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1era edición |
ÍNDICE
·
ELOGIO A LA LOCURA (Erasmo de Rotterdam)
·
ANA KARENINA (León Tolstoi)
ELOGIO DE LA LOCURA
Erasmo, junto con
Lutero y San Ignacio de Loyola, es una de las tres máximas figuras de la
historia espiritual de su generación, y también la más accesible de ellas.
Erasmo, un europeo que se adelantó con mucho a su época y que se halla más
cerca de la muestra que se la suya, es un precursor de la nuestra que de la
suya, es un precursor de la contestación conciliar y posconciliar que en la
actualidad caracteriza la vida de la Iglesia. Es un hombre “revolucionario”, pero que no quiere una revolución, sino una
renovación; él alzó la voz contra una serie de abusos que veía en la Iglesia, y
con ello podría la primera piedra del edificio levantado por Lutero que condujo
a la Reforma. A pesar de su clarividencia, Erasmo no vio hasta dónde llevarían
sus ideas, no previó la ruptura que años más tarde se produciría en el seno de
la Iglesia.
En su pensamiento, de
igual modo que en sus escritos, la filosofía de Cristo ocupa un lugar central. Él
denomina así “a una síntesis de la
teología y de la espiritualidad, síntesis hecha de conocimiento y de amor,
alimentada por la meditación, la plegaria y la renunciación, coronada por la
unión a Dios… Se trata de una filosofía, es decir, de un conjunto de principios
coordenados y no de un mensaje irracional bueno para iluminados. No es, sin
embargo, una filosofía como las demás: no es humana, sino divina; no es
únicamente intelectual, sino que a pesar de su nombre resulta accesible a los
más humildes. En fin, hace a Dios sensible al corazón, pide a la vez
inferioridad y fraternidad, es sabiduría y vida”.
Para Erasmo, la fuente
de la doctrina es el Evangelio; preconiza una vuelta al Evangelio, a su raíz y
a Jesucristo. Cristo eligió esta filosofía, la única que alcanza el fin por
todos buscando y que no es otro que la felicidad. Esta felicidad sólo se
adquiere mediante una lucha espiritual, cuyas reglas da en su Enchiridion. Su religión no consiste en
lo exterior, sino en lo interior: contrario a la austeridad del claustro, al
ayuno y la abstinencia, para él la auténtica perfección reside en los impulsos
interiores del alma, y no en el género de vida, alimento o el vestido; por otra
parte, siempre persiste el respeto al Decálogo.
En sus obras, como en
el Elogio de la Locura, Erasmo hace
radicales afirmaciones, no detiene su pluma la atacar. Durante el Renacimiento,
la Iglesia presentaba un lamentable estado; lo religiosos, y en particular los
de las órdenes mendicantes, no se acordaban ya de las exigencias espirituales
de los fundadores; gran número de sacerdotes empleaban para predicar un estilo
declamatorio o propio de los charlatanes; los obispos y cardenales Vivian en
medio del lujo y las comodidades, y en especial los propios papas. Y la gente
del pueblo, los laicos, a causa de su misma ignorancia, se hallaban sumidos en
las más degradantes supersticiones.
Contra todo ello
arremete Erasmo, que detesta cuanto es irrazonable y puramente formal, “con lo cual el no estorbado crecimiento de
la cultura medieval había sobrecargado y atestado el mundo del pensamiento…
Pero su aversión a lo anticuado, que se ha vuelto inútil y vacío, se extendía a
mucho más. Encontraba la sociedad, y especialmente la vida religiosa, llena de
prácticas, ceremonias, tradiciones y concepciones, de las cuales el espíritu
parecía haber huido. No las rechaza sin más ni más, ni totalmente; lo que le
subleva es que sean a menudo practicadas sin comprensión y recto sentido. Pero
para su espíritu susceptible en alto grado para lo necio y ridículo, y con su
exquisita necesidad de elevado decoro y dignidad interior, toda aquella esfera
de ceremonias y tradiciones se despliega como una inútil, es más, ofensiva
escena de humana estupidez y egoísmo”.
Por ello Erasmo combate
el fariseísmo de los clérigos y teólogos y se burla de los monjes, que por el
hecho de haber pronunciado los votos de castidad, pobreza y obediencia se
consideran situados en un estado de perfección que viene a ser para ellos como
una especie de octavo sacramento, cuando en realidad la mayoría de estos monjes
se entregan a todo aquello que se opone totalmente a sus votos, como la
lujuria, la ambición y el autoritarismo.
De ahí que el laico no
tenga nada que envidiar al religioso mientras respete el Decálogo, pues al fin
y al cabo los votos han sido instituidos por los hombres. Preconiza que la
única manifestación viva del espíritu es la caridad, y defiende una reforma,
pero una reforma interior, de mentalidad, de verdadera comprensión del
cristianismo. La piedad, la caridad, no son privilegio de los monjes, y por lo
tanto los laicos pueden ejercitarlas con la misma eficacia que ellos, incluso
más.
Lo que en realidad
interesa a Erasmo es “la formación de un cristiano nuevo, no en el espíritu y
las exigencias dogmáticas y teológicas, sino de acuerdo con una enseñanza
evangélica sencilla, de vivencias reales, lo más lejos del formalismo y el
rigorismo que una tradición había impuesto vaciando en buena parte de contenido
la fe de Cristo”
Así pues, “Erasmo quiere devolver el cristianismo de
su época al cristianismo primigenio de Cristo, de sus Apóstoles, de los Evangelios,
de San Pablo. Quiere borrar las alteraciones producidas en su interior por la
tradición, las prácticas religiosas, las complicaciones teológicas. Todo
animado por dos fuerzas eternamente vivas y dinámicas: el espíritu de libertad
y el espíritu de caridad”.
Hay que volver a las
fuentes primitivas de las Escrituras, y asimismo cristianizar la sabiduría
pagana, para depurar la fe cristiana de cargas inútiles; hay que buscar la
verdad, la sencillez y el amor, pero en Jesucristo, más allá de los dogmas y las
interminables discusiones escolásticas. Sin embargo, no se debe entender que
Erasmo aparte los dogmas de la fe; lo que realmente aleja es el dogmatismo,
como actitud formal y conformista, carente de sustancia evangélica viva.
Todo esto va contra la
conducta de gran parte de los cristianos de la época, y por ello Erasmo se alza
enérgicamente contra los abusos que se cometían: la introducción de la política
y del espíritu mundano en la Iglesia, la desmesurada ambición de los prelados,
que les lleva a perseguir el dinero y los hombres, el fariseísmo hipócrita y la
sustitución de la auténtica piedad por devociones ridículas o pueriles, la
decadencia de la predicación, el abandono del ideal misionero, “Estigmatiza una concepción jurídica,
militar y burocrática de la Iglesia, una religión demasiado exterior, la
importancia excesiva concedida a observaciones de detalle. Ahí también,
encuentra a los frailes, al menos a aquellos que trafican los méritos de los
santos y calculan con astucia el valor de3 los actos de piedad”.
Esto le lleva a
criticar duramente las devociones irreflexivas y las invocaciones interesadas,
así como las peregrinaciones, que sin arrepentimiento no perdonan los pecados,
y la falsa devoción a los santos y sus reliquias.
Más no se olvide que Erasmo
no condena la piedad, ni los sacramentos y la liturgia, ni las instituciones,
sino el formalismo, las devociones mecánicas y los abusos. Y tanto es así que
él mismo declara: “Prefiero un musulmán
sincero a un cristiano hipócrita”.
Interesantes son otras
concepciones suyas, como por ejemplo una que es de candente actualidad: Erasmo
se declara favorable al matrimonio de los sacerdotes, por supuesto siempre que
ellos lo deseen, pero él personalmente prefiere el celibato. Le desagrada
también ver a la Iglesia como una sociedad jerarquizada; para él la Iglesia no
es eso, sino “la comunidad de los
bautizados, el pueblo de Dios, el cuerpo místico de Cristo”.
Otros aspectos debemos
tener en cuenta en el pensamiento de Erasmo, en quien se advierte “el comienzo de ese optimismo que juzga al
hombre recto suficientemente digno de ser dispensado de fórmulas y de leyes
fijas. Como Moro en su Utopía y Rabelais, Erasmo confía ya en los dictados de
la naturaleza, que induce al hombre inclinado al bien, y a la que podemos
seguir con tal de que estemos imbuidos de fe y piedad”.
Dos puntos
fundamentales separaban a Erasmo de Lutero: la autoridad soberana del sentido
privado en la interpretación delas Escrituras, y la justificación del hombre
por la fe, independientemente delas obras. Son éstos los puntos básicos de la
Reforma. Erasmo defiende, el libre albedrio del hombre frente al fatalismo de
Lutero, Zuinglio, Melanchthon y de los anabaptistas, que lo negaban, y al mismo
tiempo reconoce “como regla de fe en los dogmas de la religión y en la
interpretación de las Escrituras, no el juicio individual, sino la tradición y
la autoridad de la Iglesia universal”.
Erasmo afirma que “alguna cosa depende de nuestra voluntad y
de nuestro esfuerzo: es una parte débil, que, comparada con la bondad gratuita
de Dios, parece no existir siquiera. Nadie es condenado por su propia culpa;
nadie se salva sino por beneficio de Dios”; frente a Lutero, para quien el
hombre no es nada y Dios es todo, existiendo una oposición radical entre el
hombre y Dios, sin el cual, por la gracia, no hay salvación posible.
Otra característica le
separa de Lutero: Erasmo es un humanista, y como tal quiere conciliar Atenas y
Jerusalén, el humanismo y el cristianismo. Para él el núcleo de la fe deben ser
Cristo y el Evangelio; éste debe hallarse al alcance de todos, y para lograrlo
no hay otro camino que el de las bonae
litterae, es decir, una autentica cultura. Creía Erasmo a la civilización
capaz de mejorar a los hombres y esperaba que “la vulgarización del estudio, de las bellas letras, de la ciencia, de
la cultura desarrollaría las facultades morales del individuo al mismo tiempo
que las de los pueblos”.
Trata, pues, de
conciliar la antigüedad profana que renacía y el cristianismo que había formado
y alimentado el mundo moderno. Contrariamente a Lutero, que suprime la Edad Media
en la vida del cristianismo, y a Voltaire, que suprime el cristianismo. Erasmo
intenta asociar la sabiduría pagana y la verdad cristiana. Para esto hay que
reformar la Iglesia, pero esta reforma ha de realizarse de manera pacífica, sin
quebrantar la unidad y sin que se motive ninguna guerra, “azote de las naciones y tumba de la justicia, tan contraria a la
naturaleza humana como a la doctrina de Cristo”.
Erasmo, que en la Educación de un príncipe expulsó los
deberes de un jefe de Estado y en el Manual
del cristiano trazó el cuadro de la vida religiosa, en este Elogio de la locura quiso, según él
mismo dice, “reproducir en forma festiva
las ideas allí contenidas: advertir y no atacar; ser útil y no ofensivo;
reformar las costumbres y no escandalizar, y en suma, seguir el consejo de
Horacio de decir la verdad riendo”.
Con tales propósitos,
pone en boca de la Locura un discurso en el cual esta nos dice que es hija de
Pluto, único padre de los dioses y se los hombres, que la hizo nacer, no de su
sesera, sino de la más hermosa y graciosa de las ninfas, la Juventud. La criaron a sus pechos la Embriaguez y la Ignorancia, y son sus compañeras Filaucia (amor de sí mismo), la Lisonja,
el Olvido, la Pereza, la Voluptuosidad,
la Ligereza, la Molicie, Como (dios de los
festines) y el Sueño letárgico.
Pasa luego el autor a
enumerar las ventajas que proporciona la locura y a explicar de qué modo se
encuentra en todas partes. Es necesaria hasta para engendrar, pues si se debe
la vida al matrimonio, este es hijo de la Ligereza,
y en otro caso, procede del Placer,
salsa de la locura. El encanto de los niños está en la atracción de la Locura,
que quita el entendimiento: y nadie podría soportar la penosa y cargante vejez
si la Locura no fuera compasiva y, en cierto modo, volviese a la infancia a
quienes se hallan al pie del sepulcro. Si los mortales rompiesen todo comercio
con la Sabiduría y viviesen perfectamente con la Locura, no envejecerían jamás
y gozarían alegremente de una juventud perpetua.
Y, en realidad, eso es
lo que hacen casi todos ellos, sea cual fuere su estado.
Para demostrar sus
postulados, Erasmo, con intencionada sátira, profundidad de idea y amenidad de
concepto, pasa revista a los diversos placeres y ocupaciones de los humanos, en
cuyo fondo rara vez deja de aparecer la Locura protectora. Así, vemos desfilar
por las interesantes páginas del libro, la voluptuosidad, la gula, la amistad
masculina y femenina (que para subsistir, “ha
de cerrar los ojos a los defectos”), el amor propio, la sabiduría, el
heroísmo guerrero, los alquimistas, los jugadores, los creyentes
supersticiosos, lo que se enorgullecen del noble origen, los artistas
(predilectos esclavos del amor propio), los que se desviven por asuntos ajenos,
los que de nada disfrutan por enriquecer a sus herederos, los gramáticos, los
teólogos, los frailes y monjes, los predicadores, los dignatarios
eclesiásticos, los reyes y príncipes, los cortesanos…
Cita el autor en apoyo
de su tesis desde autores profanos, como Cicerón y Horacio, hasta textos de las
Sagradas Escrituras, encabezados con el proverbio del Eclesiastés, según el
cual “el número de los locos es infinito”,
y termina con unos párrafos dedicados a los intérpretes fanáticos y equivocados
de las doctrinas de Cristo.
Todo el libro es un
primor de ironía y sagaz observación; pero es de lamentar que en los
comentarios que el mordaz holandés regala a los supersticiosos, a los frailes y
a los teólogos que se pierden en estériles y absurdas disputas se deslicen
conceptos de dudosa ortodoxia y de criticismo, que han servido a muchos
historiadores para incluir a Erasmo entre los precursores de la Reforma.
Merece notarse que el
autor distingue donosamente dos clases de demencia: “una vomitada por los infiernos… para encender en el corazón de los
mortales el ardor de la guerra, la sed insaciable del oro, de vergonzosos y
criminales amores…”, y la otra, que dice la Locura- “emana positivamente de mí, es muy distinta de la primera y es el mayor
bien que se puede anhelar. Ella se produce cada vez que una dulce ilusión
libera el alma de los cuidados ardientes y la sumerge en un océano de
delicias”.
“Si los sumos pontífices, que están en el lugar de Jesucristo,
procuraran imitarle en su pobreza, en sus trabajos, en su doctrina, en su cruz
y en su desprecio de la vida, si pensaran en el nombre de papa, que significa
padre, y en título de santísimo, ¿Quién habría en la tierra más acongojado?
¿Quién pondría todo su empeño en alcanzar esa dignidad a toda costa, y quien,
una vez alcanzada querría conservarla mediante el acero, el veneno y toda clase
de violencias? ¡De cuántas ventajas se privarían si alguna vez entrara en ellos
la sabiduría! ¿La sabiduría, dije? Bastaría un solo grano de esa sal de que
habló Cristo. Tantas riquezas, tantos honores, tantos trofeos, tantas victorias,
tantos cargos, tantas dispensas, tantos tributos, tantas indulgencias, tantos
caballos, mulas y escoltas, tantos placeres… Ya veis qué tráfico, qué faena,
qué océano de bienes he hecho tener en pocas palabras. Habría que poner en su
lugar las vigilias, los ayunos, las lágrimas, las oraciones, los sermones, el
estudio, la penitencia y otras mil suertes de enojos trabajos. ¿Qué sería
entonces, no lo olvidemos, de tantos escribanos, copistas, notarios, abogados,
promotores, secretarios, muleros, caballerizos, hosteleros zurcidores de
voluntades, y añadiría alguno más vergonzoso, si no temiera herir vuestros
oídos?; en suma, toda la ingente multitud que es tan onerosa- me equivoqué,
quise decir honrosa- para la Sede Romana, quedaría reducida al hambre. Esto,
ciertamente, seria inhumano y abominable, y aún sería mucho más detestable
restituir el cayado y el zurrón a los supremos príncipes de la Iglesia,
verdaderos luminares del mundo.
Hoy día, todo aquello que implica algún trabajo lo abandonan en manos de
San Pedro y San Pablo, que tienen sobrado tiempo para ello. Pero todo cuanto
sea esplendor y deleite lo recaban para sí. Y sin duda alguna es obra mía que
no haya nadie que viva con más placidez y con menos cuidados, porque consideran
que Cristo está muy satisfecho viendo cómo representan el papel de pastores,
cómo se visten con sus ornamentos sagrados y casi teatrales, cómo ejecutan sus
ceremonias, cómo reciben los tratamientos de Beatitud, Reverencia y Santidad y
cómo reparten bendiciones y maldiciones. Piensan que hacer milagros es arcaico
e impropio de estos tiempos; que enseñar al pueblo es penoso; que interpretar
las Sagradas Escrituras es propio de escolares; que rezar es ocioso; que
derramar lágrimas es de apocados y de mujeres; que trabajar es sórdido; que
soportar la derrota es vergonzoso e indigno de quienes apenas admiten que los
más grandes reyes besen sus santos pies; que morir es cosa dura; que ser
crucificado es infamante. Las únicas armas que les quedan son las dulces
bendiciones de que habla San Pablo, y que están muy inclinados a prodigar,
llamadas interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas
vengadoras, y aquel terrorífico rayo que con un solo gesto precipita las almas
de los mortales más allá del Tártaro. Es un arma que los Santísimos padres en
Cristo y los vicarios de Cristo contra aquellos que, tentados por el diablo,
osan disminuir o menoscabar los patrimonios de San Pedro. Aunque éste haya
dicho en el Evangelio: “Lo hemos dejado todo para seguirte”, le erigen en
patrimonio tierras, ciudades, tributos, puertos y todo un reino. Para conservar
todo esto, inflamado en el amor de Cristo, combaten con el hierro y con el
fuego, no sin gran sacrificio de la sangre de los cristianos, y creen defender
apostólicamente a la Iglesia, esposa de Cristo, cuando exterminan sin piedad a
los que llaman sus enemigos. ¡Como si hubiera enemigos más encarnizados de la
Iglesia que esos impíos pontífices, que con su silencio contribuyen a olvidar a
Cristo, y lo invocan para sus granjerías, adulteran su enseñanza mediante
interpretaciones forzadas y lo inmolan con su escandalosa conducta! Habiendo
sido la Iglesia cristiana fundada con sangre, creen ser sus defensores llevándolo
todo a sangre y fuego, como si pudiera faltarles alguna vez la protección de
Cristo, que siempre defendió a los suyos a su manera.
Aunque la guerra sea tan feroz que esté hecha para las bestias y no para
los hombres; tan insensata, que los poetas la pintan como un engendro de las
Furias; tan funesta, que pervierte e impurifica las costumbres públicas; tan
injusta, que los mayores criminales suelen hacerla mejor, y tan impía, que no
tiene nada en común con Cristo, los pontífices, sin embargo, olvidando todo
esto, practican lo contrario. Y así se ve entre ellos ancianos decrépitos;
animados de un verdadero vigor juvenil, a quienes no les arredran los gastos,
ni les fatigan los trabajos, ni les acobarda perturbar a su antojo las leyes,
la religión, la paz y la humanidad entera. No les faltan doctos aduladores que
a tan manifiesta insensatez llamen celo, piedad, fortaleza, demostrando por
razonamiento que herir y arrancar con el hierro homicida las entrañas de sus
hermanos es procedimiento laudable que deja incólume aquella suprema caridad
que, según el precepto de Cristo, debe el cristiano a su prójimo.”
(“Elogio de la Locura”,
Erasmo de Rotterdam; Editorial Bruguera S.A. – 1973. LIX, págs.: 231-235)
ANA KARENINA
Novela de León Tolstoi publicada en 1875-1877. Se
considera generalmente como la última novela de Tolstoi del primer estilo, y la
primera en que se advierte, a pesar de una perfectísima obra de arte, la
fractura espiritual a que las continuas crisis morales condujeron al escritor
en aquella época. Como en “La guerra y la paz”, una parte del fondo está
dedicado a la pintura del mundo aristocrático y al estudio psicológico de los
tipos.
La obra se inicia cuando se desata una crisis en la
casa de los Oblonsky, cuando Dolly se entera de una aventura amorosa de su
esposo. La hermana de Esteban, Ana Karenina, llega a reconciliar a la pareja y
a disuadir a Dolly de que pida el divorcio. Levine, amigo de Esteban, llega a
Moscú para medir en matrimonio a Kitty, hermana de Dolly, joven de 18 años que
lo rechaza porque ella ama al conde Wronsky, un valiente y apuesto oficial
militar que no tiene intenciones de casarse.
Cuando Oblonsky le había preguntado por qué había
venido a Moscú, Levin se sonrojó y le molestaba haberse sonrojado. ¿Pero acaso
podía él responder: “Vengo a pedir la mano de tu cuñada”? Y, sin embargo, ese
era el único objeto de su viaje.
La familia Levin y Cherbatzky, de la más antigua
nobleza de Moscú, habían mantenido siempre relaciones de amistad. Cuando Levin
estudiaba en la Universidad de Moscú, la intimidad se había estrechado, a causa
de las relaciones de éste con el príncipe de Cherbatzy, hermano de Dolly y de
Kitty, el cual era condiscípulo de Levin. En ese tiempo, Levin iba con
frecuencia a casa de Cherbatzky, y por extraño que parezca, se enamoró de toda
la casa, especialmente de la parte femenina de la familia. Había perdido a su
madre sin haberla conocido, y como únicamente tenía una hermana de mucha más
edad que él, en la casa Cherbatzky fue donde encontró ese hogar inteligente y
honrado, propio de las antiguas familias nobles, del cual la muerte de sus
padres le había privado. Todos los miembros de esta familia, principalmente las
mujeres, le parecían rodeadas de una aureola misteriosa y poética. No solamente
las encontraba sin defecto, sino que les suponía los más elevados sentimientos,
las más ideales perfecciones. ¿Por qué habían de hablar esas tres criaturas un
día francés y otro inglés? ¿por qué habían de tocar el piano por turno? (Las
notas de este instrumento llegaban hasta el cuarto donde trabajaban los
estudiantes) ¿por qué se sucedían en la casa los profesores de literatura de
francés, de música, de baile, de dibujo? ¿Por qué, a ciertas horas del día, las
tres señoritas, acompañadas de la señorita Linon, se habían de detener en
carretela en el bulevar de la Taverskoi y, bajo la vigilancia de un lacayo de
librea, pasearse con sus pellizas de raso? (Dolly llevaba una larga, Natalia
una regular y Kitty una muy corta que dejaba al descubierto sus pantorrillas
bien hechas, enfundadas en medias rojas); esas y muchas otras cosas le eran
incomprensibles. Pero sabía que todo cuanto se hacía en esta misteriosa esfera
era perfecto, y ese misterio contribuía a enamorarle.
Comenzó por enamorarse de Dolly, la mayor, durante
sus años de estudio; ésta se casó con Oblonsky; entonces creyó que quería a la
segunda, porque sentía la necesidad de amar a una de las tres sin saber bien a
cuál. Pero Natalia, apenas hizo su entrada en el mundo, la casaron con el
diplomático Lvof. Kitty era una niña cuando Levin salió de la Universidad. El
joven Cherbatzky, poco después de su admisión en la marina, pereció ahogado en
el Báltico, y las relaciones de Levin con su familia se hicieron más raras, a
pesar de su amistad con Oblonsky. Al comentar el invierno, sin embargo, de
regreso en Moscú después de pasar un año en el campo, vio de nuevo a los
Cherbatzky, y entonces comprendió a cuál de las tres se inclinaba su corazón.
Nada más sencillo que pedir la mano de la joven
princesa Chervatzky: con sus treinta y dos años, de buena familia, con su
suficiente fortuna, tenía todas las probabilidades de ser considerado un buen
partido, y probablemente hubiera sido bien acogido. Pero Levin estaba
enamorado; Kitty le parecía una criatura tan perfecta, de tan ideal
superioridad, y él, por el contrario, se juzgaba de un modo tan desfavorable,
que no admitía la posibilidad de ser considerado digno de aspirar a esta
alianza.
Después de haber pasado dos meses en Moscú como en
un sueño, viendo diariamente a Kitty en las reuniones sociales a donde había
vuelto a causa de ella, de pronto volvió al campo tan luego como se convenció
de que tal matrimonio era imposible. ¿Qué posición social, qué porvenir
conveniente y bien definido ofrecía él a los padres de la joven? Mientras que
sus camaradas eran, unos, coroneles y ayudantes de campo, otros profesores
distinguidos, directores de Banco y de ferrocarril, o presidentes del Tribunal
como Oblonsky, ¿qué hacía él a los treinta y dos años? Se ocupaba de sus
haciendas, criaba ganados, construía edificios para granjas y cazaba becacinas
es decir, que había tomado el camino de aquellos que, a los ojos del mundo, no
habían tomado el camino de aquellos que, a los ojos del mundo, no habían
logrado encontrar otro mejor. No se hacía ilusiones sobre la opinión que de él
se tendría, y creía pasar por un joven de poca capacidad.
Además, ¿cómo era posible que la poética y
encantadora joven pudiera amar a un hombre tan feo y sobre todo tan poco
brillante como él? Sus antiguas relaciones con Kitty, que a causa de su amistad
con el hermano que ella había perdido eran las de un hombre hecho con una niña,
le parecían un obstáculo más.
Se podía quizá, pensaba él, querer como amigo a un
buen muchacho tan ordinario como él; pero para ser amado con un amor parecido
al que él sentía era preciso ser bien parecido y poder ostentar las cualidades
de un hombre superior. Es cierto que había oído decir que las mujeres
frecuentemente enamoran de hombres feos y mediocres; pero él no lo creía y
juzgaba a los demás por sí mismo, que no podía enamorarse más que de una mujer
notable, bella y poética.
Con todo eso, después de haber pasado dos meses en
el campo y en la soledad, se convenció de que el sentimiento que lo absorbía no
se parecía a los entusiasmos de su primera juventud, y que él no podría vivir
sin resolver este gran problema. ¿Sería aceptado? ¿sí o no? Después de todo,
nada probaba que lo rechazaran.
Se encaminó, pues, a Moscú con la firme resolución
de declararse y de casarse si era aceptado. Si no… ¡no podía prever lo que sucedería!
Al conocer a la adorable madame Karenina, Wronsky
se siente de inmediato atraído por ella, y lo mismo le sucede a Ana. Ambos se
enamoran y hacen todo lo posible por desengañar a Kitty. Ana, seguida por
Wronsky, regresa a su casa en San Petersburgo, donde vive con su esposo Alejo
Karenina y su hijo Sergio, en tanto el desilusionado Levine regresa a su casa
de campo.
Kitty se enferma tras el humillante rechazo de
Wrosnsky y, por prescripción médica, viaja al extranjero para ir a un balneario
a tomar una cura de descanso. Allí se le ocurre la idea de convertirse en
novicia religiosa. Kitty regresa a Rusia repuesta de su depresión y decidida a
tomar los hábitos.
Las relaciones de Alejo Alejandrovitch con su
esposa, en la apariencia no habían cambiado; lo único que se podía observar,
era que Karerin estaba más abrumado de trabajo que nunca.
Así que llegó la primavera, se marchó, según su
costumbre, al extranjero, a fin de reponerse de las fatigas del invierno con
una cura de aguas.
Regresó en julio y volvió a sus ocupaciones con
nueva energía. Su mujer se había instalado en el campo, en las cercanías de San
Petersburgo, como antes. El permanecía en la ciudad.
Desde aquella conversación que tuvieron después de
la velada en casa de la princesa Tverskoi, ya no se había hablado entre ellos
de sospechas ni de celos; pero el tono burlón habitual de Alejo Alejandrovitch
fue muy cómodo para él en sus relaciones con su esposa; su frialdad había
aumentado, aunque no parecía conservar de la tal conversación más que cierta
contrariedad; y aun ésta era apenas perceptible.
-No has querido darme explicaciones –parecía
decir-; peor para ti, ahora te ves obligada a venir a mí, y yo a mi vez soy el
que no quiere explicarse.
Y, con el pensamiento, se dirigía a su esposa como
un hombre furioso por no haber podido apagar un incendio, y que dijera al
fuego: ¡Arde, bueno, pero para ti!
Este hombre tan sutil, tan sensato cuando se
trataba de la administración, no comprendía lo que esta conducta tenía de
absurdo. No lo comprendía, porque la situación le parecía demasiado terrible
para medirla o penetrarla. Prefirió enterrar en su alma el afecto que sentía
por su esposa e hijo, como en un cofre sellado y con cerrojo. Hasta con su hijo
adoptó una actitud singularmente fría; no le daba más nombre que el de joven,
con aquel mismo tono irónico que empleaba para Ana.
Alejo Alejandrovitch aseguraba que nunca había
tenido tantos asuntos importantes como aquel año; pero no decía que esos
asuntos él mismo se los creaba, a fin de no tener que abrir el cofre secreto,
que contenía sentimientos tanto más abrumadores cuanto más tiempo los había
tenido encerrados.
Si alguno se hubiera tomado la libertad de
preguntarle lo que pensaba de la conducta de su esposa, aquel hombre tranquilo
y pacífico se habría encolerizado en vez de contestar. Por eso su fisonomía
adquiría siempre un aire digno y severo cuando le preguntaban por la salud de
Ana. Debido a los esfuerzos que hacía para no pensar en la conducta de su
esposa, había logrado no pensar en ella.
La resistencia de verano de los Karenin estaba en
Peterhof, y la condesa Lydia Ivanovna, que vivía allí lo más del año, mantenía
relaciones de buena vecindad con Ana. Ese año, la condesa no quiso ir a
Peterhof, y hablando un dia con Karenin, hizo algunas de Ana con Betsy y
Wronsky. Alejo Alefandrocitch la detuvo con severidad, declarando que, para él,
su esposa estaba por encima de toda sospecha. Desde entonces había evitado ver
a la condesa. Decidido a no observar nada, no echaba de ver que muchas personas
comenzaban a mostrar cierta frialdad con su mujer, ni había tratado de
comprender por qué ésta había insistido en instalarse en Tsarkoe, en donde
vivía Betsy, no lejos del campamento de Wronsky.
No se permitía a sí mismo reflexionar, y no
reflexionaba; pero, a pesar de todo, sin explicarse consigo mismo, sin prueba
ninguna, sabía que era engañado, no dudaba de ello y sufría profundamente.
Cuántas veces, durante sus ocho años de felicidad
conyugal, se le ocurrió preguntarse, al ver matrimonio desavenidos: ¿Cómo es
posible que los que tienen tal desgracia, no hagan lo posible por salir, a todo
coste, de una situación tan absurda?
Y ahora que la desgracia llamaba a su puerta, no
solamente no pensaba en el modo de librarse de ella, sino que se negaba a
admitir la existencia de esa situación con su esposa, por la razón que le
espantaba lo que había en ella de terrible y de contrario a la naturaleza.
Después de su regreso del extranjero, Alejo
Alejandrovitch había ido dos veces a ver a su esposa al campo; una vez a comer,
la otra para pasar la noche con varios invitados, pero sin acostarse allí como
lo había hecho los años anteriores.
El día de las carreras había sido para él un día
muy ocupado; sin embargo, al hacer el programa de lo que haría aquel día,
decidido a ir a Peterhof después de comer temprano, y de allí se dirigiría a
las carreras, a las que asistiría la corte; era, pues, conveniente que le
vieran en ellas. Igualmente, por decoro, había resuelto ir a ver a su esposa
cada semana; por otra parte, era el 15 del mes, fecha en que entregaba a Ana el
dinero necesario para los gastos de la casa.
Todo eso lo combinó con la fuerza de voluntad que
le caracterizaba, y sin tolerar que su pensamiento fuera más allá.
La mañana de ese día fue para él de muchas
ocupaciones: la víspera había recibido un folleto de un viajero célebre por sus
excursiones a la China. El folleto iba acompañado de un billete de la princesa
Lydia, en que le rogaba que recibiera a ese viajero, que le parecía, por varias
razones, ser un hombre útil e interesante.
No habiendo podido Alejo Alejandrovitch terminar la
lectura del folleto por la noche, concluyó de leerlo en la mañana. Luego
vinieron las peticiones, los informes, las recepciones, los nombramientos, las
revocaciones, las distribuciones de recompensas, las pensiones, los sueldos, la
correspondencia, todo ese trabajo de los días que no son feriados, como decía
Alejo Alejandrovitch, trabajo que lo ocupaba tanto tiempo.
En seguida, tenía sus tareas particulares: la
visita de médicos y la de su administrador. Este último no le entretuvo mucho;
no hizo más que entregarle dinero y un informe muy conciso sobre el estado de
sus negocios, que aquel año no habían sido muy brillantes: los gastos
resultaron muy crecidos y producían un déficit.
Consumada su unión con Wronsky, Ana comienza su
nueva vida con muchos propósitos para el futuro. A la vez le confiesa su
adulterio a Alejo Karenina, quien ya tenía sus sospechas; Alejo se entera así
de que Ana espera un hijo de Wronsky.
Dedicado al cultivo del campo, Levine trata de
encontrarle un significado a la vida. Emplea todas sus energías en formar una
cooperativa cuyo sistema sea que los campesinos adquirieran en propiedad el
campo que trabajan para que así se dediquen con entusiasmo a la tierra, la
hagan rendir al máximo y dejen de ser esclavos de un amo. Al enterarse de que
su hermano Nicolás está enfermo de tuberculosis y no tiene cura, Levine se
percata de que toma el trabajo como un modo de evasión para evitar enfrentarse
al terrible problema de la muerte, también reconoce que siempre amará a Kitty.
La ambición que Wronsky ha puesto en su carrera rivaliza con sus sentimientos
hacia Ana, pero es incapaz de elegir e inclinarse del todo por una de ellas,
pues aún continúa enamorado de Ana. Al haber rechazado a su esposo, pero al
mismo tiempo sintiéndose incapaz de depender de Wrosky, la situación de Ana es
desesperante. Su vida es un verdadero caos.
Kitty y Levine, una vez resuelta favorablemente su
situación amorosa, están dedicados a los
preparativos de su boda. Alejo Karenina, que ha tratado de mantener las
apariencias en aras de la tranquilidad familiar, finalmente ha encontrado el
valor necesario y ha decidido contratar un abogado para que inicie los trámites
de divorcio. Ana da a luz una niña – hija de Wrosky – y enferma gravemente de
fiebre puerperal. Creyéndola agonizante, Alejo la perdona y se siente
santificado por este acto de piedad y caridad cristianas. De repente y
cambiándose los papeles, Wronsky se siente humillado e intenta suicidarse.
Después de esta conversación, cuando Wronsky salió
de la casa de Karenin, se detuvo en la escalinata preguntándose dónde estaba y
qué tenía que hacer. Humillado y confuso, se sentía privado de todo medio de
borrar su vergüenza, descarriado del camino que hasta entonces había seguido
ufano y sin estorbos. Todas las reglas sobre las cuales había basado su vida, y
que creía inatacables, resultaban falsas y engañosas. El marido engañado, ese
triste personaje que había considerado como un obstáculo accidental, y a veces
cómico, para su dicha acababa de ser elevado por ella a una altura que
inspiraba respeto, y en vez de parecer ridículo se había manifestado sencillo,
grande y generoso. Wronsky no podía dejar de comprender que los papeles se
habían trocado. Sentía la grandeza, la rectitud de Karenin y su propia bajeza;
ese marido engañado se mostraba magnánimo en su dolor, mientras que él se veía
pequeño y miserable. Pero el convencimiento de su inferioridad con respecto a
un hombre al que había injustamente despreciado, no constituía más que una
pequeña parte de su dolor.
Lo que le hacía profundamente desgraciado era el
pensamiento de ¡perder a Ana para siempre! Su pasión entibiada un momento, se
despertó más violenta que nunca. Durante su enfermedad la había conocido mejor,
y creía no haberla amado jamás como se merecía; era preciso perderla ahora que
la conocía y realmente la amaba; ¡perderla dejándole el recuerdo más
humillante! Recordaba con horror el momento ridículo y odioso en que Alejo
Alejandrovitch le había descubierto el rostro cuando él lo ocultaba con las
manos. De pie, inmóvil en la escalinata de la casa de Karenin, parecía no tener
conciencia de lo que hacía.
-¿Llamaré a un isvoschik? –preguntó el portero.
-Sí, un isvoschik.
Cuando volvió a su casa después de tres noches de
insomnio, Wronsky, sin desnudarse, se tendió en un sofá con los brazos cruzados
sobre la cabeza. Las remembranzas, los pensamientos, las impresiones más
extrañas se sucedían en su imaginación con una rapidez y lucidez
extraordinarias. A veces, era una poción que quería dar a la enferma, y la
cuchara se le vertía; otras veces veía las manos blancas de la comadrona; en
seguida, la singular actitud de Alejo Alejandrovitch arrodillado en el suelo
cerca de la cama.
“¡Dormir, olvidar!” –se decía con la tranquila
resolución del hombre sano que sabe que puede hacerlo cuando está cansado, y al
que le es fácil dormirse cuando lo desea. Sus ideas se confundían y sintió que
caía en el abismo del olvido. De pronto, en el momento que se escapaba de la
vida real, sintió como si las olas de un océano se agolparan sobre su cabeza,
una violenta sacudida eléctrica, que le pareció hacerle estremecer el cuerpo
sobre los muelles del sofá, y se encontró de rodillas, con los ojos tan
abiertos como si no hubiese pensado en dormir, y sin sentir ya el menor
cansancio.
-Usted puede arrastrar mi nombre por el lado.
Esas palabras de Alejo Alejandrovitch le resonaban
en el oído. Lo veía delante de él, y veía también el semblante febril de Ana, y
sus ojos brillantes que miraban tiernamente no a él, sino a su marido. Se veía
su propia fisonomía ridícula y absurda, cuando Alejo Alejandrovitch le separó
las manos del rostro; luego, dejándose caer de espaldas en el sofá cerrando los
ojos, repitió:
“¡Dormir, olvidar!”
Entonces el rostro de Ana, tal como se le presentó
en la memorable tarde de las carreras, se dibujaba más radiante todavía a pesar
de tener los ojos cerrados.
-¡Es imposible, no puede ser! ¿Cómo quiere ella
borrarlo todo de su recuerdo? ¡Yo no puedo vivir así! ¿Cómo nos
reconciliaremos? –pronunciaba esas palabras en alta voz, sin conciencia.
Esta repetición maquinal impidió que resurgieran,
durante algunos segundos, los recuerdos y las imágenes que le asaltaban el
cerebro. Pero los dulces momentos del pasado y las humillaciones del presente
recobraban pronto su imperio. “Descúbrete el rostro”, decía la voz de Ana.
Separada las manos y se hacía cargo hasta qué punto había debido parecer
humillado y ridículo.
Continuó acostado tratando de conciliar el sueño
sin lograrlo, murmurando algún fragmento de frase para alejar las nuevas y
desoladoras alucinaciones, que creía poder impedir que se renovasen. Escuchaba
su propia voz que con extraña persistencia repetía: “No has sabido apreciarla,
no has sabido apreciarla, no has sabido aprovechar, no has sabido aprovechar”.
“¿Qué es lo que me sucede? ¿Me estaré volviendo
loco?” –se preguntaba-. “¡Tal vez! ¿Por qué se vuelve uno loco? y ¿por qué hay
gentes que se suicidan?” Contestándose a sí mismo, abrió los ojos, mirando con
extrañeza a su lado un almohadón bordado por su cañada Waria; trató de fijar
sus pensamientos en el recuerdo de Waria, jugando con las borlas del almohadón;
pero una idea diferente a la que le torturaba era otro martirio más.
“¡No, hay que dormir!” y acercando el almohadón,
apoyó la cabeza en él, haciendo esfuerzos por mantener los ojos cerrados. De
pronto se volvió a sentar estremeciéndose. “¡Todo ha concluido para mí! ¿Qué me
queda por hacer?”, y vio en su imaginación lo que sería su vida sin Ana.
“¿La ambición? ¿Serpuhowskof? ¿La sociedad? ¿La
corte? Todo eso podía significar algo quizá en otro tiempo, pero ahora no
significa nada.”
Se levantó, se quitó el gabán, se desató la corbata
para respirar con más facilidad, y comenzó a pasear por el cuarto “Así es como
se vuelve uno loco” –se repetía—“Así es como se llega al suicidio… Para evitar
la vergüenza” –añadió lentamente.
Se dirigió a la puerta que cerró, y después, con la
mirada fija y los dientes apretados, se acercó a la mesa, tomó un revolver, lo
amartilló y se puso a reflexionar. Permaneció dos minutos inmóvil con el revolver
en la mano, la cabeza inclinada y la imaginación aparentemente absorta en un
solo pensamiento, en una idea fija. –“Ciertamente” –se decía como resultado
lógico de una serie de ideas claras y precisas, pero siempre girando alrededor
de un círculo de impresiones que hacia una hora recorría para llegar por la
centésima vez al mismo punto de partida. “Ciertamente” se repetía, sintiendo
desfilar sin descanso la teoría de recuerdos de una dicha perdida, de un
porvenir hecho imposible y de una vergüenza aplastadora. Apoyó el revólver en
el lado izquierdo del pecho; apretó con fuerza la mono y tiró del gatillo. El
formidable golpe que recibió en el pecho
le hizo caer, sin haber oído la menor detonación. Al tratar de agarrarse al
borde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y cayó al suelo, mirando
sorprendido al derredor; su cuarto la pareció otro; los torneados pies de la
mesa, la canasta de papeles, la piel de tigre en el suelo, no reconocía nada.
Los pasos de su criado que acudía le obligaron a dominarse. Por último llegó a
comprender que yacía en el suelo, y al verse sangre en las manos y en la piel
de tigre, tuvo conciencia de lo que había hecho.
-¡Qué tontería, he errado el tiro! –murmuró
incorporándose y buscando la pistola con la mano; el revólver estaba cerca de
él.
Perdió el equilibrio y volvió a caer bañado en
sangre.
El ayuda de cámara, persona elegante, que se
quejaba con frecuencia ante sus amigos de lo delicado de sus nervios, al ver a
su amo fue tal el terror que se apoderó de él, que le dejó tendido y salió
corriendo en demanda de socorro.
Al cabo de una hora llegó Waria, cuñada de Wronsky,
y con ayuda de tres médicos que mandó llamar, logró acostar en la cama al
herido, constituyéndose en su enfermera.
Estos incidentes son muy importantes dentro del
desarrollo de la novela. Tras la recuperación de Ana, los amantes parten al
extranjero y Ana rechaza el divorcio – a pesar de que Alejo está de acuerdo-
por miedo de perder a su hijo.
Levine y Kitty, luego de algunas dificultades en
sus inicios, se adaptan a su vida de casados. La muerte de Nicolás afecta
profundamente a Levine y se da cuenta de que la vida afectiva, por sí sola,
vivida con sencillez y naturalidad, puede hacer que el hombre sea capaz de
sobrellevar y vencer los duros problemas de la existencia. Al tiempo que llega
a este descubrimiento, se entera de que Kitty está embarazada. Al regreso de su
luna de miel en Italia, Ana y Wronsky van a San Petersburgo. Sensiblemente
afectada al ver otra vez a su hijo, la pasión que Ana siente por Wronsky se
convierte en la más violenta que jamás haya sentido por alguien. A pesar de las
objeciones de su amante, con todo descaro Ana se presenta con él en el teatro,
como un reto a las convenciones de la sociedad. Ridiculizada en la ópera, Ana
le echa en cara a Wronsky su indiferencia y lo culpa de su sufrimiento, en
tanto le reprocha su indiscreción. Lo sucedido pesa gravemente en su relación
pero, ya reconciliados al menos temporalmente, se nuevo marchan a vivir al
campo.
Escena de celos por parte de Levine, en ocasión de
una fiesta de verano que se está celebrando en su casa de campo: un invitado le
dedica más atención de la conveniente y Levine, irritado, le pide que se vaya.
Dolly va de visita al castillo donde vive Ana y Wronsky; testigo del lujo y
refinamiento en que vive Ana, Dolly encuentra que la suya, en cambio, es una
existencia gris y opaca. Cuando Dolly le comenta a Ana que Wronsky está ansioso
de independencia –él mismo se lo ha confesado en un momento en que han quedado
a solas-. Ana le responde que ella confía en su belleza para así mantener el
interés de Wronsky. Ana se molesta cada vez que su amante debe ausentarse,
Wronsky, a su vez, a pesar de que ama a Ana, está dispuesto a sacrificar todo
por ella menos su independencia. El siente especialmente pesadas las exigencias
amorosas de Ana para retenerlo en casa. La solución sería que obtenga el
divorcio y casarse, así no tendrían que recluirse y podrían frecuentar la
sociedad. Un día discuten y finalmente llegan a un acuerdo. Ana escribe a Alejo
Karenina para pedirle el divorcio y luego se instala en Moscú con Wronsky.
Wronsky dio un gran banquete al electo y al partido
que triunfaba con él.
El conde, al asistir a las elecciones, había
afirmar su independencia a los ojos de Ana y ser agradable a Swiagesky. Además,
había mostrado empeño en cumplir los deberes que se imponía a título de gran
propietario. Pero no sospechaba el interés apasionado que le inspirarían las
elecciones y el buen éxito con que representaría su papel. Desde el primer
momento consiguió conquistar la simpatía general, y no se engañaba al suponer
que ya inspiraba confianza. Esta súbita influencia la debía en parte a la
hermosa casa que ocupaba en la ciudad, que le había cedido un antiguo camarada
suyo, el director del Banco de Kachin, a un excelente cocinero, a sus vínculos
de amistad como compañero del gobernador, y sobre todo, a sus modales sencillos
y afables con que se captaba las voluntades, a pesar de la reputación de
soberbio que le atribuían. Todos cuantos le habían hablado aquel día,
exceptuando Levin, parecían dispuestos a rendirle homenaje y a atribuirle el
buen éxito de Newedowsky. Sintió cierto orgullo al decirse que dentro de tres
años, si fuera casado, nada le impediría presentarse él mismo como candidato, e
involuntariamente recordó el día en que, habiendo presenciado el triunfo de su
jockey, se había decidido a correr él mismo. En la mesa colocó al gobernador a
su derecha, como hombre respetado por la nobleza, cuyos sufragios había
conquistado con su discurso, pero que para Wronsky seguía siendo Maslof Katka,
su camarada en el cuerpo de pajes, a quien trataba como su protegido, y
procuraba hacerle perder la timidez. A su izquierda hizo sentar a Newedowsky,
hombre joven, de rostro impenetrable y desdeñoso, con el cual se mostró lleno
de atenciones.
A pesar de su derrota personal, Swiagesky está
encantado de que partido hubiese obtenido la victoria, y contó con gracia
durante la comida varios incidentes de las elecciones, poniendo en ridículo al
viejo tesorero. Oblonsky, contento por la satisfacción general, se divertía
mucho. Así, cuando después de la comida se enviaron despachos en todas
direcciones, puso uno a Dolly para dar gusto a todos, como dijo en confianza a
sus vecinos de mesa. Pero Dolly, al recibir el telegrama, sintió pesar,
suspirando por el rubio que había costado, y comprendió que su marido había
comido bien, porque constituía una de sus debilidades hacer funcionar el
telégrafo después de comer.
Se pronunciaron brindis con excelentes vinos que no
tenían nada de ruso, se saludó al nuevo tesorero con el título de excelencia, a
quien a pesar de su aire indiferente, ese título le deleitaba, como le deleita
a una joven esposa oírse llamar señora.
Se brindó también por la salud del amable anfitrión
y por la del gobernador.
Nunca hubiera esperado Wronsky ser en provincias el
centro de una reunión tan distinguida.
Hacia el final de la comida redobló la alegría, y
el gobernador rogó a Wronsky que asistiese a un concierto organizado por su
esposa a beneficio de nuestros hermanos. (Era antes de la guerra Serbia.)
-Se bailará después y conocerás a nuestras bellezas
que son notables.
-Not in my line –respondió Wronsky sonriendo; pero
prometió ir.
En el momento en que empezaban a fumar, al
levantarse de la mesa, el criado de Wronsky se aproximó a él, con una esquela
en una bandeja, y le dijo:
-Viene del campo, ahora mismo la ha traído un
mensajero.
El billete era de Ana, y antes de abrirlo Wronsky
sabía su contenido. Se había prometido estar de vuelta el viernes, pero habiéndose
prolongado las elecciones, era sábado y aún no había regresado. La carta debía
estar llena de reconvenciones, y probablemente escrita antes de que llegase la
que él la había mandado la víspera explicando su retraso. El contenido de la
esquela era aún más doloroso de lo que suponía. Anny estaba muy enferma y el
médico temía una inflamación. La carta decía:
“Pierdo la cabeza viéndome sola. La princesa
Bárbara, en vez de ayudar, no sirve más que de estorbo. Yo te esperaba anteayer
noche, y hoy mando a un mensajero para averiguar qué es de ti. Yo habría ido en
persona si no temiese desagradarte. Dame una contestación cualquiera para que
sepa lo que debo hacer.”
¡Hallándose la niña gravemente enferma, había
querido ir ella misma!
El contraste entre este amor exigente y la
deliciosa reunión que era preciso abandonar, causó muy desagradable impresión
en Wronsky. Sin embargo, se puso en camino la misma noche por el primer tren.
Ana, antes de marcharse Wronsky a las elecciones,
se había prometido hacer los mayores esfuerzos para soportar estoicamente la
separación; pero la mirada fría e imperiosa con que él la anunció el viaje, la
hirió, y sus buenas resoluciones se alteraron. Reflexionó sobre aquella mirada
en la soledad, y la encontró humillante.
-Ciertamente tiene derecho a marcharse cuándo y
cómo le parezca. ¿No tiene él todos los derechos, mientras que yo no poseo
ninguno? Pero es poco generoso por su parte hacérmelo sentir. ¿Y de qué modo lo
ha hecho sentir? ¿Con una mirada dura? Es un delito muy vago… sin embargo, en
otro tiempo no me miraba así, y eso prueba que se va entibiando su amor.
Para aturdirse procuró distraerse acumulando
quehaceres que la ocupasen el día. Por la noche tomaba morfina. Entre sus
meditaciones pensó en el divorcio como el único medio de impedir que Wronsky la
abandonase, porque el divorcio implicaba el matrimonio, y decidió no resistir
más sobre ese punto como hasta entonces lo había hecho y acceder la primera vez
que él la volviese a hablar de ello.
Así pasaron cinco días. Para matar el tiempo,
paseaba con la princesa, visitaba el hospital, y, sobre todo, leía. Pero el
sexto día al ver que Wronsky no regresaba, se debilitaron sus fuerzas. La niña,
en ese tiempo, cayó enferma, pero bastante ligeramente para que la inquietud
pudiese distraerla. Por otra parte, por más que Ana dijera, no podía disimular
para su hija sentimientos que no experimentaba.
En la noche del sexto día sintió un terror tan vivo
ante la idea de que Wronsky la abandonase, que quiso ir adonde él estaba; pero
acabó por contentarse con la cartilla que le envió por un mensajero. A la
mañana siguiente se arrepintió de su impulso de nerviosa impaciencia al recibir
una esquela de Wronsky explicándola la causa de su retraso. En seguida la
asaltó otra inquietud que la hizo temer su llegada. ¿Cómo soportaría su mirada
cuando supiese que su hija no había estado gravemente enferma? A pesar de todo,
su vuelta era una felicidad. Quizá echaría de menos su libertad y le parecería
pesada su cadena; pero estaría allí, le vería ella y no le perdería de vista.
Sentada bajo la lámpara, estaba leyendo un nuevo
libro de Taine, escuchado las ráfagas de viento del exterior y aplicando el
oído al menor rumor que le anunciase la llegada del conde. Después de haberse
equivocado varias veces, oyó distintamente la voz del cochero y al rodar del
coche bajo el peristilo. La princesa Bárbara que hacia un solitario con la
baraja, también lo oyó. Ana se levantó; no se atrevió a bajar como lo había
hecho ya dos veces, y sonrojada, confusa, inquieta por la acogida que él haría,
se detuvo. Todas sus susceptibilidades se habían desvanecido, ya no temía más
que el descontento de Wronsky, y contrariada al pensar que la niña se
encontraba perfectamente, sentía rencor contra ella por haberse restablecido en
el momento mismo en que mandaba su esquela. Pero ante la idea de que iba a
volver a verle, todo otro pensamiento desapareció, y cuando llegó hasta ella el
sonido de su voz, la alegría lo dominó todo y salió presurosa al encuentro de su
amante.
Kitty da a luz un niño. Kerenina, bajo la
influencia de su fanática y fiel amiga la condesa Lidia Ivanovna, se vuelve
creyente pero usa su hipócrita fe para ocultar su humillación y soledad. En
tanto se dicta el esperado divorcio, Ana y Wronsky viven un compás de espera en
su relación, pero se irritan mutuamente. Ana siente que su amor se está
enfriando, Wronsky está lleno de reproches porque en vez de intentar aliviar
esa situación, el enfermizo amor de Ana la hace aún más difícil. Sin discutir
su problema, cada uno aprovecha toda oportunidad para molestar al otro.
Pensando en su decadente amor, Ana cree que esa situación sea debida a la
existencia de “otra” en la vida de Wronsky, y sus celos la tornan pendenciera,
pero Wronsky la ama fielmente. Sin embargo, a pesar de su mutua amargura y de
esas tormentas, disfrutan de breves lapsos de ternura. La última pelea ocurre
cuando Wronsky se niega a posponer su viaje al campo, a donde irá a ver a su
madre, tocante a unas propiedades. Ana se niega a dejarlo ir asumiendo que
Wronsky, en realidad, quiere ver a la atractiva princesa Sorokin que vive con
la anciana condesa. “Te arrepentirás de esto”, lo amenaza cuando se pone en
camino. Pero es ella quien se arrepiente de inmediato y manda un mensajero a
que alcance a Wronsky y le entregue una nota donde se reconoce culpable y le
pide que regrese para hablar y explicarse. Como Wronsky ya ha partido y el
criado regresa con la nota, le envía un telegrama a casa de su madre, y el
suspenso hace que se desespere. Ana entonces decide buscar consejo y consuelo
en Dolly, y sus pensamientos durante el viaje son amargos y aturdidos. “¡Qué
triste es esto del amor!”, piensa. “Ya he perdido a mi hijo Sergio y ahora
pierdo a Wronsky”. El portero de la casa de Dolly le informa que Kitty está
allí, y de inmediato se siente celosa del antiguo amor de Wronsky. Al principio
Ana quiere mostrarse indiferente ante Kitty y ésta no quiere presentarse a
saludar a Ana, pero Dolly la convence y la hostilidad de Kitty desaparece “ante
el bello y simpático semblante de Ana. Las tres mujeres platican del bebé de
Kitty hasta que Ana dice que debe irse pues muy pronto ella y Wronsky partirán
para Moscú. Sonriente, Ana expresa que desearía ver de nuevo a Kitty pues se ha
enterado de muchas cosas acerca de ella, por Levine, su esposo. “El viene a
verme y yo lo quiero mucho”, dice Ana con obvia mala intención. Más tarde Dolly señala que nunca había visto a
Ana tan triste y abatida. Sintiéndose peor que antes, consciente de “haber sido
afrentada y derrotada” por Kitty, Ana cree que todas las relaciones humanas
están basadas en el odio. Ya en la casa lee un telegrama de Wronsky: “No puedo
regresar antes de las diez”. Furiosa, decide ir a buscarlo a la estación del
tren o, si no lo encuentra allí, ir hasta la propia casa de su madre. Lo que
ella quiere es salir de la casa cuanto antes, hallar a Wronsky donde sea para darle
su merecido y luego no regresar jamás. “Volveré a tomar el ferrocarril y me
bajaré en una estación cualquiera”. Camino a la estación, los pensamientos se
agolpan en su mente: Kitty, la fría pasión de Wronsky, su hijo Sergio, su amor
por Wronsky y lo que ella, egoístamente, desearía de él. “¿Cambiarían las cosas
si yo hubiera obtenido el divorcio?, se pregunta, y se responde: “No”. Jamás
les traería la felicidad, sólo la ausencia y el tormento. “Yo provoqué su
infortunio y el mío”, piensa. “La vida nos está separando… ¡Mi pequeño
Sergio!... ¡También a él creí que lo amaba! ¡Mi afecto hacia él me enternecería
a mí misma! Sin embargo, he podido vivir sin él, cambiando su amor por otra
pasión; y mientras esta pasión por el otro estuvo satisfecha, no me quejé del
cambio”. Al llegar a la estación, Ana evita a los demás pasajeros, ya que todo
el mundo le resulta odioso, toma el tren y llega a su destino. Al bajar y
preguntar por Wronsky, su cochero le entrega un mensaje de éste: “Lamento que
tu carta no me haya encontrado en Moscú. Volveré a las diez”. “No, no te
permitiré que me hagas sufrir de esta manera”, piensa Ana. Sumida en sus
reflexiones camina a lo largo del andén. Finalmente, torturada interiormente
por su situación, deseando vengarse de Wronsky y al mismo tiempo liberarse de
todos y de sí misma, se arroja debajo de las ruedas de un tren.
“¡Ya se van aclarando mis ideas!” –se dijo Ana
cuando se vio en la carretela rodando por un empedrado desigual -. “¿Qué era lo
último en que estaba pensando? ¡Ah sí! En las reflexiones de Yashvin sobre la
lucha por la vida, sobre el odio, que es lo único que une a los hombres… ¿Qué
van ustedes buscando como placer?” – Pensó al ver una alegre comitiva en un
coche tirado por cuatro caballos, que probablemente iba a pasar un día en el
campo-. ¡No escaparán a su suerte!” –Y viendo a corta distancia a un obrero
borracho conducido por un agente de policía-: “Eso es lo mejor para olvidar.
Nosotros también, el conde Wronsky y yo, hemos probado el placer ¡y nos hemos
encontrado muy por bajo de los supremos goces a que aspirábamos!” y por primera
vez Ana consideró sus relaciones con el conde iluminada con la brillante luz,
que de pronto le revelaba la vida-. “¿Qué ha buscado él en mí? ¡La satisfacción
de la vanidad más bien que la del amor!”
Y las palabras de Wronsky, la expresión de perro
sumiso que adoptaba su rostro en los primeros tiempos de sus relaciones, la
venían a la mente y confirmaban este pensamiento-. “Buscaba ante todo el
triunfo del buen éxito; me quería principalmente por vanidad. Ahora que ya no
está orgulloso de mí, todo ha concluido. Habiéndome arrebatado todo lo que
podía arrebatarme y no encontrando ya nada de qué vanagloriarse, le peso ya, y
sólo se preocupa de hacer las consideraciones exteriores que me guarda. Si
quiere el divorcio es únicamente con ese fin. Quizá me ame aún, ¿pero cómo? The
zet is gone. En el fondo de su corazón sentirá un alivio al librarse de mi
presencia. Mientras que mi amor se vuelve cada día mas egoístamente apasionado,
el suyo se va apagando poco a poco. Por eso ya no estamos de acuerdo. Yo
necesito atraerle y él necesita huir de mí. Al principio de nuestras
relaciones, nos atraíamos ambos, marchábamos uno al lado del otro, ahora
marchamos en sentido inverso. El me acusa de ser ridículamente celosa, yo
también me acuso de ello; pero la verdad es que mi amor ya no está satisfecho.”
En el estado de perturbación en que se encontraba,
Ana cambió de lugar en la carretela, moviendo los labios como si fuera a
hablar. –“Si pudiera, trataría de ser para él una amiga razonable, y no una
amante apasionada a quien su frialdad exaspera; pero no puedo transformarme.
Estoy segura de que no me engaña y de que no está más enamorado de Kitty que de
la princesa Sarokin, pero ¿qué me importa? Desde el momento en que mi amor le
cansa, que no siente por mí lo que yo siento por él, ¿qué me importa su buen
comportamiento? Casi preferiría su odio. Donde acaba el amor comienza la
repugnancia; y éste es el infierno que sufro… ¿Qué barrio es éste que no
conozco? Montañas, casas, siempre casas, habitadas por gentes que se detestan
unas a otras… ¿Qué podría sucederme que me trajera felicidad? Supongamos que
Alejo Alejandrovitch consienta en el divorcio, que me devuelva a Sergio y que
yo me case con Wronsky.”
Y al pensar en Karenin, Ana le vio ante ella, con
su mirada apagada, sus manos de venas azules, con sus falanges que crujían, y
el recuerdo de sus relaciones con él consideradas tiernas en otro tiempo, la
hizo estremecerse de horror. “Admitamos por un momento que se case; ¿me
respetará Kitty por eso? ¿No se preguntará Sergio por qué tengo dos maridos?
¿Cambiará Wronsky de actitud para conmigo? ¿Podrán establecerse entre él y yo
relaciones que me den, no digo la dicha, sino sentimientos que no sean una
tortura? No –se respondió sin vacilar -, la escisión entre nosotros es
demasiado profunda; él causa mi desgracia y yo hago la suya. Ya no podemos
impedir eso… ¿Por qué supondrá esa mendiga son su niño que inspira piedad? ¿No
estamos todos arrojados sobre este planeta para sufrir los unos por los
otros?... Los alumnos vuelven del instituto… ¡mi querido Sergio!... a él
también creí amarle, mi afecto por él me enternecía a mí misma. Sin embargo, he
vivido sin él cambiando su amor por el
de otro, y mientras se ha visto satisfecha mi pasión por este otro no me he
quejado del cambio.” –La satisfacía casi analizar sus sentimientos con esta
implacable claridad -. “Respecto a eso, todos nos hallamos en el mismo cayo,
yo, Pedro, el cochero, esos comerciantes, las gentes que viven en las riberas
del Volga y que se atraen con anuncios pegados en la pared, todos por todas
partes, siempre…”
-¿Hay que tomar el billete para Obiralowka?
–preguntó Pedro al acercarse a la estación.
Le costó trabajo comprender esta pregunta; sus
pensamientos estaban en otra parte y había olvidado a lo que iba.
-Sí –contestó al fin dándole el bolso y bajando de
la carretela con el saquillo rojo en la mano.
Los detalles de su situación le acudieron
nuevamente a la memoria al atravesar la multitud para dirigirse a la sala de
espera. Sentada en un gran sofá circular esperando el tren, meditó sobre las
diferentes resoluciones en que podía fijarse. Se presentó el momento en que
llegaría a la estación, el billete que escribiría a Wronsky, lo que ella le
diría al entrar en el salón de la vieja condesa, en donde quizá en aquel
momento se estaba él quejando de las amarguras de la vida. La idea de que aún
podía vivir feliz la pasó por la mente… ¡qué duro era amar y odiar al mismo
tiempo! ¡Cómo le palpitaba el corazón amenazando estallar!
Sonó una campana, algunos jóvenes escandalosos, de
aspecto vulgar pasaron por delante de ella. Pedro atravesó la sala y se le unió
para acompañarla hasta el vagón. Los hombres agrupados cerca de la puerta
guardaron silencio al verla pasar. Uno de ellos murmuró algunas palabras a su
vecino; debía se alguna grosería. Ana tomó asiento en un coche de primera clase
y puso su pequeño maletín sobre el asiento de paño gris marchito. Pedro se
quitó su sombrero galoneado, con una sonrisa idiota en señal de adiós y se
alejó. El inspector cerró la portezuela. Una dama ridículamente ataviada y que
Ana desnudó en su imaginación para espantarse de su fealdad, corría por el
andén seguida de una niña que reía con mucha afectación.
-“Esta niña es grotesca y ya es presuntuosa” –pensó
Ana, y para no ver a nadie se sentó al lado opuesto del coche.
Un mujik sucio, con un gorro del que se escapaban
mechones enmarañados, pasó cerca de la ventanilla inclinándose hacia la vía.
“Esa fisonomía no me es conocida” –se dijo Ana, y
repentinamente se acordó de su pesadilla, y espantada corrió hacia la otra
portezuela del vagón que el conductor abría para hacer entrar a un caballero y
a una señora.
-¿Quiere usted salir?
Ana no respondió y nadie pudo notar bajo el velo
que la cubría el rostro, el espantoso terror que la helaba la sangre. Volvió a
sentarse, la pareja ocupó los asientos frente a ella, examinando discretamente,
aunque con curiosidad, las particularidades de su traje. El marido la pidió
permiso para fumar, y habiéndolo obtenido, manifestó a su mujer en francés que
sentía mucha más necesidad de hablar que de fumar. Ambos hacían estúpidas
observaciones con el fin de llamar la atención de Ana y trabar conversación con
ella. Ana pensó:
“Esas gentes deben detestarse. ¿Podrían amar
semejantes monstruos?”
El ruido, los gritos, las risas que siguieron a la
segunda campanada, dieron ganas a Ana de taparse los oídos. ¿Qué era lo que
podía hacerles reír? Después de la tercera señal, la locomotora silbó, el tren
se puso en movimiento y el caballero hizo la señal de la cruz.
-“¿Qué es lo que da a entender con eso?” –pensó
Ana, volviendo los ojos a otro lado con aire furioso para fijarse por encima de
la cabeza de la señora en los vagones y los muros de la estación que pasaban delante
de la ventanilla. El movimiento se fue haciendo más rápido. Los rayos del sol
poniente penetraron en el coche, y una ligera brisa jugueteó con las
cortinillas.
Ana, olvidando a sus compañeros de viaje, respiró
el aire fresco y volvió a reanudar el hilo de sus reflexiones.
-“¿En qué estaba yo pensando? En que mi vida por
cualquier lado que la considere, no puede ser más dolorosa. Todos nos hallamos
condenados a sufrir, y no hacerles más que tratar de disimulárnoslo. ¡Pero
cuando la verdad nos saca los ojos!”
-La razón ha sido dada al hombre para que rechace
lo que le molesta –dijo la dama en francés, encantada de su frase.
Esas palabras correspondían al pensamiento de Ana.
“Rechazar lo que molesta” –repitió, y una ojeada
dada al hombre y a su escuálida mitad, la hizo comprender que ésta debía
considerarse como una criatura no comprendida, y que su obeso marido no la
disuadía y se aprovechaba de ello para engañarla.
Ana escudriñaba en lo más profundo de sus
corazones; pero; pero como no encontró nada que le interesara en esto, continuó
en sus reflexiones.
Al llegar a la estación siguió a la multitud,
tratando de evitar el contacto grosero de la gente bulliciosa, y se detuvo en
el andén para preguntarse lo que debía hacer. Ahora, todo le parecía de difícil
ejecución; empujada, golpeada, curiosamente observada, no sabía en dónde
refugiarse. Al fin se le ocurrió detener a un empleado para preguntarle si no
estaba en la estación el cochero del conde Wronsky con algún mensaje.
-¿El conde Wronsky? Hace poco han venido a recibir
a la princesa Sarokin y a su hija. ¿Cómo es ese cochero?
En aquel mismo instante Ana vio dirigirse hacia
ella al cochero Miguel enviado por ella, con un caftán nuevo, trayendo un
billete con aire importante, y orgulloso por haber cumplido su misión.
Ana rompió el sobre y se le oprimió el corazón al
leer:
“Lamento que su billete de usted no me haya
encontrado en Moscú. Volveré a casa a las diez.
WRONSKY”
-Eso es, me lo esperaba – dijo con sonrisa
sardónica -. Puedes volverte a casa –dijo al joven cochero.
Esas palabras las pronunció lentamente y con
dulzura, su corazón palpitaba con tal violencia que le impedía hablar.
“No, ya no te permitiré que me hagas sufrir de ese
modo” –pensó dirigiendo esas palabras con amenaza al que la hacía padecer y
continuó caminando por el andén.
“¡A dónde huir, Dios mío!” – se dijo al verse examinada
curiosamente por las personas a quienes su tocado y su belleza llamaban la
atención.
El jefe de la estación le preguntó si estaba
esperando el tren. Un vendedor de kvas no apartaba los ojos de ella. Al llegar
a la extremidad del andén, se detuvo. Unas señoras y unos niños hablaban riendo
con un señor de anteojos, que probablemente habían venido a recibir. Aquellas
señoras también callaron y se volvieron para ver pasar a Ana. Esta apresuró el
paso. Un tren de mercancías que se acercaba hacía trepidar el andén. Se le
antojó que se encontraba en un tren en movimiento. De pronto recordó al hombre
aplastado el día en que ella había visto a Wronsky por primera vez en Moscú, y
comprendió qué debía hacer. Con rapidez y ligereza bajó los peldaños que iban de
la bomba situada al extremo del andén a los rieles, y caminó al encuentro del
tren. Examinó fríamente la gran rueda de la locomotora, las cadenas, los ejes,
tratando de medir la distancia que había entre las ruedas delanteras del primer
vagón y las ruedas de atrás.
“Allí – se dijo, mirando la sombra proyectada por
el vagón sobre la arena mezclada de carbón que cubría las traviesas -. Allí en
medio, será castigado, y yo me veré libre de todos y de mi misma.”
Su pequeño maletín rojo que llevaba cogido por las
asas, y le costó trabajo sacar de la muñeca, la hizo perder el momento de
arrojarse bajo el primer vagón. Esperó el segundo. Una sensación semejante a la
que experimentaba en otro tiempo antes de zambullirse en el agua del río, se
apoderó de ella e hizo la señal de la cruz santiguándose. Este ademán familiar
evocó en su alma una multitud de recuerdos de la juventud y de la infancia. La
vida, con sus fugaces alegrías, brilló un segundo ante sus ojos; pero no los
apartó del vagón, y cuando se presentó ante ella el espacio entre las dos
ruedas tiró el saco, se encogió de hombros, y con los brazos extendidos, se
echó de rodillas bajó el vagón como si hubiese querido quedar en posición de
levantarse de nuevo. Tuvo tiempo para sentir miedo.
“¿En dónde estoy? ¿Por qué? – Pensó haciendo un
esfuerzo para echarse hacia atrás; pero una mole enorme, inflexible, le dio un
golpe en la cabeza y la tumbó de espaldas-: “¡Señor, perdonadme!” –murmuró al
comprender la inutilidad de la lucha.
Un pequeño mujik, murmurando entre dientes, se
inclinó hacia la vía de pie sobre el estribo del vagón. Y la luz que para
aquella desgraciada había iluminado el libro de la vida con sus tormentos, sus
traiciones y sus dolores, desgarrando las tinieblas, brilló con más vivo
resplandor, vaciló y se apagó para siempre.
Profundamente abatido por la muerte de Ana, Wronsky
se enrola voluntariamente para luchar contra los turcos, pues ya no le tiene
apego a la vida. Levine encuentra al fin una respuesta a muchas de sus dudas y
problemas existenciales: el secreto está en “vivir para el alma” y con la mayor
bondad posible; la razón y el intelecto sólo oscurecen esta verdad tan
sencilla, simple y natural. Y también comprende que la muerte es una parte
inevitable de la vida; entonces cree en Dios. Levine, ahora, está en paz
consigo mismo y su corazón se llena de felicidad.