. Reflexiona; no vayas – irritado quizá
por mis palabras - y aduciendo que tu ciudad es libre, dar a tu respuesta el
tono hinchado de unos fuertes brazos. Que es la esperanza azote que ya a muchas
ciudades ha enfrentado, llevando su coraje hasta el exceso.
Cuando la masa ha de votar la guerra nadie imagina
que en ella morir puede, y se piensa más bien el vecino. Que si a la hora del
voto la imagen la muerte tuviera ante sus ojos, enloquecida en su furor
guerrero, jamás se hubiese Grecia arruinado. Y esto pese a que el hombre, de
dos partidos, ha sabido siempre escoger entre el bueno y el que es malo,
distinguir la bondad de la vileza, y como es preferible a la guerra la paz.
Amiga de las artes ante todo, odia todo rencor y fomenta opulencia y nacimientos.
Y tú quieres prestar tu auxilio a un enemigo muerto, recuperar sus restos y
enterrarlos, cuando fue su ruina la soberbia. ¿Es que fue sin razón que un rayo
destruyera a Capaneo, que, apostando escaleras en las puertas, juraba a voz en
grito que arrasaría Tebas, quisiera o no quisiera el mismo al adivino aquel con
carro y todo, o bien que los Caudillos Yazgan muertos delante de las Puertas,
con los huesos desechos a pedradas? O presumes de ser más sabio que Zeus mismo,
o reconoce que los dioses abaten a los viles. Los sabios, ante todo, han de
amar a sus hijos, y después a sus mayores y a su patria, para hacerla feliz, no
destruirla. ¡Que peligroso un jefe temerario o un capitán de barco sin
prudencia! El sabio conoce la ocasión de ser prudente. Que, a mi juicio, todo
el valor reside en la prudencia.
CORO. Bastante es ya el castigo que Zeus les ha
mandado, vuestra injuria ya no era necesaria.
ADR. Miserable…
TES: Silencio, Adrasto, y contén tu lenguaje; no
hables antes que yo, porque este heraldo no está aquí para hablarle a tu
persona sino a la mía. Soy yo, pues, quien debe contestarle. Y primero
contestaré a su primer insulto: yo no sé de Creonte que sea mi señor, ni que su
imperio fuera tal que pudiera a Atenas obligar a hacer tal cosa. Hacia arriba
corrieran las corrientes si iba yo a permitir que me intimide. Esta guerra,
además, yo no la impongo: no marché en son de guerra contra Tebas unido a estos
argivos. Si quiero que estos muertos reciban sepultura no es por causar un mal
a vuestra patria ni imponeros batallas homicidas: es para que se cumpla la ley
griega. Y ¿Qué hay de vergonzoso en mi deseo? Si algún daño os han hecho los
argivos, muertos ya están; repelisteis su ataque honrosamente. Para ellos la
deshonra; la justicia está a salvo.
Dejad, pues, que la tierra recubra a los caídos;
que cada cosa vuelva a su origen, el espíritu al cielo, el cuerpo al polvo; que
este cuerpo no es nuestro, sólo se nos cedió para habitarlo, y luego ha de
acogerlo de nuevo aquella que una vez le dio la vida. ¿Te imaginas, si los
muertos no entierras, que así castigas a Argos? Pues no es así; privar de
sepultura a un cuerpo muerto, negándole el honor que le es debido, es algo que
interesa a toda Grecia; incluso los espíritus más bravos ven con terror que
triunfe e esta costumbre. Viniste a mi profiriendo palabras de amenaza, ¿y
teméis que la tierra es su seno reciba a unos cadáveres? Y ¿qué teméis que
ocurra? ¿Qué socaven la tierra si en ella los entierras? ¿O que es su seno
engendren unos hijos que puedan vindicarlos? Es algo absurdo y el malgastar
palabras discutir de un terror tan vano y sin sentido. ¡Locos! Mirad más bien
hacia el destino humano. Nuestra existencia es un luchar sin tregua; y la
dicha, unos la alcanzan con presteza, otros más tarde, y otros la tienen ya. Y
entretanto, los dioses ¡como gozan! El infeliz los colma de presentes para
alcanzar felicidad, y el rico los enaltece, temeroso del cambio de fortuna.
Sabiendo estas verdades, no debemos tomarnos muy a pecho un moderado insulto y
que al vengarlo, no hiramos a la patria.
¿La conclusión? Entrega esos cadáveres a quien
desea sepultarlos cumpliendo una misión caritativa. Si no, la cosa es clara:
acudiré a enterrarlos por la fuerza. Pues no podrá decirse jamás entre los
griegos que por mi culpa, o bien por culpa de la ciudad de Atenas, la antigua
ley divina fue violada”
(págs. 24-29)
Pero lo que impide un heraldo tebano, que viene
para imponer que las suplicantes sean expulsadas. Creonte está decidido a no
devolver los cadáveres de los caídos, no por súplicas ni por amenazas. Pero
antes de que el heraldo exponga su mensaje se enciende entre él y Teseo una
curiosa disputa acerca de los méritos de la democracia y los de la tiranía,
disputa que, privada de importancia tanto para acción escénica como, aún más, para
el arte, se propone evidentemente exponer ideas sentidas por el poeta,
conjuntamente como el propósito de rellenar y animar una trama dramática muy
poco consistente. Teseo manifiesta al heraldo su propósito de oponerse por la
fuerza a la injuria, si Tebas no se rinde a las razones de humanidad y piedad,
que expone extensamente. El heraldo se va, pronunciando amenazas. En el
estásimo que, con ruptura de la unidad de tiempo, se debe suponer cantando
cuando la guerra esté ya terminada, pero no todavía cuando se ignora su
resultado, el coro expresa ansiedad y temor por el resultado de la lucha,
sentimientos dominados al fin por la confianza en la justicia. Llega un
mensajero para llenar los ánimos de alegría; la batalla campal bajo las
murallas de Tebas ha sido ganada. El heraldo, un esclavo de Capaneo, que es uno
de los siete héroes caídos, ha visto el combate desde lo alto de una torre y lo
describe prolijamente. Teseo con su maza
ha realizado prodigios. El rey vencedor, por su gran cordura, no ha abusado de
la Victoria. Se ha limitado a pedir los cadáveres de los caídos y después de
haber enterrado los de los soldados muertos y haber rendido a todos a todos,
con sus propias manos, los honores fúnebres, está a punto de llegar junto con
los jefes supervivientes. El canto que ahora eleva del coro está mezclado de
gozo y dolor; gozo por la victoria de Atenas, y dolor por el luto que se
renueva a la vista de restos amados: he aquí a Teseo a la cabeza de un largo
cortejo fúnebre que trae siete féretros, dos de ellos están vacíos, porque el
cuerpo de Polínice ha quedado en Tebas y el de Anfiarao ha sido tragado por un
abismo. Se eleva el lamento del coro y de Adrasto. Teseo, dejando pasar el
primer desfogue de su dolor, pide al rey argivo que le hable de cada uno de los
héroes muertos, y Adrasto teje en florido y brillante discurso el elogio de los
cinco cuyos cadáveres han sido traídos (Capeneo, Eteocles, Hipomedonte,
Partenopeo y Tideo). Teseo manifiesta a su intención de elevar dos piras
distintas: una sola para Capaneo –sagrado por haber sido fulminado por Zeus- en
el mismo lugar donde ahora se halla, junto al templo de Démeter; la obra, común
para los cuatro restantes, un poco más apartada; y se aleja seguido de Adrasto.
Los esclavos preparan la pura de Capaneo y el coro reanuda el fúnebre lamento.
Lo interrumpe una visita inesperada. Sobre la alta roca que es alza junto al
templo y domina la ya construida pura, aparece Evadna, la consorte de Capaneo.
Va vestida de fiesta con el vestido de bodas.
Viene para celebrar nuevas bodas de la muerte, y se
arrojará desde lo alto sobre la hoguera de su esposo. Y ella cumple este acto
de amor supremo, ante los ojos de su padre, el escenario el anciano Ifito,
quien al no hallarla en casa ha venido a buscarla. El anciano llora tiernamente
la nueva desgracia, pues ya ha sido privado de un hijo, el valerosísimo
Eteóclo, caído en la guerra. Y se presenta otro cortejo fúnebre: lo forman los
hijos de los caídos, los cuales con Adrasto y con Teseo, traen las urnas que
contienen las cenizas. Se renueva el llanto en el cual toman los niños parte
principal, invocan a sus padres fuerzas para vengarlos. Teseo augura a los
jóvenes argivos el cumplimiento de la venganza, y se dispone a marchar entre
las alabanzas y las muestras de gratitud de Adrasto, pero en la cúspide del templo
aparece la diosa Atenea. Impone a Teseo que entierre en el Ática las cenizas de
los suyos. Esas cenizas serán pacto alianza eterna entre Atenas y Argos. Los
argivos obtendrán con el tiempo su vindicta. Teseo promete obedecer a la diosa
IF.
¡Ay de mí! ¿Por qué no se concede a los mortales
ser joven dos veces viejo? Si en casa algo no marcha, lo arreglamos meditando
de nuevo sobre el tema. Pero esto ya no reza con la vida. Si dos veces se fuera
anciano y joven, los errores que un día comenten, al disponer de una existencia
doble, podríamos al punto de corregirlos. En mi caso, yo, al ver que en torno
mío sus hijos engendraba todo el mundo, moría en mi deseo por tenerlos. Más si
hubiera vivido mi destino, si supiera, por propia experiencia, que es para un
padre ver morir a un hijo, jamás me hubiera visto este en este trance, yo he
engendrado a un hijo, yo que he engendrado a un hijo tan ilustre y que ahora me
ha sido arrebatado. Pobre de mí. ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Regresar a mi casa y ver en ella ese
vacío inmenso en mi existencia? ¿Dirigirse al hogar de Capaneo? Querido me era
en vida de mi hija, pero ya no existe aquella niña que de besos cubría mis
mejillas y el rostro me inundaba de caricias. Nada es tan dulce para un pobre
anciano que una hija. El varón tiene un espíritu más noble, sí, pero está menos
dado al halago. Así que ahora mismo ¿no vais a conducirme a mi morada y a
encerrarme en un cuarto tenebroso donde de hambre consuma mi existencia? ¿De qué me ha de servir
tocar los huesos de mi hijo? ¡Ah, como te aborrezco, si, vejez implacable! ¡Con
qué encono contemplo al que pretende su existencia alagar con pociones y
brebajes, procurando desviar el curso de su vida, para así no morir! Antes
debería, al ver que su existencia es algo inútil, morir dejando el puesto a
aquel que es joven.
(Sale. Reaparecen Adrasto, Teseo y los hijos.)
CORO.
Contemplad el fúnebre cortejo de mis hijos, restos
de los muertos transportados. Recibidlos, doncellas de esta anciana desvalida
que ha perdido sus fuerzas bajo el peso del dolor que siente por sus hijos.
Mucho tiempo ha vivido, mucho tiempo, y consumida por la dura pena. ¿Qué dolor
para el hombre puede darse más duro que contempla la muerte de los hijos?
LOS HIJOS.
Traigo, traigo, madre infeliz, de la pira los
restos de mi padre, fardo que mi dolor hace aún más grave. ¡Cabe en tan poco
espacio lo que amaba!
CORO.
¡Ay, ay! Provocas, hijo, el llanto por los muertos
a tu querida madre. ¡En vez de aquellos cuerpos que en Micenas la gloria
coronada, un puñado tan sólo de ceniza!
HIJOS.
¡Sin hijos te has quedado, si, sin hijos! Y yo,
infeliz de mí, abandonado por mi pobre padre viviré en la orfandad, heredaré
una casa solitaria, lejos del brazo de quien me dio la vida.
CORO.
¡Ay, ay! ¿Adónde ha ido a parar el dolor de mis
partes? ¿Y adonde la dulzura de mi entraña al darnos a la luz? ¿Adónde los
cuidados de esta madre, mis parpados sin sueños, los dulces besos que en el
rostro os daba?
HIJOS.
Son trabajos perdidos, madre mía.
CORO.
Los ha acogido el éter; fundidos en la pira, entre
cenizas, volando han descendido al reino de los Hades.
HIJOS.
¿Oyes los lamentos de tus hijos? ¿Podré vengarme un
día, escudo en mano …
CORO.
…de muerte? Así fuera, hijo querido.
HIJOS.
Aun sin un dios bien podrías vengar a tu padre.
CORO.
Mi dolor no se calma. Más basta de lamentos e
infortunios, Basta ya de dolores que me afligen.
HIJOS.
Todavía las aguas del Asopo han de verme, armando
con el bronce, al frente de mis huestes de Danaides…
CORO.
…vindicando la muerte de tu padre.
HIJOS.
Creo que aún te estoy viendo, padre mío…
CORO.
…besando tus mejillas con ternura.
HIJOS.
Los consejos aquellos que me dabas ¡disueltos en el
aire!
CORO.
Doble el dolor causando: la pena por tu madre, y la
añoranza del padre, que no habrá de dejarte.
HIJOS.
¡Ese dolor tan fuerte me arruina!
CORO.
Deja que contra el pecho oprima las cenizas.
HIJOS.
Tus terribles palabras provocan, al oírlas, mis
lamentos. Heriste mis entrañas.
CORO.
Has partido, hijo mío, dulce orgullo; no te verá ya
más tu amada madre.
TESEO. ¡Adrasto, y vosotras, oh mujeres argivas!
Mirad a esos mancebos: en sus brazos sostienen los despojos mortales de sus
padres, cuyos cuerpos al fin han rescatado. Yo y la ciudad de Atenas les
hacemos entrega de estos restos. Conservad el recuerdo del servicio que ahora
hemos prestado, viendo lo que de mi habéis conseguido. Repetidlo también a
vuestros hijos: que honren a esta ciudad; que de padres a hijos se transmita el
recuerdo del bien que os hemos hecho. Que Zeus sea testigo, y el resto de los
dioses que viven en el cielo, del beneficio que ahora recibisteis de nosotros.
ADR. Buena nota tomamos, oh Teseo, de cuantos
beneficios has colmado a nuestra tierra argiva al prestarle el apoyo que pedía.
Eterna gratitud te deberemos. Peri esta noble ayuda con la misma moneda hay que
pagarte.
TES. ¿Puedo haceros aún otro servicio?
ADR. Salud: bien la mereces tú y también tu patria.
TES. Así sea; y para tu lo mismo deseo.
(Aparece Atenea.)
ATENEA. Escucha ahora, Teseo, los consejos que va a
darte Atenea, y que has de hacer por el bien de tu patria: no concedas así, tan
fácilmente, a estos mozos los restos de sus padres para llevarlos a la tierra
argiva. Que a cambio de tu esfuerzo y el de Atenas te presten, ante todo, un
juramento. Y esa promesa, bien puede hacerla Adrasto. Siendo, como es, su
príncipe, es también la persona pertinente para jurar en nombre de todos los
argivos. Y sea el juramento que jamás los argivos enviarán a esta tierra
contingentes armados, y si un día una tercera fuerza llegará a provocarla, le
harán frente oponiéndole sus picas. Si contra el juramento vuestra ciudad
atacaran, lanza una maldición a la agresora y habrá de conocer la infamia y la
ruina.
¿Dónde ha de recogerse la sangre de las víctimas?
Escucha: existe en tu palacio un trípode de bronce que un día, cuando Heracles
los cimientos de Troya destruyera, al ir a realizar otro trabajo, te pidió que
ofrendaras en el templo de Apolo. Vierte en él la sangre de tras reses y grava
en el fondo del juramento; luego has de entregarlo al dios de Delfos y así será
perenne testimonio ante la Grecia toda. El agudo cuchillo que la sangre
vertiera al degollar las siete piras. Y si un día atacan la ciudad,
muéstraselo, pues causará pánico en sus filas, y un retorno fatal. Cumplido mi
precepto, permite que se lleven los cadáveres. Y el espacio donde el fuego
purificó los cuerpos, conviértelo en recinto sagrado de la diosa junto a la encrucijada del Itsmo.
Esto es lo que te ordeno; y a los argivos digo lo siguiente: hombres ya,
arrasareis la villa Ismena, vengando así la muerte de quien os diera el ser. Tú
Egaleo, sucediendo a tu padre, serás el nuevo jefe, y el hijo de Tideo, a quien
su padre dio el nombre de Diomedes, y que vendrá de Etolia. Tan pronto el pelo
os haya la mejilla oscurecido, a la broncínea hueste de los dánaos contra la
villa de las Siete Puertas, a la ciudad de Cadmos, conduciréis. Y amargo habrá
de serles vuestro ataque, cachorros de león, destructores de Tebas: no habrá de
suceder de otra manera. Descendientes os ha de llamar Grecia, y el tema habréis
de ser de los futuros cantos: tal guerra emprenderéis con el favor divino.
TES. Atenea, Señora, obedezco sumiso tus palabras.
Bajo tu protección errar no puedo. Haré que Adrasto el juramento preste. Pero
tú dirige bien mis pasos. Porque si tu bendices a mi patria, su futuro fa de
ser siempre risueño.
CORO. Vamos, Adrasto, y nuestro juramento prestemos
a Teseo y su pueblo: su heroico sacrificio por nosotros es justo que reciba un
homenaje.”
(Págs. 41-46)
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