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1era edición |
TOMO
19
ÍNDICE
·
LOS MISERABLES (Víctor Hugo)
·
EL LICENCIADO VIDRIERA (Miguel de Cervantes)
·
LOS HIJOS DEL CAPITÁN GRANT (Julio Verne)
·
OBRA POÉTICA DE JORGE GUILLÉN (Jorge Guillén)
LOS MISERABLES
En 1862 apareció “Los Miserables”, novela del francés Víctor Hugo, año en que
también vio la luz la impersonal y arqueológica “Salambó”, de Gustavo Flaubert. La católica novela que, a primera
vista, se diría precursora de la modernísima “Kriminalliteratur” (literatura criminalística), cuando en realidad
tiene un contenido, sobre todo, lírico y filosófico, y, aparte sus digresiones,
ofrece magníficos trozos plenos de encanto y figuras típicas como la de Jean
Valjean. También “Los miserables” son
muy característicos de aquella época, que acariciaba ideales democráticos y
humanitarios; además, aunque la obra es romántica en su concepción básica,
anticipa en muchas escenas el realismo de Emile Zola. “Los miserables” es una obra vastísima, concebida como una epopeya
popular, capaz de acoger tanto los problemas, las pasiones y las reacciones del
individuo como los de la masa, de expresar todo el bien y todo el mal que
pueden nacer en el corazón del pueblo generoso y canalla, según la concepción
del autor del “todo en todo”, esta
novela llega a ser también, con su extraordinaria abundancia de motivos, la
fuente vital de la que extraerá sus argumentos la novela social durante los
últimos cuarenta años del siglo. En el prólogo, Víctor Hugo denunciaba
explícitamente la tesis que lo había inspirado: revelar la “condenación social” producto de las leyes y las costumbres y
bosquejar un cuadro de los tres grandes problemas del pueblo: “la degradación del hombre a través del
proletariado, la decadencia dela mujer hambrienta, la atrofia del chiquillo que
vive sin sol”. Pero esta premisa que podría hallarse en la base de una
novela social, -como por ejemplo en una obra de Eugenio Sue-, es ampliamente
superada por el arrebato épico que sostiene las cinco grandes partes de la
novela, que, esencialmente, es la historia de un hombre del pueblo: Jean
Valjean. “Los miserables” nos narra
la historia de Jean Valjean, detenido por haber robado un pan, que serviría
para dar de comer a los hijos de su hermana. Juzgado, el hombre debe sufrir una
condena de cinco años de prisión, pero por sus reiteradas tentativas de fuga,
esta prisión se prolonga por diecinueve largos años. El contacto con verdaderos
delincuentes, va minando la salud moral de Jean Valjean, quien se embrutece en
ese ambiente malsano y sórdido. Pero Jean logra evadirse y, de no toparse con
un religioso de nombre Bienvenu Myriel –purísima figura de fervoroso
cristianismo- se hubiera convertido en un verdadero criminal. El encuentro es
breve y dramático. El buen sacerdote le brinda la hospitalidad de su casa, donde
le da de comer y una cama para poder reposar. El religioso sospecha que aquel
hombre es un presidiario, pero su labor en la tierra es la de proteger a los
hombres y no juzgarlos; así lo entiende y así lo hace actuar su fe en Dios.
Jean Valjean pasa la noche en casa de Bienvenu Myriel, pero aprovechando la
oscuridad de la noche, huye de allí, llevándose unos candelabros de plata, que
la criada del sacerdote había guardado en un repostero. La criada comunica al
religioso la sustracción de los objetos, así como la desaparición de aquel
intruso. El sacerdote permanece en silencio y sólo atina a dirigir su mirada al
cielo, como buscando una explicación en su Dios. Pero Jean Valjean no puede
llegar muy lejos con tan valiosas preseas y es detenido. No sabiendo cómo
justificar el porqué de esos candelabros en su poder, sólo atina a manifestar
que el religioso se los ha obsequiado. Guiado por la policía, que conoce al
sacerdote Myriel, Jean Valjean es llevado hasta la casa del religioso, quien
lejos de desmentirlo, lo protege, alegando que verdaderamente él se los ha
obsequiado. Ya en libertad, Jean Valjean recibe la centella de luz que, puesta
en su corazón, dará lugar más tarde a una profunda redención. Jean Valjean a
partir de entonces, construirá una nueva vida, con una nueva identidad: el
señor Magdalena.
Jean Valjean ha encontrado a Dios en su tortuoso
camino. Años después, nos topamos con un Jean Valjean que lleva una vida
solitaria y enigmática figura de bienhechor. Jean Valjean conoce a Fantine,
encuentro que va a transformar su vida futura de manera gravitante. Se trata de
una mujer que, siendo muchacha, fue seducida casi en broma por un estudiante,
y, casi en broma también, abandonada al drama de la maternidad. Desde aquel
momento Fantine vive sólo para la hijita nacida de aquella desgraciada
aventura, y, para mantenerla, se prostituye. Obligada a confiarle a una
sospechosa pareja, los Thénardier, vende sus bellísimos dientes a un dentista
para enviar a ésta el dinero necesario para curar a la niña de una enfermedad
inventada por aquellos bribones. La mujer finalmente, como producto de la mala
vida que ha llevado, muere, redimiendo su vida de abyección con la secreta luz
de su amor de madre y el único consuelo de poder confiar, al morir, la pequeña
Cosette – que así se llama la niña, a los cuidados del buen Jean Valjean. Jean
se hace cargo de la niña con la misma dedicación que daría a su propia hija,
porque eso es lo que representa para Jean la figura de la niña: el único ser
tierno que ha estado junto a él en los últimos veinticinco años de su trágica
existencia. Cossette crece, y con el tiempo se enamora de Mario, un muchacho
hijo de un general del imperio que ha abrazado la causa del pueblo y combate en
las barricadas; joven generoso que busca la luz del hombre en las criaturas más
miserables y quiere aclarar las densas tinieblas que las rodean. Luego está el
Mario enamorado de la dulce Cosette, el cual no logra, a pesar de todo,
infundir personalidad a su pasión ideal. Finalmente existe el Mario vinculado
al recuerdo paterno, hijo de un general del imperio elevado a la nobleza por
Napoleón Bonaparte en Waterloo, que alienta en sus calurosos sentimientos
democráticos, el secreto respeto hacia aquel título nobiliario ganado por su
padre en el campo de batalla y no reconocido luego del desastre napoleónico, el
Mario que cubre de dinero a una sospechosa figura de expoliador en el preciso
momento en que la tiene en su poder, en su testamento, recomendó su protección,
en la creencia de haber sido salvado por quien lo había recogido mortalmente
herido sólo para despojarlo. De este amor, entre Cosette y Mario, Jean Valjean
será el genio tutelar. Cosette, en realidad, es la conjunción de dos
personajes: el de la niña abandonada y expuesta a los malos tratos de los miserables
Thénardier que la criaron mientras vivió la madre, y el de la muchacha pura que
divide su afecto entre el hombre que la cuida y tiene como hija, Jean Valjean,
y el que la ama, Mario. Por fin aparece en el horizonte de Jean Valjean una
tormenta inesperada, una tempestad que azota desde el pasado: la policía cree
haber atrapado y reconocido al antiguo expresidiario y evadido de la prisión
Jean Valjean en un infeliz anormal que se parece físicamente al verdadero Jean
Valjean que ha cambiado su identidad y a quien ahora se le conoce con el nombre
de M. Madeleine. El supuesto Jean Valjean está a punto de ser condenado y Jean
descubre que se encuentra atado de nuevo a su turbia personalidad, y siente el
deber de resumirla; ahora tendrá que denunciarse a sí mismo para salvar al
inocente: la labor redentora del sacerdote Myriel no ha sido en vano. Como el
tiempo apremia, Jean Valjean corre hacia el lugar donde está siendo juzgado
aquel pobre infeliz que ha sido confundido con él. Revela su personalidad y eso
basta para que vuelva a ser detenido y puesto a la custodia del policía Javert,
el hombre que durante años se dedicó a su busca y captura.
“Llegó el momento de cerrar el debate. El presidente mandó levantar al
acusado, y le hizo la pregunta de costumbre:
-¿Tenéis algo que alegar en defensa propia?
El hombre se puso en pie dando vueltas entre sus manos al gorro, como si
no hubiese entendido la pregunta.
El presidente la repitió.
Entonces la oyó el acusado; pareció que la había comprendido. Hizo un
movimiento como si se despertase de un sueño, paseó la vista alrededor, miró al
público, a los gendarmes, a su abogado, a los jurados, al tribunal; puso su
monstruosa mano sobre la barandilla que había delante de su banquillo, miró de
nuevo, y luego, dirigiendo la vista al fiscal, empezó a hablar. Habló como un
torrente; las palabras se escapaban de su boca incoherentes, impetuosas,
atropelladas, confusas, como si acudiesen en tropel a sus labios para salir de
una vez. Véase lo que dijo, dirigiéndose a la sala:
-Tengo que decir algo. Yo he sido carretero en París, y he estado en
casa del señor Balouq. Mi profesión era muy dura: los carreteros trabajan
siempre al aire libre en patios o bajo cobertizos en los buenos talleres; pero
nunca en sitios cerrados, porque necesitan mucho espacio. En el invierno pasan
tanto frío que tiene uno que golpearse los brazos para calentarse; pero esto no
gusta a los maestros, porque dicen que se pierde tiempo. Manejar el hierro
cuando están heladas las calles es muy duro. Así se acaban pronto los hombres,
y se hace uno viejo cuando aún es joven. A los cuarenta años, hombre gastado.
Yo tenía cincuenta y tres y lo pasaba muy mal. ¡Y después son tan malos los
obreros! Cuando uno no es joven le llaman por cualquier cosa: ¡pícaro viejo, burro
viejo! Yo no ganaba más que treinta sueldos al día, me pagaban lo menos que
podían; los maestros se aprovechaban de mi edad. Además, yo tenía una hija que
era lavandera del río: ganaba poco, pero los dos íbamos tirando. Más ella tenía
mucho trabajo también. Estaba todo el día metida en una barca hasta medio
cuerpo, con lluvias, con nieves, con un viento que cortaba la cara. Cuando
helaba era lo mismo, tenía que lavar, porque hay mucha gente que no tiene
bastante ropa, y espera en seguida; y si no lavaba perdía los parroquianos. Las
tablas están muy mal juntas, y entra el agua por todas partes. Los vestidos se
mojaban todos por arriba y por abajo; el agua le penetraba. Lavó también algún
tiempo en el hospital de los niños expósitos, adonde llega el agua por caños.
Allí no hay bancas. Se lava delante del caño, y se aclara en el estanque: como
allí está cerrado se tiene menos frío; pero la colada de agua caliente es muy
mala, y hace perder la vista. Venia la pobre a las siete de la noche y se
acostaba porque estaba rendida. Su marido le pegaba. Ha muerto ya: hemos sido
muy desgraciados. Era una joven que no iba a los bailes, siempre en su casa. Me
acuerdo de un martes de Carnaval en que estaba acostada a las ocho. Ahí tenéis.
Yo digo la verdad. No tenéis que hacer más que preguntarme. ¡Ah! sí; preguntad:
¡yo soy muy torpe! París es un infierno. ¿Quién conoce al tío Champmathieu? Yo
os he dicho que el señor Balouq. Preguntad en casa de Balouq. No sé qué más me
queréis.
El hombre se calló y permaneció en pie. Había hablado con voz alta,
ronca, precipitada, dura, con una especie de sencillez irritada y salvaje. Una
vez se interrumpió para saludar a alguien entre los espectadores. Las
afirmaciones que lanzaba, por decirlo así, de su boca salían como una especie
de hipo violento, y acompañaba cada una con un gesto parecido al que hace un
leñador al hender la madera. Así que acabó, el auditorio se echó a reír. El
miró al público, vio que se reía, y, no comprendiendo nada, se echó a reír
también.
Triste era aquel espectáculo.
El presidente, que era un hombre atento y benévolo, habló a su vez.
Recordó a los “señores jurados” que el señor Balouq, antiguo maestro
carretero con quien había trabajado el acusado, había sido citado inútilmente.
Estaba en quiebra y no había podido ser habido.
Después, volviéndose al acusado, le aconsejó que oyera lo que iba a
decirle, y añadió:
-Vuestra situación exige que reflexionéis. Sobre vos pesan las más
graves presunciones, y os pueden traer consecuencias capitales. Por interés
vuestro, os requiero por última vez para que os expliquéis claramente sobre
estos dos hechos: Primero: ¿habéis escalado la cerca de Pierron, roto una rama
y robado manzanas, es decir, habéis cometido un robo con escalamiento? ¿Sí o
no? Segundo: ¿sois el ex presidiario Juan Valjean? ¿Sí o no?
El acusado movió la cabeza como si hubiese comprendido y supiese lo que
iba a responder. Abrió la boca, se volvió hacia el presidente y dijo:
-En primer lugar…
Después miró su gorra, miró al techo, y se calló.
-Acusado- dijo el fiscal con severa voz-, estad atento. No respondéis a
nada de lo que os preguntan. Vuestra turbación os condena. Es evidente que no
os llamáis Champmathieu; que sois el presidiario Juan Valjean, oculto bajo el
nombre de Juan Mathieu, que era el apellido de vuestra madre; que habéis estado
en Auvernia, y que sois natural de Faverolles, donde erais podador. Es evidente
que habéis robado, con escalamiento, manzanas maduras en el cercado de Pierron.
Los señores jurados apreciarán estos hechos.
El acusado se había sentado; pero de repente se levantó cuando acabó de
hablar el fiscal, y gritó:
-¡Sois muy malo! Esto es lo que quería decir, y no sabía cómo. Yo no he
robado nada, soy un hombre que no puede comer todos los días. Venia de Ailly,
iba por el camino después de una tempestad que había asolado el campo: los
charcos se desbordaron y no se veían por cima de las arenas más que las puntas
de la hierba; al lado del camino encontré una rama con manzanas en el suelo, y
la recogí sin saber que me traería un castigo. Hace tres meses que estoy preso
y que me interrogan. Después de esto no sé qué decir; se habla contra mí; se me
dice: ¡responde! El gendarme, que es un buen muchacho, me da con el codo, y me
dice por lo bajo: contesta. Yo no sé explicarme, no he hecho estudios; soy un
pobre. Esto es lo que es injusto no conocer. No he robado: he cogido del suelo
una cosa. Decís Juan Valjean, Juan Mathieu, yo no los conozco: serán aldeanos.
He trabajado en casa del señor Balouq, en el bulevar del Hospital. Me llamo
Champmathieu. Sois muy malintencionado al decirme donde he nacido. Yo lo
ignoro; porque no todos tienen una casa para venir al mundo. Esto sería muy
cómodo. Creo que mi padre y mi madre andaban por los caminos, y no sé más.
Cuando era niño me llamaban Pequeño, ahora me llaman Viejo. Estos son mis
nombres de bautismo. Tomadlo como queráis. Que he estado en Auvernia, que he
estado en Faverolles. ¡Padiez! ¿Y qué? ¿Es imposible haber estado en Auvernia y
en Faverolles sin haber estado antes en presidio? Os digo que no he robado, y
que soy el tío Champmathieu. He estado en casa del señor Balouq; allí he
vivido. Me estáis fastidiando con vuestras tonterías. ¿Por qué estáis tan
encarnizados conmigo?
El fiscal había permanecido en pie, y dirigiéndose al presidente, le dijo:
-Señor presidente: Después de oír las negativas confusas y muy hábiles
del acusado, que quiere pasar por idiota, pero que no lo conseguirá- se lo
advertimos-, pedimos al tribunal se sirva mandar llamar de nuevo a los
condenados Brevet, Cochepaille y Chenildieu, y al inspector de policía Javert,
para interrogarles por última vez acerca de la identidad del acusado y del
presidiario Juan Valjean.
-Debo advertir al fiscal de Su Majestad- dijo el presidente- que el
inspector Javert, llamado por sus obligaciones a la capital de un distrito
próximo, ha dejado esta ciudad así que hizo su declaración. Le hemos dado
licencia para ello, son el consentimiento del ministerio público y del defensor
del acusado.
-Es cierto, señor presidente- dijo el fiscal-. En ausencia del señor
Javert, creo que debo recordar a los señores jurados lo que ha declarado aquí
mismo hace pocas horas. Javert es un hombre estimado que honra con rigurosa y
estrecha probidad un cargo inferior, pero de importancia. Véase en qué términos
ha declarado: “No tengo necesidad de presunciones morales, ni de pruebas
materiales que desmientan las negativas del acusado. Le conozco perfectamente.
Este hombre no se llama Champmathieu: es un antiguo presidiario muy malo y muy
temido, llamado Juan Valjean. Se le puso en libertad, al terminar su condena,
con sentimiento. Ha sufrido diecinueve años de trabajos forzados por robo
calificado. Cinco o seis veces trató de escaparse. Además del robo de Gervsillo
y de Pierron, sospecho que cometió otro en casa de Su Ilustrísima, el difunto
obispo de D. Le he visto muchas veces cuando era ayudante en Tolón. Repito que
le conozco perfectamente.
Esta declaración tan terminante produjo una viva impresión en el público
y en el jurado. El fiscal concluyó insistiendo en que a falta de Javert fuesen
oídos de nuevo o interrogados solemnemente los tres testigos Brevet, Cochepille
y Chenidieu.
El presidente dio una orden a un ujier, y un momento después se abrió la
puerta del cuarto de los testigos. El ujier, acompañado de un gendarme,
dispuesto a auxiliarle, introdujo al condenado Brevet. El auditorio estaba en
suspenso: todos los corazones palpitaban como si tuvieran una sola vida.
El presidiario Brevet llevaba el traje negro y gris de las prisiones
centrales. Era un hombre de unos sesenta años, que tenía aire de pícaro y facha
de hombre de negocios, cualidades que van juntas algunas veces. En la cárcel,
adonde le habían llevado nuevos delitos, había llegado a ser calabocero, o cosa
semejante. Era un hombre cuyos jefes decían: “Quiere hacer útil”. Los
capellanes daban testimonio de sus costumbres religiosas. No debe olvidarse que
esto sucedía en tiempo de la Restauración.
-Brevet- dijo el presidente-. Habéis sufrido una pena infamante, y no
podeis jurar.
Brevet bajó los ojos.
-Pero aun en el hombre degradado por la ley, puede quedar, cuando la
misericordia divina lo permite, un sentimiento de honor y de equidad. Apelo a
ese sentimiento en este instante decisivo. Si existe aún en vos, como creo,
reflexionad antes de responderme; considerad por un lado, que podéis perder a
este hombre, y por otro que podéis ayudar a la justicia. El instante es
solemne, y aún es tiempo de retractaros si os habéis equivocado acusado,
levantaos. Brevet, mirad bien al acusado; reunid vuestros recuerdos, y decid en
vuestra conciencia, si persistís en reconocer en este hombre a vuestro antiguo
compañero de presidio Juan Valjean.
Brevet miró al acusado, y después se volvió al tribunal.
-Sí, señor presidente. Yo lo he conocido el primero, y persisto en ello.
Este hombre es Juan Valjean, que entró en el presidio de Tolón en 1796, y salió
en 1815. Yo salí un año después. Ahora tiene el aire de Bruto, lo cual
consistirá en que le ha embrutecido la edad: en el presidio era muy socarrón.
Lo conozco positivamente.
-Id a vuestro asiento- dijo el presidente-. Acusado, seguid en pie.
Entró Chenildieu, presidiario perpetuo, como indicaba su chaqueta roja y
su gorro verde. Sufría su pena en el presidio de Tolón, de donde había salido
para declarar en esta causa. Era de pequeña estatura, como de cincuenta años,
vivo, arrugado, amarillento, nervioso, descarado: tenía en todos sus miembros y
en todo su cuerpo una especie de debilidad enfermiza, y en la mirada una fuerza
inmensa. Sus compañeros le llamaban Niego de Dios.
El presidente le hizo las mismas preguntas que a Brevet. En el momento
en que le recordó que su infamia no le permitía jurar, Chenildieu levantó la
cabeza y miró al público descaradamente. El presidente le amonestó para que se
reportara; y le preguntó, como a Brevet, si conocía al acusado.
Chenildieu soltó una carcajada.
-¡Vaya si le conozco! Hemos pasado cinco años atados a la misma cadena.
¿Te enfadas, antiguo camarada?
-Id a vuestro asiento- dijo el presidente.
El portero entró a Cochepaille, que era otro presidiario perpetuo, que
tenia del presidio vestido de rojo lo mismo que Chenildieu; era natural de
Lourdes, un semi-oso de los Pirineos. Había guardado un rebaño en la montaña, y
de pastor había pasado a bandolero; no era menos salvaje, y parecía más
estúpido que el acusado. Era uno de esos seres desgraciados que la Naturaleza
comienza a formar bestias feroces, y la sociedad concluye haciéndolos
presidiarios.
El presidente trató de conmoverle con algunas palabras patéticas y
graves, y le preguntó, como a los dos, si persistía en creer, sin duda alguna,
que conocía a aquel hombre.
-Es Juan Valjean- dijo Cochepaille-. Se le llamaba también Juan Cabria,
por lo fuerte que era.
Cada afirmación de estos tres hombres, evidentemente sinceros y de buena
fe, había suscitado en el auditorio un murmullo de mal agüero para el acusado;
murmullo que crecía y se prolongaba más tiempo, cada vez que una nueva
declaración venía a dar fuerza a la precedente. El acusado las había oído con
esa expresión de asombro, que, según la acusación, era su principal medio de
defensa. Cuando oyó la primera, los gendarmes que estaban a su lado le oyeron
bisbisear: “Ah, bien! ¡Ahí está uno!”. Después de la segunda, dijo un poco más
alto y con aire casi de satisfacción: “¡Bueno!”. A la tercera exclamó:
“¡Magnifico!”.
El presidente le preguntó:
-Acusado, ¿habéis oído? ¿Qué tenéis que decir?
Y respondió:
-Digo....que… ¡Magnifico!
En el público estalló un rumor que llegó hasta el jurado. Era evidente
que el hombre estaba perdido.
-Ujieres- dijo el presidente-, imponed silencio. Voy a resumir los
debates para dar por terminada la visita.
En ese momento hubo un movimiento al lado del presidente, y se oyó una
voz que gritó:
-¡Bravet, Chenildieu, Cochepille! ¡Mirad aquí!
Todos los que oyeron esta voz quedaron helados; tan lastimero, tan
terrible era su acento. Todas las miradas se volvieron hacia el sitio de donde
había salido. En el lugar destinado a los espectadores privilegiados había un
hombre que acababa de levantarse, y atravesando la puertecilla de la baranda
que lo separaba del tribunal se había puesto en pie en medio de la sala. El
presidente, el fiscal, el señor Bamatabois, veinte personas lo conocieron y
exclamaron a la vez:
-¡El señor Magdalena!
Era él en efecto. La luz del escribano iluminaba su rostro. Tenía el
sombrero en la mano; su traje no estaba descompuesto, tenía la levita abotonada
con esmero. Estaba muy pálido y temblaba ligeramente. Sus cabellos, grises aun
en el momento que llegó a Arras, se habían vuelto completamente blancos. Había
encanecido en una hora.
Todas las cabezas se volvieron. La sensación fue indescriptible. Hubo en
el auditorio un momento de duda. La voz había sido tan penetrante, y aquel
hombre parecía tan tranquilo, que en el primer momento nadie comprendió lo que
había pasado. Preguntándose todos quien había gritado: no podía creerse que
aquel hombre tan tranquilo fuese el que había dado un grito tan horroroso.
Esta duda no duró más que algunos segundos. Antes que el presidente y el
fiscal hubiesen dicho una palabra, antes que los gendarmes y los ujieres
hubiesen podido hacer un gesto, el hombre a quien todos llamaban aún el señor
Magdalena, se había adelantado hacia los testigos Cochepaille, Brevet y
Chenildieu, y les había dicho:
-¡No me conocéis?
Los tres quedaron suspensos e indicaron con un movimiento de cabeza que
no lo conocían. Cochepaille, intimidado hizo el saludo militar. El señor
Magdalena se volvió hacia los jurados y dijo con voz tranquila:
-Señores jurados, mandad poner en libertad al acusado. Señor presidente,
mandad que me prendan. El hombre a quien buscáis no es ese, soy yo. Yo soy Juan
Valjean.
Ni una boca respiraba. A la primera conmoción de asombro había sucedido
un silencio sepulcral. Sentíase en la sala ese terror religioso que sobrecoge a
la multitud cuando va a verificarse alguna gran cosa.
Sin embargo, el rostro del presidente respiraba simpatía y tristeza;
había cambiado un gesto rápido con el fiscal, y algunas palabras en voz baja
con los asesores. Se dirigió después al público, y preguntó con un acento que
fue comprendido por todos:
-¿Hay algún medico entre los circunstantes?
El fiscal tomó la palabra:
-Señores jurados, el extraño e inesperado incidente que acaba de pasar
nos inspira, lo mismo que a vosotros, un sentimiento que no tenemos necesidad
de explicar. Todos conocéis, a lo menos por su reputación, al respetable señor
Magdalena, alcalde de M. Si hay algún medico en el auditorio, nos unimos al
señor presidente para rogarle que examine al señor Magdalena y lo lleve a su
casa.
El señor Magdalena no dejó acabar al fiscal. Lo interrumpió con
mansedumbre y autoridad.
A continuación ponemos las palabras que pronunció, tomadas literalmente,
tales como fueron escritas en seguida por un testigo de aquella escena; tales
como se conservan aún en el oído de todos los que las oyeron hace cuarenta
años.
-Os doy gracias, señor fiscal; pero no estoy loco. Vais a verlo.
Estabais a punto de cometer un grave error: dejad a este hombre; cumplo con mi
deber al denunciarme; porque yo soy ese desgraciado criminal. Soy el único que
veo claro aquí, y os digo la verdad. Dios juzga desde allá arriba lo que hago
en este momento; esto me basta. Podéis prenderme, puesto que estoy aquí. Yo,
mirando por mi propio interés, me he ocultado largo tiempo con otro nombre; he
llegado a ser rico; me han hecho alcalde; he querido vivir entre los hombres
honrados, mas parece que esto es ya imposible. Hay muchas cosas que no puedo
decir ahora: no puedo contaros mi vida; algún día se sabrá. He robado al señor
obispo, es verdad; he robado a Gervasillo, también es verdad. Habéis tenido
razón al decir que Juan Valjean era muy malvado; pero la falta no s toda suya.
Creedme, señores jueces, un hombre tan humillado como yo no debe quejarse de la
Providencia ni aconsejar a la sociedad; pero la infamia de que había querido
salir es muy grande, el presidio hace al presidiario. Reflexionad sobre esto,
si queréis. Antes de ir a presidio era un pobre aldeano muy poco inteligente,
una especie de idiota: el presidio me transformó. Era estúpido, me hice
malvado; era un pedazo de leño, me hice un tizón. La bondad y la indulgencia me
salvaron de la perdición a que me había arrastrado la severidad. Pero,
perdonadme, no podéis comprender lo que dijo. En mi casa, en las cenizas de la
chimenea, hallareis la moneda de cuarenta sueldos que robé hace siete años a
Gervasillo. No tengo más que decir; prendedme. Veo que el señor fiscal mueve la
cabeza como diciendo: “El señor Magdalena se ha vuelto loco”. ¡No me creéis!
Esto es lo más triste. ¡A lo menos, no condenéis a ese hombre! Pues qué: ¿ésos
no me conocen? Quisiera que estuviera aquí Javert; el me reconocería”.
Imposible es describir la melancolía triste y tranquila que acompañó a
estas palabras.
Volviéndose después hacia los tres testigos, les dijo:
-Yo os conozco, Brevet, ¿os acordáis…?
Se interrumpió, dudó un momento, dijo:
-¿Te acuerdas de aquellos tirantes de cuadros que tenías en el presidio?
Brevet hizo un movimiento de sorpresa y le miró de los pies a la cabeza,
asustado.
-Chenildieu- dijo después-, tú que te llamas a ti mismo Niego a Dios,
tienes el hombro derecho todo abrasado, porque te echaste un día sobre un
brasero encendido para borrar las tres letras T. F. P. que aún se descubren
bastante. Responde, ¿no es verdad?
-Es cierto- dijo Chenildieu.
Y dirigiéndose a Cochepaille, le dijo:
-Cochepaille, tú tienes cerca de la sangría del brazo izquierdo una
fecha escrita en letras azules con pólvora quemada. Esta fecha es la del
desembarco del emperador en Cannes el 1°, de marzo de 1815. Levantándose la
manga.
Cochepaille se levantó la manga; todas las miradas se dirigieron a su
brazo desnudo; un gendarme acercó una luz. Allí estaba la fecha.
El desgraciado se volvió hacia el auditorio y hacia los jueces con una
sonrisa que aún mueve a compasión a los que la vieron cuando la recuerdan. Era
la sonrisa del triunfo, pero también la sonrisa de la desesperación.
-Ya veis- dijo- que soy Juan Valjean.
No había ya en aquel recinto jueces, ni acusadores, ni gendarmes; no
había más que ojos fijos y corazones conmovidos. Nadie se acordaba del papel
que debía representar; el fiscal olvidó que estaba allí para acusar, el
presidente que estaba para presidir, el defensor que estaba para defender. No
se hizo ninguna pregunta: no intervino ninguna autoridad. Los espectáculos
sublimes se apoderan del alma y convierten a todos los que los presencian en
meros espectadores. Tal vez ninguno podía explicarse lo que experimentaba;
ninguno podía decir que veía allí una gran luz, y, sin embargo, interiormente
todos se sentían deslumbrados.
Era evidente que tenían delante a Juan Valjean. Su aparición había
bastado para aclarar aquel negocio tan obscuro algunos momentos antes. Sin
necesidad de explicación alguna, aquella multitud comprendió en seguida, como
por una especie de revelación eléctrica, la grandeza del hombre que se
entregaba para evitar que fuese condenado otro en su lugar. Los detalles, las
dudas, las dificultades posibles se perdieron en aquella luz: la impresión pasó
con rapidez, pero fue irresistible.
-No quiero perturbar por más tiempo la audiencia- dijo Juan Valjean-. Me
voy, puesto que no me prenden. Tengo mucho que hacer. El señor fiscal sabe
quién soy y adónde voy, y me mandará prender cuando quiera.
Se dirigió a la puerta. Ni se elevó una voz, ni se extendió un brazo
para detenerle. Todos se apartaron: Juan Valjean tenía en aquel momento esa
superioridad que obliga a la multitud a retroceder delante de un hombre. Pasó
por medio de la gente con lentitud: no se sabe quién abrió la puerta; pero lo
cierto es que estaba abierta cuando llegó a ella. Allí se volvió, y dijo:
-Señor fiscal, estoy a vuestra disposición.
Y dirigiéndose al auditorio, añadió:
-Todos creéis que soy digno de compasión. ¿No es verdad? ¡Dios mío!
Cuando pienso en lo que he estado a punto de hacer, me creo digno de envidia.
Sin embargo, preferiría que nada de esto hubiera sucedido.
Salió; la puerta se cerró como se había abierto; porque los que hacen
alguna cosa grande están siempre seguros de encontrar alguien que les sirva
entre la multitud.
Una hora después, el veredicto del jurado declaraba inocente a
Champmathieu, que puesto en libertad inmediatamente, se fue estupefacto,
creyendo que todos estaban locos, y no comprendiendo nada de lo que habían
visto.”
(“Los Miserables”, Víctor Hugo, Editorial Universo S.A. 1981- Tomo I,
págs. 207-214).
Javert es el hombre del deber: en su calidad de
policía, interpreta sus obligaciones en la forma más rigurosa, hasta rodear con
una especie de idealismo castrense no tanto su profesión como la obediencia a
las leyes que la rigen. Javert ve la humanidad dividida en dos campos
distintos: el de quienes siguen la ley y el de quienes están al margen de ella,
y se considera encargado de imponer efectivamente la ley a quien efectivamente
la rechace. Pero por debajo de esta concepción elemental, está su humanidad,
que el mismo ignora. Poco a poco va madurando en el intransigente policía la
oscura sensación de que su mundo de escuetos trazos, sin esfumados ni medias
tintas, no corresponde a la realidad de los hombres sobre los cuales actúa. Y,
cuando más Javert se aproxima a la conciencia de ello, tanto más se atrinchera
tras un baluarte de intransigencia, ya que su profesión no admite términos
medios. Cuando Javert aparece en la novela, ha llegado ya ese momento, pero
nadie lo sospecha, ni siquiera él. Su drama es, pues, durante la mayor parte
del relato, algo externo a él, quizás advertido por ecos interiores. Así vemos
a este hombre tan justo obligado por un trágico destino a ofender
continuamente, en el cumplimiento de su deber, toda justicia humana. Sus
víctimas son una desdichada mujerzuela callejera, Fantine, y un presidiario
evadido, Jean Valjean, iluminados por una luz a la que Javert es fatalmente
ciego. Pero Jean Valjean logra evadirse nuevamente, toma otra personalidad, y
continúa su vida bienhechora. Javert, como un perro de caza tras la zorra,
sigue persiguiéndolo para entregar a la justicia al galeote evadido. En la
rebelión de 1832, Valjean se encuentra con Javert, quien ha sido tomado
prisionero por los rebeldes; lejos de matarlo y librarse de él para siempre,
Jean Valjean parece escuchar en su corazón la voz de monseñor Myriel, y le
salva la vida cuando iba a ser ejecutado por los revoltosos. Javert parte con
Jean Valjean como prisionero, pero cerca al puente que atraviesa el rio Sena,
lo deja en libertad. Toda la vida del policía Javert queda destruida en ese
crucial momento y no le es posible reconstruirla. Ha infringido su deber por
primera vez en su vida al dejar en libertad a un presidiario: entonces la vida
se le hace intolerable y deja que las aguas del rio Sena lo engullan.
“Javert se alejó lentamente de la calle del
Hombre-Armado.
Caminaba con la cabeza baja por la primera vez de
su vida, y también por la primera vez de su vida con las manos cruzadas atrás.
Hasta entonces Javert, de las dos actitudes de
Napoleón, sólo había adoptado la que derrota un ánimo resuelto, los brazos
cruzados sobre el pecho; érale desconocida la que denota incertidumbre; esto
es, las manos cogidas atrás. Habíase verificado en él un gran cambio; toda su
persona, lenta y sombría, llevaba el sello de la ansiedad.
Internóse en las calles más silenciosas.
Sin embargo, seguía una dirección.
Tomó por el camino más corto hacia el Sena, llegó
al muelle de los Olmos, le costeó, dejó tras de sí la Greve, y se detuvo a
alguna distancia del cuerpo de guardia del Chatelet, en el ángulo del puente de
Nuestra Señora. El Sena, entre el puente de Nuestra Señora y el Pont-au-Change
a un lado, y los muelles de las Mégisserie y de las Flores al otro, forma una
especie de lago cuadrado que atraviesa un remolino.
Este punto del Sena es muy temido de los marineros.
Nada hay más peligrosos que ese remolino, cuya furia aumentaban en aquella
época las estacas del molino del puente, hoy demolido. Los dos puentes, tan
próximos uno a otro, contribuyen a que sea mayor el peligro, y el agua se
precipita de una manera formidable por debajo de los arcos. Acumulándose allí,
forcejea contra los postes, como para arrancarlos con gruesas cuerdas liquidas.
Los hombres que caen en aquel remolino no vuelven a aparecer; ahogándose allí
los más diestros nadadores.
Javert apoyó los dos codos en el parapeto, la barba
en las dos manos, y mientras que sus uñas se contraían maquinalmente en las
pobladas patillas, se puso a meditar.
En el fondo de su alma acababa de pasar algo nuevo,
una revolución, una catástrofe, y había materia para entregarse a un profundo
examen.
Javert padecía horriblemente.
Hacía algunas horas que la unidad de objeto había
cesado en él. Sentíase turbado; aquel cerebro, tan límpido en su misma
ceguedad, había perdido la transparencia; empañaba aquel cristal una nube.
Javert conocía que su deber era mostrarse al descubierto, y no cabía ya
disimulo. Cuando encontró tan impensadamente a Juan Valjean en el ribazo del
Sena, hubo en él algo del lobo que se apodera de nuevo de su presa, y del perro
que vuelve a hallar a su amo.
Ante sí veía dos sendas, ambas igualmente rectas,
pero eran dos, y esto le aterraba, pues en toda su vida no había conocido sino
una sola línea recta. Y para colmo de angustia, aquellas dos sendas eran
contrarias y se excluían mutuamente. ¿Cuál sería la verdadera?
Su situación era inexplicable.
Deber la vida a un malhechor; admitir y reembolsar
esta deuda; estar a pesar de sí mismo, mano a mano, con una persona perseguida
por la justicia, y pagarle un servicio con otro servicio; dejar que le dijesen:
márchate, y decir a su vez: sé libre; sacrificar a motivos personales el deber,
esta obligación general, y sentir en aquellos motivos personales algo de
general también, y quizá algo de superior; vender la sociedad por ser fiel a su
conciencia; la realización de tales absurdos y su acumulación en él, en su
individuo, esto el aterraba.
Habíale admirado una cosa, y era que Juan Valjean
le perdonase: y petrificábale la idea de que él, Javert, hubiese perdonado a
Juan Valjean.
¿Qué era de su personalidad? Buscábase y no se
encontraba.
¿Qué había de hacer ahora? Si malo le parecía
entregar a Juan Valjean, menos malo se le figuraba que era dejarle libre. En el
primer caso, el hombre de la autoridad descendía más que el hombre del
presidio; en segundo, un presidiario se sobreponía a la ley, y la pisoteaba. En
ambos casos, el deshonor era para él. En cualquier partido que adoptase, había
descenso. El destino tiene ciertas extremidades perpendiculares a lo imposible,
más allá de las cuales la vida no es más que un precipicio. Javert estaba en
una de esas extremidades.
Afligíale tener que pensar. La misma violencia de
todas estas emociones contradictorias le obligaban a ello. ¡El pensamiento!
cosa inusitada para él, y que le causaba un dolor indecible.
Hay siempre en el pensamiento cierta cantidad de
rebelión interior, e irritábale sentirla en sí.
El pensamiento, sobre cualquier asunto, ajeno al
estrecho círculo de sus funciones, hubiera sido para él, en todos los casos,
una inutilidad y una fatiga; pero, versando sobre el día que acaba de pasar,
era un tormento. Sin embargo, había que examinar la conciencia, después de
tales sacudimientos, y erigirse en juez de sí mismo.
Estremecíase al considerar lo que había hecho,
decidiendo, contra todos los reglamentos de policía, contra toda la
organización social y judicial, contra el Código entero, poner en libertad a un
hombre.
Habíale convenido esto; había sustituido sus
negocios públicos. ¿No era incalificable tal conducta? Cada vez que fijaba la
mente en aquella acción sin nombre, acometíale un temblor general, ¿Qué
resolución debía tomar? Un solo recurso le quedaba: volver apresuradamente a la
calle del Hombre- Armado, y apoderarse de Juan Valjean. Claro estaba que no
debía hacer sino eso. Con todo, no podía. Algo le cerraba el camino por aquel
lado.
¿Y qué era ese algo? ¿Hay en el mundo una cosa
distinta de los tribunales, de las sentencias, ejecutorias, de la policía y de
la autoridad? Las ideas de Javert se confundían.
¡Un presidiario sagrado! ¡Un presidiario que se
emancipaba de la justicia por causa de Javert!
¿No era horrible que Javert y Juan Valjean, el
hombre hecho para el rigor y el hombre hecho para el padecimiento, ambos
sujetos a la ley, hubiesen llegado al extremo de sobreponerse a ella?
¡Cómo! ¡Sucedían atrocidades por el estilo, y nadie
seria castigado! ¡Juan Valjean más fuerte que todo el orden social, se vería
libre, y Javert continuaría comiendo el pan del gobierno.
Poco a poco su meditación tomaba un carácter
terrible.
También hubiera podido dirigir a su conciencia
algún cargo con motivo del insurrecto conducido a la calle de la Monjas del
Calvario, pero no pensaba en él. La falta menor se perdía en la mayor. Por otra
parte, tratábase de un hombre evidentemente muerto, y con la muerte concluye la
persecución legal.
Juan Valjean era el preso que abrumaba su espíritu.
Juan Valjean le desconcertaba. Los axiomas que
habían sido los puntos de apoyo de toda su vida, caían por tierra ante aquel
hombre. La generosidad usada con él le tenía agobiado. Recordaba hechos que en
otro tiempo había calificado de mentiras y locuras, y que ahora le parecían
realidades. La figura del señor Magdalena se bosquejaba por detrás de Juan
Valjean, superponiéndose ambas, y no formando más que una, que era venerable.
Javert sentía penetrar en su alma alguna cosa horrible: la admiración hacia un
presidiario. Pero ¿se concibe que se respete a un presidiario? No, y a pesar de
ello, él le respetaba. Por más esfuerzos que hacía, tenía que confesar en su
fuero interno la sublimidad de aquel miserable. Esto era odioso.
Un malhechor benéfico, un presidiario compasivo,
dulce, clemente, recompensando el mal con el bien, el odio con el perdón, la
venganza con la piedad; prefiriendo perderse a perder a su enemigo; salvando al
que le había herido, de rodillas en lo más culminante de la virtud, más cerca
del ángel que del hombre; era un monstruo cuya existencia no podía ya negar
Javert.
Imposible que esto continuase así.
Preciso es convenir en que él no se había rendido
de buen grado a aquel monstruo, a aquel ángel infame, a aquel héroe terrible,
que le causaba tanta indignación como asombro. Veinte veces, cuando iba en el
carruaje en compañía de Juan Valjean, el tigre legal había rugido en él. Veinte
veces había sentido tentaciones de arrojarse sobre Juan Valjean, cogerle y
devorarle, esto es, sorprendente: ¿Había nada más sencillo? Con gritar delante
del primer cuerpo de guardia: -¡Un presidiario que se ha fugado! – Y luego
llamar a los gendarmes y decirles: -Os entrego ese hombre-; marchándose y
dejándole allí, sin volver a ocuparse en la suerte del criminal, todo estaba concluido;
la ley podía disponer del preso como estimase mejor. ¿Qué cosa más justa?
Javert había pensado todo esto, había querido ponerlo en ejecución, prender a
aquel hombre; y entonces, lo mismo que ahora, tropezó con una barrera
insuperable; cada vez que la mano del inspector de policía se levantaba
convulsivamente para coger a Juan Valjean por el cuello, aquella mano, como si
tirase de ella un peso enorme, había vuelto a caer, y en el fondo de su
pensamiento oía una voz, una voz extraña que le gritaba: “Bueno. Entrega a tu
salvador, y en seguida haz traer la jofaina de Poncio Pilatos, y lávate”.
Después se examinaba a sí mismo, y, junto a Juan
Valjean ennoblecido, contemplaba a Javert degradado.
¡Un presidiario era su bienhechor!
-Pero, ¿por qué había permitido que aquel hombre le
perdonase la vida? Tenía derecho a morir en la barricada, y hubiera debido usar
de este derecho. Hubiera debido llamar a los demás insurrectos en su auxilio
contra Juan Valjean, y haber hecho que te fusilen: valía más así.
Su angustia mayor era la desaparición de la
certidumbre. Sentía como si le faltasen las raíces. El Código no era más que un
papel mojado en su mano. Acometíanle escrúpulos de una especie desconocida.
Efectuábase en él una revelación sentimental enteramente distinta de la
afirmación legal, su medida única hasta entonces. No le bastaba ya permanecer
en la honradez antigua. Un orden de hechos inesperados surgía y le subyugaba.
Era para su alma un mundo nuevo: el beneficio aceptado y devuelto, la
abnegación, la misericordia, la indulgencia, las violencias hechas por la
piedad a la austeridad, la acepción de personas; no más sentencias definitivas,
no más condenas; la posibilidad de una lagrima en los ojos de la ley; cierta
justicia, según Dios, contraria a la justicia, según los hombre. Divisaba en
las tinieblas la imponente salida de un sol moral y desconocido y experimentaba
al mismo tiempo el horror, y el deslumbramiento de semejante espectáculo. Búho
obligado a dirigir miradas de águila.
¡Conque era verdad que había excepciones, que la
autoridad podía desconcertarse, que la regla podía retroceder ante un hecho,
que todo no cabía en el texto de la ley, que lo imprevisto se hacía obedecer,
que la virtud de un presidiario podía tender un lazo a la virtud de un empleado
público, que lo monstruoso podía ser divino, que el destino tenía emboscadas de
esta clase, y que el mismo Javert no estaba al abrigo de una sorpresa!
Veíase en la necesidad de reconocer con
desesperación, que la bondad existía. Aquel presidiario había sido bueno: y
también él, ¡cosa inaudita! Acababa de serlo. Ibase, pues, depravando.
Se conceptuaba cobarde, y tenía horror de sí mismo.
El ideal para Javert no era ser humano, grande,
sublime; era ser irreprensible. Ahora bien; acababa de cometer una falta.
¿Cómo había podido cometerla? ¿Cómo había pasado
todo aquello? Ni él mismo lo sabía. Se cogía la cabeza con ambas manos; pero, a
pesar de sus esfuerzos no alcanzaba a explicárselo.
El, sin duda, había tenido siempre intención de
poner a Juan Valjean a disposición de la ley, de que era cautivo, y de la cual
él, Javert, era esclavo. Jamás, mientras le tuvo en sus manos, le había
ocurrido el pensamiento de dejarle ir. Hízolo, pues, en cierto modo, contra su
voluntad, y sin saber lo que hacía.
¡Interrogatorio tremendo! Dirigíase preguntas, daba
respuestas, y estas respuestas le aterraban. Preguntábase: ¿qué ha hecho ese
presidiario, a quien he perseguido sin cesar, que me ha tenido bajo sus pies,
que podía y debía vengarse, tanto por rencor como por seguridad, dejándome la
vida, perdonándome? ¿Su deber? No. Algo más. ¿Hay, pues, algo por encima del
deber? Al llegar aquí se asustaba: dislocábase su balanza; uno de los platillos
caía en el abismo, el otro se elevaba al cielo; y Javert sentía el mismo terror
por el que subía como por el que bajaba. Sin haber en él nada de lo que se
llama volteriano, o filósofo, o incrédulo; lleno, al contrario, instintivamente
de respeto hacia la iglesia establecida, no la conocía, sin embargo, sino como
un fragmento augusto del edificio social. El orden era su dogma y le bastaba.
Desde que tuvo edad de hombre y empezó a desempeñar su cargo, cifró en la
policía casi toda su religión. Consideraba (y cuenta que empleamos aquí las
palabras sin la menor ironía, en la acepción más formal) el espionaje como un
sacerdocio. Tenía un superior, que era el señor Gisquet; apenas había pensado
hasta aquel día en ese otro superior: Dios.
¡Dios! sentíale dentro de sí inesperadamente, y
experimentaba cierto malestar.
El hecho predominante para él era, que acababa de
cometer una espantosa infracción. Había dado libertad a un criminal
reincidente, a un presidiario. Había robado a las leyes un hombre que les
pertenecía. Nada menos que esto había hecho, y no se comprendía a sí mismo.
Ni siquiera concebía las razones de su modo de
obrar. Agitábale una especie de vértigo. Hasta entonces había vivido con fe
ciega que engendra la probidad tenebrosa. Abandonábale está fe; faltábale esta
probidad. Todas sus creencias se desvanecían. Algunas verdades, que no quería
escuchar, le asediaban inexorablemente.
En adelante era preciso ser otro hombre. Padecía
los extraños dolores de una conciencia ciega, bruscamente devuelta a la luz.
Veía lo que le repugnaba ver. Encontrábase vacío, inútil, segregado de su
pasada vida, destruido, disuelto. En él había muerto la autoridad, y no tenía
ya razón de ser.
¡Situación terrible la de sentirse conmovido!
¡Ser de granito y andar! ¡Ser la estatua del
castigo fundida de una vez en el molde de la ley, y hallar de repente que bajo
el pecho de bronce hay algo de absurdo y de rebelde que se asemeja mucho a un
corazón! ¡Pagar un bien con otro bien, aunque hasta allí se hubiese creído que
aquel bien era el mal! ¡Ser el perro de guardia y lamer! ¡Ser el hielo, y
derretirse! ¡Ser la tenaza, y convertirse en mano! ¡Sentir de improviso que los
dedos se abren para soltar la presa! ¡Horrible situación!
¡El hombre proyectil sin saber ya el camino, y
retrocediendo!
No había sino dos maneras de salir de tan violento
estado. Una, ir resueltamente a casa de Juan Valjean y prender al reo. Otra…
Javert dejó al parapeto, e irguiendo su cabeza, se
dirigió con paso firme al cuerpo de guardia indicado por un farol en una de las
esquinas de la plaza de Chátelet.
Miró por el ventanillo, y viendo que estaba dentro
un municipal, entró. Los empleados de policía se conocen entre sí en el modo
como empujan la puerta de un cuerpo de guardia.
Javert dijo su nombre, mostró su tarjeta al
municipal, y se sentó junto a una mesa, sobre la cual había pluma, tintero y
papel, por si se ofrecía tomar alguna sumaría eventual, y también para escribir
los partes de las rondas nocturnas.
La mesa del cuerpo de guardia, con su
correspondiente silla de paja, es una especie de institución; existe en todos
los puestos de policía; sus constantes adornos son: un platillo de boj lleno de
aserrín, y una caja de cartón con obleas encargadas. Es el piso bajo del estilo
oficial. Por ella empieza la literatura del Estado.
Javert tomó la pluma y un pliego de papel, y se
puso a escribir lo siguiente:
ALGUNAS OBSERVACIONES
PARA EL BIEN DEL SERVICIO
“Primero. Suplico al señor prefecto que pase la
vista por estas líneas.
“Segundo. Los detenidos que vienen de la sala de
Audiencia se quitan los zapatos, y permanecen descalzos en el piso de ladrillos
mientras se les registra. Muchos tosen cuando se les conduce al encierro. Esto
ocasiona gastos de enfermería.
“Tercero. Es bueno seguir la pista, revelándose los
agentes de distancia en distancia; pero convendría que en las ocasiones
importantes, dos agentes, por lo menos, no se perderían de vista, con objeto de
que, si por cualquier causa un agente afloja en el servicio, el otro le vigile y
haga sus veces.
“Cuarto. No se comprende por qué el reglamento
especial de la cárcel delas Maledonetas prohíbe el preso que tenga una silla,
aun pagándola.
“Quinto. En la cantina delas Maledonetas no hay más
que dos barrotes, y esto permite a la cantinera dejarse tocar la mano por los
detenidos.
“Sexto. Los detenidos, llamados labradores, porque
llaman a los otros a la reja, exigen dos sueldos de cada preso por pregonar su
nombre con voz clara. Es un robo.
“Séptimo. Por un hilo corredizo que retienen diez
sueldos al preso en el taller de los tejedores. Es un abuso del contratista,
pues no es menos bueno el lienzo sin eso.
“Octavo. No parece bien que los que van a visitar
la Fuerza, tengan que atravesar por el patio de los raterillos para ir a
locutorio de Santa María Egipciaca.
“Noveno. Es cierto que diariamente se oye a los
gendarmes referir en el patio de la Prefectura los interrogatorios de los
detenidos. Es un gendarme que debiera ser sagrado, semejante revelación es una
grave falta.
“Décimo. La señora Henry es una buena mujer; su
cantina está muy aseada: pero no es conveniente que una mujer pueda disponer
del secreto del calabozo. Esto no es digno dela Consejería de una gran
civilización”.
Javert trazó las anteriores líneas con mano firme y
escritura correcta, no omitiendo una sola coma, y haciendo crujir el papel bajo
su pluma. Al pie firmó:
“Javert
“Inspector de primera clase.
“En el cuerpo de guardia de la plaza del Chátelet.
“7 de junio de 1832, a eso de la una de la
madrugada”.
Secó la
tinta fresca, dobló el papel en forma de carta, le puso una oblea, y escribió
encima: “Nota para la admiración”; lo dejó sobre la mesa, y salió del cuerpo de
guardia. La puerta se cerró tras él.
Cruzó de nuevo diagonalmente la plaza del Chátelet,
llegó al muelle, y fue a situarse con una exactitud automática en el punto
mismo que había dejado hacia un cuarto de hora. Los codos, como antes, sobre el
parapeto; la actitud idéntica. Parecía no haberse movido.
Obscuridad completa. Era el momento sepulcral que
sigue a la media noche.
Nubes espesas ocultaban las estrellas. El cielo
tenía un aspecto siniestro. No se veía una sola luz en las casas de la “Cité”;
no pasaba nadie; las calles y los muelles adonde la vista podía alcanzar,
estaban desiertos; Nuestra Señora y las torres del Palacio de Justicia parecían
lineamentados de la noche. Un farol alumbraba el pretil del muelle. Los
perfiles de los puentes iban desapareciendo en las tinieblas unos tras otros.
El río había crecido con las lluvias.
El paraje en que se había apoyado Javert estaba,
como se recordará, situado por encima del remolino del Sena, perpendicularmente
a la formidable espiral de las olas que se desatan y vuelven a atar como un
tornillo sin fin.
Javert inclinó la cabeza y miró. Todo estaba negro.
No se distinguía nada. Oíase el ruido de la espuma, pero no se veía el rio. Por
instantes aparecía en aquella profunda vorágine una luz que serpenteaba
vagamente. Es virtud que tiene el agua de coger la luz, no se sabe de dónde, en
medio de la noche más completa, y convertiría en culebra. La claridad no
tardaba en disparar, y todo volvía a quedar confuso y negro. La inmensidad
parecía estar allí abierta. Debajo no era aquello agua, sino abismo. La muralla
del muelle, recta, confusa, mezclada con el vapor, y ocultándose en seguida,
producía el efecto de una muralla del infinito.
No se veía nada; pero se sentía la frialdad hostil
del agua, y el olor especial de las piedras mojadas. Subía del abismo un hálito
salvaje. La crecida del rio que se adivinaba más bien que se percibía, el
trágico murmullo de las olas, la enorme lobreguez de los arcos del puente, la
caída imaginable en aquel sombrío precipicio, todo estaba lleno de horror.
Javert permaneció algunos minutos inmóvil, mirando
aquel abismo de tinieblas. Consideraba lo invisible con una fijeza que tenía
algo de atención. El único ruido era el del agua.
De repente se quitó el sombrero y lo puso en el
pretil del muelle. Poco después apareció de pie sobre el parapeto una figura
alta y negra, que a lo lejos cualquier transeúnte retardado hubiera podido
tomar por un fantasma; se inclinó hacia el Sena, volvió a endurecerse, y cayó
luego a plomo en las tinieblas.
Hubo un estremecimiento sordo, y únicamente la
sombra estuvo en el secreto de las convulsiones de aquella forma oscura que
apareció bajo las aguas.”
(págs. 379-386. Tomo II).
Al poco tiempo, Jean Valjean muere, pero con la
dicha de ver a su querida Cossete casada y dichosa con el hombre que ama.
Enterrado en el cementerio de Pere Lachaise, Jean Valjean descansó en la paz
del Señor. Sobre su tumba una inscripción decía así:
“Duerme: la suerte persiguióle ruda; murió al
perder la prenda de su alma. Larga la expiación, la pena aguda fue; y así
obtuvo la celeste palma”.
EL LICENCIADO VIDRIERA
Novela ejemplar de Miguel de Cervantes que tiene
como personaje Tomás Rodaja, mancebo de humilde condición, pero listo y ávido
de instruirse, fue protegido por dos caballeros estudiantes de Salamanca que le
tomaron a su servicio y le costearon la enseñanza de Leyes, conservándolo a su
lado, más como compañero que como criado, durante ocho años. Terminados los
estudios de ambos caballeros, marcharon a su pueblo de Andalucía, llevando
consigo a Tomás; este permaneció con ellos unos días y volvió a partir para
Salamanca con intención de licenciarse, recibiendo de sus protectores dinero
suficiente para vivir tres años.
Camino de Antequera, encontróse con el capitán don
Diego de Valdivia, quien, prendado de la buena apostura, ingenio y despejo del
mozo, le convenció para que le acompañase a Italia. Embarcaron en Cartagena,
llegaron a Génova, y luego de visitar Milán, Venecia, Florencia, Nápoles y
Roma, pasó Tomás a Flandes, deteniéndose en Gante y Bruselas, desde donde se volvió
a Salamanca para acabar sus estudios.
Quiso su mala suerte que una dama rica se enamorase
de él, llegando a ofrecerle su hacienda; pero Tomás, que atendía más a los
libros que a otros pasatiempos, desdeñó a la hermosa, y esta, para atraerse su
cariño, le administró unos hechizos
que le trastornaron la razón, dando en la extraña manía de creerse de vidrio y
llamarse Vidriera, no consintiendo que nadie le tropezase y durmiendo sobre
paja por considerarse muy quebradizo. Como, fuera de eso, discurría con lucidez,
se hizo famoso por los donaires y sutilezas con que respondía a todo el mundo
(y que Cervantes transcribe extensamente), hasta el extremo de que fue llevado
a la corte con engaños para presentarle a un príncipe que, noticioso de su
fama, quiso conocerle.
Dos años duró la enfermedad de Vidriera; pero
compadecido de él un religioso, le puso en tratamiento y consiguió curarle.
Tomó entonces el nombre de Rueda, y creyó que la fama de agudo que adquirió
estando loco iba a servirle mucho de cuerdo; mas no tardó en desengañarse y en
verse a punto de morir de hambre. Entonces, amargado, renunció a las Leyes,
partió para Flandes en busca de su amigo Valdivia, y allí murió como buen
soldado.
“De los músicos y de los correos de a pie decía que
tenían las esperanzas y las suertes limitadas, porque los unos la acababan con
llegar a serlo de a caballo, y los otros con alcanzar a ser músicos del Rey. De
las damas que llaman cortesanas decía que todas, o las más, tenían más de
corteses que de sanas.
Estando un día en una iglesia vio que traían a
enterrar a un viejo, a bautizar a un niño y a velar una mujer, todo a un mismo
tiempo, y dijo que los templos eran campos de batalla, donde los viejos acaban,
los niños vencen y las mujeres triunfan.
Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se
la osaba sacudir, por no quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle
uno que cómo sentía aquella avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que
aquella avispa debía de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los
murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.
Pasando acaso un religioso muy gordo por donde él
estaba, dijo uno de sus oyentes:
-De hético no se puede mover el padre.
Enojóse Vidriera, y dijo:
-Nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo:
Nolite tangere christos meos.
Y subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en
ello, y verían que de muchos santos que de pocos años a esta parte había
canonizado la Iglesia y puesto en el número de los bienaventurados, ninguno se
llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don Tal de don Tales, ni el
Conde, Marqués o Duque de tal parte, sino fray Diego, fray Jacinto, fray
Raimundo, todos, frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces
del cielo, cuyos frutos, de ordinario, se ponen en la mesa de Dios.
Decía que las lenguas de los murmuradores eran como
las plumas del águila: que roen y menoscaban todas las de las otras aves que a
ellas se juntan. De los gariteros y tahúres decía milagros: decía que los
gariteros eran públicos prevaricadores, porque en sacando el barato del que iba
haciendo suertes, deseaban que perdiese y pasase el naipe adelante, porque el
contrario las hiciese y él cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de
un tahúr, que estaba toda una noche jugando y perdiendo, y con ser de condición
colérico y endemoniado, a trueco de que su contrario no se alzase, no descosía
la boca, y sufría lo que un mártir de Barrabas. Alababa también las conciencias
de algunos honrados gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa
se jugase otros juegos que polla y cientos, y con esto, a fuego lento, sin
temor y nota de malsines, sacaban al cabo del mes más barato que los que
consentían los juegos de estocada, del reparolo, siete y llevar, y pinta en la
del punto.
En resolución, él decía tales cosas, que si no
fuera por los grandes gritos que daba cuando le tocaban o a él se arrimaban,
por el hábito que traía, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el
verano y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras
señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos
del mundo.
Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque
un religioso de la Orden de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular
en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera hablarles, y en curar
locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad, y le curó y
sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y así como le vio
sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas
muestras de cuerdo como las había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse
famoso por él.
Hízolo así, y llamándose el Licenciado Rueda, y no
Rodaja, volvió a la Corte, donde apenas hubo entrado, cuando fue conocido de
los muchachos; mas como le vieron en tan deferente hábito del que solía, no le
osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle, y decían unos a otros:
-¿Éste no es el loco Vidriera? A fe que es él. Ya
viene cuerdo. Pero también puede ser loco bien vestido como mal vestido:
preguntémosle algo, y salgamos de esta confusión.
Todo esto oía el Licenciado y callaba, e iba más
confuso y más corrido que cuando estaba sin juicio.
Pasó el conocimiento de los muchachos a los
hombres, y antes que el Licenciado llegase al patio de los Consejos llevaba
tras de sí más de doscientas personas de todas suertes. Con este
acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al patio, donde le
acabaron de circular cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a la
redonda, alzó la voz y dijo:
-Señores, yo soy el Licenciado Vidriera, pero no el
que solía: soy ahora el Licenciado Rueda. Sucesos y desgracias que acontecen en
el mundo por permisión del Cielo me quitaron el juicio, y las misericordias de
Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco podéis
considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en Leyes por
Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé segundo en licencias: de
do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo.
Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si
no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte: por amor de Dios que
no hagáis que el seguirme sea perseguirme y que lo que alcancé por loco, que es
el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas,
preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según
dicen, de improviso os responderá mejor de pensado.
Escucháronle todos y dejáronle algunos. Volvióse a
su posada con poco menos acompañamiento que había llevado.
Salió otro día, y fue lo mismo; hizo otro sermón, y
no sirvió de nada. Persia mucho y no ganaba cosa; y viéndose morir de hambre,
determinó de dejar la Corte y volverse a Flandes, donde pensaba valerse de las
fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio.
Y poniéndolo en efecto, dijo al salir de la Corte:
-¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los
atrevidos pretendientes y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas
abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos
vergonzosos!
Esto dijo y se fue a Flandes, donde la vida que
había comenzado a eternizar por las letras la acabó de eternizar por las armas,
en compañía de su bien amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de
prudente y valentísimo soldado.”
(“El licenciado Vidriera”, Miguel de Cervantes, en “Obras Completas” - Editorial Juventud, Tomo II,
págs. 240-243. 1964)
LOS HIJOS DEL
CAPITÁN GRANT
Novela de Julio Verne que nos presenta la historia
que acontece a Roberto Grant y a su familia.
El escocés lord Glenarvan; su mujer, lady Elena, y
su primo, el mayor Mac-Nabbs, regresaban a Glasgow en el yate Duncan después de un paseo de pruebas.
En el estómago de una especie de tiburón (marrajo), izado a bordo, encuentran
una botella con un papel deteriorado, del que pueden descifrar que un capitán
Grant perdió su buque, Britannia, en
el paralelo 37,11 unos dos años antes, y pedía socorro para él y dos marineros;
deduciéndose de la palabra fragmentada gonia que el naufragio ocurrió en las
costas de Patagonia.
Lord Glenarvan procura inútilmente que el
Almirantazgo se ocupe del asunto; pero pocos días después, y como consecuencia
de una nota publicada en la Prensa por el lord, se presentan en su residencia
Roberto y Mary Grant (de doce y catorce años), hijos del desaparecido capitán
Harry Grant, y, a petición de lady Elena, su marido resuelve partir con ella y
los muchachos en busca del náufrago, lo cual se realiza unos días más tarde.
Equivocándose de buque, en una de sus múltiples distracciones, embarca en el Duncan el simpático geógrafo y
naturalista Paganel, quien, después de unos minutos de desesperación al advertir
su error, decide acompañar a los expedicionarios hasta el logro de sus nobles
propósitos.
Habiéndole parecido bien a Paganel la
interpretación dada al deteriorado documento del capitán Grant, el Duncan se
dirige al Pacifico por el estrecho de Magallanes y hace escala en Talcahuano,
en el paralelo 37. Todas las pesquisas en las poblaciones ribereñas resultan
inútiles: no había la menor noticia de ningún buque naufragado dos años antes
en las costas chilenas ni araucanas; y en vista de ello, el noble inglés decide
cruzar en caravana el continente americano, siguiendo en línea recta aquel
paralelo. Lord Glenarvan deja en el yate a las damas, y él, con Roberto Grant,
Paganel, el mayor Mac-Nabbs y tres marineros, emprenden la accidentada
expedición, en la que atraviesan Chile, los Andes, el río Colorado y la pampa y
llanuras argentinas, corriendo diversos peligros y sin hallar rastro de los que
buscaban. Llegados a la costa del Atlántico, embarcan de nuevo en el Duncan,
que los aguardaba allí, despidiéndose todos, emocionados, del valiente patagón
Thalcave, que les sirvió de guía y poderosa ayuda durante toda la excursión.
En vista de los resultados negativos obtenidos,
Paganel hace una nueva interpretación del documento del capitán Grant y deduce
que el fragmento de palabra gonia,
que les hizo pensar en Patagonia, puede muy bien ser “agonía”, y que el término
“austral”, que supusieron aludía al “hemisferio austral”, es quizá una parte de
la palabra “Australia”; y aceptada por todos esta segunda interpretación, se
dirigieron a Australia, dispuestos a recorrerla por el paralelo 37. Después de
pasar por las islas de Tristán de Acuña y de Amsterdam, una furiosa tempestad
en el Océano Indico es causa de grave avería en la hélice del Duncan, que los obliga a dirigirse a
vela a las costas occidentales australianas. Luego de registrar inútilmente en
lancha grandes extensiones de playas, se proponían ir con el buque a Melbourne
para proceder a su reparación, dando por fracasada la empresa, ya que por
varias razones no consideraban probable hallar a Grant en la costa oriental
australiana, cuando el encuentro con un superviviente del naufragio del Britannia, el contramaestre Ayrton, les
hace variar de planes. Ayrton, que se hallaba al servicio del honrado y
simpático colono irlandés Paddy O´Moore, les cuenta que el naufragio ocurrió
hacia el paralelo 37, cerca de la costa oriental de Australia, explicando a los
expedicionarios el motivo de hallarse el barco en aquella ruta, que ellos
consideraron improbable. En vista de tales noticias, y ante las seguridades que
da Paganel acerca de la facilidad de una travesía de la región sur de Australia
por tierra, Glenarvan decide realizarla, enviando entre tanto a reparar el Duncan a Melbourne, con orden de esperar
allí sus instrucciones.
A la expedición es agregado Ayrton como conocedor
del país y del lugar donde aseguraba que ocurrió el naufragio, y en una carreta
especial, remolcada por tres pares de bueyes, destinada a las viajeras y al
transporte de provisiones, y a caballo los hombres en siete vigorosos animales,
emprenden la travesía de Australia. Ayrton, cuya identidad como contramaestre
del buque de Grant estaba demostrada documentalmente y no ofrecía duda alguna,
resulta ser en Australia el temible bandido Ben Joyce, presunto fugado de
presidio con otros compañeros, con los cuales traía aterrorizada la región. Su
estancia con el honrado colono O´Moore obedecía, sin duda a algún proyectado
crimen, cuya ejecución abandonó por parecerle más interesante y lucrativo
apoderarse del Duncan para dedicarlo
a la piratería. Con este malvado fin, traiciona a lord Glenarvan, primero,
haciendo herrar a uno de los caballos de la expedición por un compinche de su
banda, que pone al animal unas herraduras señaladas con un trébol para que los
bandidos puedan encontrar y seguir sus huellas; más tarde, envenenando uno a
uno a todos los demás caballos y a cinco de los bueyes, y, por último, dejando
a los expedicionarios con la carreta atascada y sin posibilidad de utilizarla,
tan pronto como logra robar una carta que lord Glenarvan remitía por medio del
marinero Mulrady al segundo de a borde del Duncan, ordenándole que se dirigiera
con el buque a esperarlos en Twofold Bay, carta con la que esperaba Ayrton
ganarse la confianza del segundo, Tom Austin, y apoderarse del yate… Cuando los
expedicionarios, después de mil fatigas, logran llegar a Twofold, se enteran de
que el Duncan había partido de
Melbourne hacia diez días con rumbo desconocido, suponiéndole, lógicamente, en
poder de los piratas.
Desalentados, se resuelven a volver a Europa, y en
vista de la escasez de buques en Twofold para aquel destino, es aceptada la
propuesta de Paganel de marchar a Auchland, en Nueva Zelanda, donde les sería
más fácil encontrar barco para Inglaterra, Glenarvan contrata esa travesía con
el capitán del Macquaire, navío de
cabotaje, pesado y viejo, y en el parten los expedicionarios. Una tempestad
hace encallar al buque cerca de las costas neozelandesas, después de haber sido
cobardemente abandonado por la tripulación, que robó la noche antes el único
bote de salvamento; pero con una almadía improvisada logran los náufragos
llegar a tierra. Cuando se creían a salvo, caen en poder de los maoríes,
entonces en guerra cruel con los ingleses, y están a punto de ser inmolados,
librándose de la muerte casi milagrosamente por haberse refugiado en una
montaña volcánica- considerada como tabú
por los indígenas por estar en ella la tumba de uno de sus jefes-, de donde
logran escapar provocando una erupción parcial que aterroriza y pone en fuga a
los salvajes sitiadores. Pensando en dirigirse a Auckland a pie, llegan a la
costa, donde con extraordinaria sorpresa dan vista al Duncan, que pronto acude en su socorro. En el yate iba preso
Ayrton, pues, por una feliz equivocación de Paganel cuando escribió la carta,
que lord Glenarvan se limitó a firmar por estar herido, en lugar de decir a Tom
Austin que se dirigiese con el buque a Twofold Bay, le ordenó ir a Nueva
Zelanda, obsesionado con este nombre por una nueva interpretación que estaba
pensando para el famoso documento, y que no quiso revelar a nadie por temor a
sus burlas.
Emprendido el regreso, un día Ayrton pide a
Glenarvan que, en lugar de entregarle a las autoridades inglesas, le deje en
una isla desierta, donde intentará regenerarse, y atendiendo a su ruego, se
dirigen a la isla Tabor o María Teresa, de la cual se hallaban cerca y que está
a mil quinientos millas de la tierra más próxima…, y allí tienen la inmensa
alegría de encontrar al capitán Grant y a los dos marineros que con él se salvaron
del naufragio, siendo los tres conducidos a bordo para regresar a Escocia y
dejando en su lugar al malvado Ayrton, a quien el capitán Grant, en su último
viaje, había desembarcado en Australia por su carácter levantisco.
“-¡Geógrafo!- dijo Mac Nabbs, con el tono del más
profundo desprecio.
Pero Paganel no sintió el golpe. ¿Qué era aquel
puñetazo comparado con la bofetada que le dejó atontado?
Paganel, como le dijo el capitán Grant, se había
ido acercando poco a poco a la verdad. Había descifrado casi enteramente el
indescifrable documento. Los nombres de Patagonia, Australia y Nueva Zelanda se
le habían presentado sucesivamente con una certeza irrecusable. Contin, en un
principio continente, había poco a poco adquirido su verdadera significación de
continuamente. Indi, había significado sucesivamente indios, indígenas y, por
último, indigencia, que era su verdadero sentido. Únicamente había burlado la
sagacidad del geógrafo la palabra roída abor, de la cual Paganel había hecho
obstinadamente la radical del verbo abordar, cuando era el nombre propio, el
nombre francés de la isla de Tabor, de la isla que servía de refugio a los
náufragos de la Britannia. El error era difícil de evitar, en atención a que
los planisferios ingleses del Duncan daban a aquel islote el nombre de María
Teresa.
-¡No importa!- exclamaba Paganel, arrancándose los
cabellos-. ¡Yo no debí olvidar esta doble denominación! ¡He cometido una falta
imperdonable, un error indigno de todo un secretario de la Sociedad de
Geografía! ¡Estoy deshonrado!
-¡Pero Monsieur Paganel- dijo Elena-, moderad
vuestro dolor!
-¡No, señora, no! ¡No soy más que un asno!
-¡Y ni siquiera un asno sabio!- respondió el mayor
para su consuelo.
Terminada la comida, Harry Grant puso en orden
todas las cosas de su casa, sin llevarse absolutamente nada, pues quería que el
culpable heredase las riquezas del hombre honrado.
Volvieron todos a bordo, Glenarvan pensaba zarpar
el mismo día, y dio las correspondientes órdenes para el desembarque del
contramaestre, Ayrton fue conducido a la toldilla y se encontró en presencia de
Harry Grant.
-Soy yo, Ayrton- dijo Grant.
-Lo veo, capitán- respondió Ayrton, sin que el
encuentro de Harry Grant le causase el menor asombro-. ¡Pues bien! No siento
veros en buena salud.
-Parece, Ayrton, que cometí una falta
desembarcándoos en una tierra habitada.
-Así parece, capitán.
-Vais a reemplazarme en esa isla desierta. ¡Quiera
el cielo inspiraros arrepentimiento!
-¡Así sea!- respondió Ayrton tranquilamente.
Después, Glenarvan se dirigió a él diciéndole:
-¿Persistís, Ayrton, en la resolución de quedar
abandonado?
-Sí, milord.
-¿La isla de Tabor os conviene?
-Perfectamente.
-Ahora, oíd mis últimas palabras, Ayrton. Vais a
estar alejado de todo el mundo y sin comunicación posible con vuestros
semejantes. Los milagros son raros, y no podréis huir de ese islote en que el
Duncan os deja. Estaréis solo bajo la mirada de un Dios que lee en lo más
profundo de los corazones, pero no quedareis perdido ni ignorado, como ha
estado el capitán Grant. Por indigno que seáis del recuerdo de los hombres, los
hombres se acordarán de vos. Sé dónde estaréis, Ayrton, sé dónde podré
encontraros, y no lo olvidará jamás.
-¡Dios conserve a Vuestro Honor!- respondió
sencillamente Ayrton.
Tales fueron las últimas palabras que mediaron
entre Glenarvan y el contramaestre. La lancha estaba esperando. Ayrton bajó a
ella.
John Mangles había de antemano hecho transportar a
la isla algunas cajas de cecina y otros alimentos salados y en conserva,
vestidos, herramientas, armas y una buena provisión de pólvora y balas. El
contramaestre podía pues, regenerarse por medio del trabajo. Nada le faltaba,
ni siquiera libros, entre otros la Biblia, tan querida de los ingleses.
La hora de la separación había llegado. La
tripulación y los pasajeros estaban sobre cubierta. Había más de uno que sentía
oprimírsele el corazón. Mary Grant y lady Elena estaban profundamente
conmovidas.
-¿Es preciso absolutamente?- preguntó la joven
esposa de su marido-, ¿Es fuerza que quede abandonado ese infeliz?
-Es indispensable Elena- respondió lord Glenarvan-.
Es necesaria la expiación.
En aquel momento, la lancha, dirigida por John
Mangles, empezó a separarse del yate. Ayrton, en pie, siempre impasible, se
quitó el sombrero y saludó gravemente.
Glenarvan se descubrió, y toda la tripulación lo
mismo, como se hace delante de un hombre que va a morir, y la lancha se alejó
más y más en medio de un profundo silencio.
Ayrton saltó a la playa, y la lancha volvió al
yate. Eran entonces las cuatro de la tarde, y desde lo alto de la toldilla, los
pasajeros pudieron ver al contramaestre que, con los brazos cruzados, inmóvil
sobre un peñasco como una estatua sobre su pedestal, miraba fijamente al buque.
-¿Zarpamos, milord?- preguntó John Mangles.
-Sí, John- respondió Glenarvan, más conmovido de lo
que quería aparentar.
-¡Goead!- gritó John al maquinista.
El vapor silbó, la hélice azotó las olas, y a las
ocho los últimos penachos de la isla Tabor desaparecieron en las sombras de la
noche.
(“Los hijos del capitán Grant”, Julio Verne, en “Obras completas”, Tomo I; Plaza Janes. S.A.- 1968.
Págs.: 1614-1616).
OBRA POÉTICA DE JORGE GUILLÉN
Nace en Valladolid en 1893. Su vida transcurre
paralela a la de su fraternal amigo Salinas, a quien sucedió en el lectorado de
la Sorbona (1917-1923). Fue también catedrático de las universidades de Murcia
(1925-1929) y Sevilla (1932-1938), con un intermedio en la de Oxford
(1929-1931). Exiliado, se establece en los Estados Unidos y prosigue allí su
docencia universitaria. Al jubilarse, reside en Italia, donde contrae segundas
nupcias. Desde hace algunos años reside en Málaga. En 1977 se le ha concedido
el Premio Miguel de Cervantes, máximo galardón para escritores de lengua
española.
Poética
Guillén pasó por ser el máximo representante de la poesía pura. Pero no se olvide que,
frente a una poesía “químicamente pura” (simple, deshumanizada), se declaró
partidario de una “poesía compuesta, compleja”, que- junto a lo estrictamente
poético- incluyera “otras cosas humanas”.
Lo que sí es cierto es que Guillén procede a una
personalísima estilización de la
realidad. Como Salinas, aunque en mayor grado, parte de realidades o
situaciones concretas, pero para extraer de ellas las ideas o sentimientos más
quintaesenciados. Podría decirse que, entre la realidad pura y su plasmación en
un poema de Guillén, hay la misma diferencia que entre un cuerpo de carne y
hueso y un desnudo de mármol purísimo.
Su mismo estilo
está al servicio de dicha transmutación. Es un lenguaje sumamente elaborado,
sometido a un riguroso proceso de eliminación y de selección; un lenguaje de
una dureza diamantina, desprovisto de halagos, que renuncia a la musicalidad
fácil y a otros recursos que podrían tocar directamente la sensibilidad del
lector. Por ello, su poesía produce, en el lector no iniciado, una primera
impresión de frialdad. Por ello también, resulta frecuentemente difícil, dada
su extrema condensación. Sin embargo, su calidad artística es asombrosa. Y no
se tarda en percibir en sus versos un impulso cordial tan fuerte como
pudorosamente refrenado en solidas formas métricas.
Obra
Confiesa Guillén que, desde un principio, “pensaba
ya en una obra como unidad orgánica”. Fiel a tal concepción, ha dado a toda su
producción poética un título global, Aire
nuestro, que abarca tres ciclos: Cántico,
Clamor y Homenaje (a los que se añade últimamente el volumen titulado Y otros poemas). Veremos en seguida cómo
fue creciendo esa magna obra y qué se encierra tras cada título.
Citemos, aparte, su libro en prosa Lenguaje y poesía (1962), conjunto de
calas en diversos tipos de lengua literaria (Berceo, Góngora, San Juan de la
Cruz, Bécquer, Gabriel Miró); en él figura también su ensayo “Lenguaje de
poema, una generación”, del que hemos reproducido fragmentos en la lección
anterior.
“Cántico”
Hasta 1950, Guillén es autor de este único libro,
iniciado en 1919 y publicado por primera vez en 1928. En ediciones sucesivas, Cántico va creciendo orgánicamente: de
los 75 poemas iniciales, se llega a más de 300 en la versión definitiva (1950).
Los poemas que han ido añadiéndose se insertan de forma meditada entre los
anteriores, respondiendo a la citada “unidad orgánica” del libro. Las cinco
partes en que éste se divide presentan un desarrollo paralelo: entre un
amanecer y un anochecer, se desarrolla un proceso poético luminoso, centrado en
un radiante poema de mediodía.
La palabra Cántico,
que le da título, supone acción de gracias o de Guillén, en este libro, es
expresión de entusiasmo ante el mundo y ante la vida (el subtítulo, con
intencionada ambigüedad, proclama: “Fe de
vida”). La vida es hermosa,
simplemente, porque es vida: “Ser. Nada más. Y basta. Es la absoluta dicha.”
Y el poeta se complace en la contemplación de todo lo creado: “El mundo está bien hecho”, dice. Cántico es, pues, un sí a la vida, lanzado por un hombre
ávido de vivir más. Es significativa
la frecuencia de estos dos monosílabos (sí,
más) en la obra, así como la
abundancia de exclamaciones jubilosas.
Como se ve, Guillén es- aún más que Salinas-
decididamente antirromántico: se sitúa en el polo opuesto de una poesía nutrida
de “dolorido sentir” o transida de angustia. Ciertos temas lo confirman. Por ejemplo,
rehúye los momentos crepusculares, propicios a nostalgias y tristezas; prefiere
cantar el amanecer y, sobre todo, el mediodía. Por lo mismo, escoge el
esplendor primaveral, frente al otoño o al invierno. Sus paisajes más característicos
son la cima, la meseta, las extensiones dilatadas y nítidas. El amor es, no
sufrimiento, sino suprema cima del vivir: “¡Amor!
Ni tú ni yo, / Nosotros, y por él / Todas las maravillas / En que el ser llega
a ser.” Y ante la muerte, incluso, adopta una actitud de aceptación serena:
es, como suele decirse, “ley de vida”.
“Clamor”
En 1950, Guillén inicia un nuevo ciclo poético, Clamor. Se compone de tres libros o
partes: Maremagnum (1957), Que van a dar en la mar (1960) y A la altura de las circunstancias (1963).
Subtitulado “Tiempo de historia”, Clamor se opone, en cierto modo, a Cántico. El título equivale ahora a
gritos de protesta ante los horrores y las miserias del momento histórico. El
optimismo del poeta no le impide ver las “discordancias” del mundo. Si antes
dijo: “El mundo está bien hecho”,
ahora afirmará: “Este mundo del hombre está mal hecho.” Así, los poemas de este
nuevo ciclo dan testimonio del Mal, del Desorden; el poeta clama contra la
confusión, las injusticias, la miseria, las torturas, las persecuciones, la
opresión, el colonialismo, las guerras, el terror atómico… Se alza, en fin,
contra el dolor en sus más diversas formas (“Dolor
y su clamor bajo los cielos”). El tema de España - la guerra, el exilio, la
dictadura- se halla especialmente presente.
Sin embargo, ante todo ello, la poesía de Guillén
no será una poesía de angustia o desesperanza, sino de protesta, actitud
positiva: “Es inevitable – dice - no transigir con el mal”. La denuncia no
empaña su fe en el hombre y en la vida. No cede nunca al desánimo. Persiste el sí al mundo, por debajo de ese no a los aspectos negativos; lo que hace
es “negar la negación: “Sí, vomité,
rechacé, / Mundo, lo que nos sobraba. / Pero te guardé mi fe.”
El estilo sigue siendo tan riguroso como antes.
Pero nos hallamos lejos de la “poesía pura”. (“¿Yo puro? Nunca. ¡Por favor! /
La pureza para los ángeles…”).
“Homenaje”
Si Cántico
y Clamor formaban como un díptico-
cara y cruz de la realidad-, en 1967 se añade Homenaje, de contenido muy distinto. Con el subtítulo de “Reunión de vidas”, se recogen poemas a
diversas figuras de la historia, las artes y las letras, desde Homero a los
contemporáneos. Destaquemos los dedicados, por ejemplo, a Fray Luis de León, a
Machado, a Rilke, a Salinas, a Lorca…
Significación
La obra de Guillén es un caso infrecuente de poesía
equilibrada, llena de “salud espiritual”. En definitiva, y según sus propias
palabras, es “cántico a pesar de clamor”.
Su prestigio fue inmenso en su generación. Y aunque
su enfoque y su estilo lo alejaron un tanto de los gustos de la generación
siguiente, hoy la crítica ve en él a uno de nuestros máximos poetas
contemporáneos, y Cántico - que
sigue siendo su obra cumbre- es considerado como uno de los libros más
importantes de la lírica europea del siglo XX.
1
CIMA DE LA DELICIA
Este poema - como los tres siguientes - pertenece a
Cántico y es una muestra perfecta del gozo vital que llena ese gran libro de
Guillén. Ante un paisaje hermoso, transparente (que, sin embargo, apenas se
describe), el poeta prorrumpe en exclamaciones de entusiasmo. Canta como el
pájaro que parece henchir todo el aire. Nótese el léxico: “delicia”,
“alacridad” (= alegría), “más, todavía más”, “plenitud”…
Hasta la evocación del tiempo ido (“años
irreparables”) es “dulzura”: el poeta acepta ahora “la historia (4ª estrofa).
Los versos utilizados son heptasílabos (con asonancias repartidas de forma
original), pero Guillén no cede a su musicalidad graciosa, sino que sirve de él
para concentrar la expresión. (Advirtamos que el autor no “sangra” ningún
verso, y los empieza todos con mayúscula: responde ello a su intención
declarada de que cada verso adquiera el mismo y máximo relieve.)
¡Cima de la delicia!
Todo en el aire es pájaro.
Se cierne lo inmediato
Resuelto
en lejanía.
5 ¡Hueste de esbeltas fuerzas!
¡Qué alacridad de mozo
En el espacio airoso,
Henchido
de presencia!
El mundo tiene cándida
10 Profundidad de espejo.
Las más claras distancias
Sueñan lo verdadero.
¡Dulzura
de los años
Irreparables! ¡Bodas
15 Tardías con la historia
Que desamé a diario!
Más, todavía más.
Hacia el sol, en volandas
La plenitud se escapa.
20 ¡Ya sólo sé cantar!
2
SALVACIÓN DE LA
PRIMAVERA
Con este título se incluye en Cántico un espléndido
poema amoroso. Es muy largo: se compone de nueve partes, de las que
reproducimos la III. Bastará para ver con qué exaltación canta Guillén el amor,
ese “nosotros” pleno que colma de prodigio la realidad, el universo. Cuartetas
de heptasílabos asonantados.
Presa en tu exactitud,
Inmóvil regalándote,
A un poder te sometes,
Férvido, que me invade.
5 ¡Amor! Ni tú ni yo,
Nosotros, y por él
Todas las maravillas
En que el ser llega a ser.
Se colma el apogeo
10 Máximo de la tierra.
Aquí está: la verdad
Se revela y nos crea.
¡Oh realidad, por fin
Real, en aparición!
15 ¿Qué universo me
nace
Sin velar a su dios?
Pesa, pesa en mis brazos,
Alma, fiel a un volumen.
Dobla con abandono,
20 Alma, tu pesadumbre.
3
ESTATUA ECUESTRE
Jorge Guillén sabe manejar con absoluta sabiduría
las estrofas clásicas. Destacan sus décimas. Véase una de ellas, en la que se
expresa, con un alarde de difícil sencillez, el equilibrio entre el ímpetu del caballo
y la inmovilidad con que ha quedado plasmado en estatua. Ese brío hecho bronce
bien pudiera tomarse como símbolo del arte de Guillén.
Permanece el trote aquí,
Entre su arranque y mi mano.
Bien ceñida queda así
Su intención de ser lejano.
5 Porque voy en un corcel
A la maravilla fiel:
Inmóvil con todo brío.
¡Y a fuerza de cuánta calma
Tengo en bronce toda el alma,
10 Clara en el cielo del frío!
4
MÁS VERDAD
Decía el profesor Casalduero que los monosílabos
“sí” y “más” caracterizaban, por su abundancia, la poesía de Cántico. Con esas
dos palabras comienza precisamente el poema que ahora insertamos. En actitud
antirromántica, Guillén rechaza cualquier recurso a la imaginación o al
misterio. La realidad es su única pasión. Se siente colmado por el universo
visible: cumbre, valle, sol… (en una segunda parte, que omitimos, proclama su “predisposición
de enamorado” ante la “esencial realidad”, su gozo de estar sobre “el santo
suelo”). El poema combina hábilmente los versos de 3, 5, 7 y 11 sílabas.
Sí, más verdad,
Objeto de mi gana.
Jamás, jamás engaños escogidos.
¿Yo escojo? Yo recojo
5 La verdad impaciente,
Esa verdad que espera a mi palabra.
¿Cumbre? Sí, cumbre
Dulcemente continua hasta los valles:
Un rugoso relieve entre relieves.
10 Todo me asombra
junto.
Y la verdad
Hacia mí se abalanza, me atropella.
Más sol,
Venga ese mundo soleado,
15 Superior al deseo
Del fuerte,
Venga más sol feroz.
¡Más, más verdad!
5
DEL TRANSCURSO
Con este poema, pasamos al segundo ciclo poético de
Guillén: Clamor (se halla, concretamente, en Que van a dar en la mar). Es un soneto perfecto: otra prueba de su
maestría en el manejo de formas clásicas. Ahora, el poeta reflexiona sobre
aspectos graves de la existencia: la huida del tiempo y la progresiva vecindad
de la muerte. Y sin embargo, su meditación- profunda, emocionada- no cede a la
angustia: el poeta vive, firme y sereno, su presente.
Miro hacia atrás, hacia
los años, lejos,
Y se me ahonda tanta perspectiva
Que del confín apenas sigue viva
La vaga imagen sobre mis espejos.
5 Aun vuelan, sin embargo, los vencejos
En torno de unas torres, y allá arriba
Persiste mi niñez contemplativa.
Ya son buen vino mis viñedos viejos.
Fortuna adversa o prospera no auguro.
10 Por ahora me ahínco
en mi presente,
Y aunque sé lo que sé, mi afán no taso.
Ante los ojos, mientras, el futuro
Se me adelgaza delicadamente,
Más difícil, más frágil, más escaso.
6
LA SANGRE AL RÍO
En A la
altura de las circunstancias (tercer libro, o parte, de Clamor) se halla este poema que
constituye una personal reflexión sobre nuestra guerra civil (y del que damos
un fragmento). Guillén no olvida la sangre, quiere dar fe de una esperanza
histórica. No es necesario subrayar la grandeza de su actitud. Los versos son
de 7 y 11 silabas (con dos trisílabos).
Llegó la sangre al río.
Todos los ríos eran una sangre,
Y por las carreteras
De soleado polvo
5 - O de luna olivácea -
Corría en río sangre ya fangosa,
Y en las alcantarillas invisibles
El sangriento caudal era humillado
Por las heces de todos.
10 Entre las sangres
todos siempre juntos,
Juntos formaban una red de miedo.
También demacra el miedo al que asesina,
Y el aterrado rostro palidece,
Frente a la cal de la pared postrera,
15 Como el semblante de
quien es tan puro
Que mata.
Encrespándose en viento el crimen sopla.
Lo sienten las espigas de los trigos,
Lo barruntan los pájaros,
20 No deja respirar al transeúnte
Ni al todavía oculto,
No hay pecho que no ahogue:
Blanco posible de posible bala.
Innúmeros, los muertos,
25 Crujen triunfantes
odios
De los aún, aún supervivientes.
A través de las llamas
Se ven fulgir quimeras,
Y hacia un mortal vacío
30 Clamando van dolores
tras dolores.
Convencidos, solemnes si son jueces
Según terror con cara de justicia,
En baraúnda de misión y crimen
Se arrojan muchos a la gran hoguera.
35 Que aviva con tal
saña el mismo viento,
Y arde por fin el viento bajo un humo
Sin sentido quizá para las nubes.
¿Sin sentido? Jamás.
No es absurdo jamás horror tan grave.
40 Por entre los
vaivenes de sucesos
-Abnegados, sublimes, tenebrosos,
Feroces-
La crisis vocifera su palabra
De mentira o verdad,
45 Y su ruta va
abriéndose la Historia,
Allí mayor, hacia el futuro ignoto,
Que aguardan la esperanza, la conciencia
De tantas, tantas vidas.
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