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1era edición |
ÍNDICE
·
PANTALEÓN Y LAS VISITADORAS (Mario Vargas Llosa)
·
LOS DOS HIDALGOS DE VERONA (William Shakespeare)
·
VENUS Y ADONIS (William Shakespeare)
·
LOS DOS HERMANOS (Publio Terencio)
PANTALEON Y LAS VISITADORAS
Novela del escritor
Mario Vargas Llosa publicada en 1973. “Pantaleón
y las visitadoras”, al igual que otras novelas del escritor arequipeño,
parte de un hecho real. En un viaje que el autor hizo a la selva del Perú,
descubrió que los militares de la frontera recibían visitadoras, que llegaban directamente a los cuarteles. Y lo
descubrió por el rencor y la envidia que esto provocaba en la población civil
masculina. Los vecinos veían, con gran indignación, pasar a las visitadoras ante sus narices, entrar en
los cuarteles e irse; y ellos no podían disfrutar también de este servicio,
digamos, cívico. Este hecho le dio inmediatamente la idea a Vargas Llosa para
hacer una novela.
Vargas Llosa había
estado en un colegio militar (Leoncio Prado) y conocía un poco la mentalidad
militar y los mecanismos militares, lo cual lo hizo pensar que este servicio
tenía que haber sido organizado como se organizan las cosas en el ejército, es
decir, de acuerdo a una burocracia muy estricta. Y esto le sugirió la idea de
aquel pobre oficial (Pantaleón Pantoja) al que un día le encargaron organizar
este servicio. Así nació la novela que le sirvió para descubrir el humor en la
literatura, porque primero Vargas Llosa quiso contar esta historia en serio, y
se dio cuenta que era imposible, nadie podía aceptarla. Y así fue que descubrió
que hay ciertas historias que sólo se pueden contar en una vena risueña. En
esta novela convergen líneas temáticas, como la prostitución y el mundo
militar, y nuevamente la selva peruana como escenario modelador del
comportamiento. Los temas y el ambiente nos remiten a las novelas anteriores
del autor, pero, en cambio, el tono es diferente. Porque la insólita cruzada
del capitán Pantaleón Pantoja y su ejército de “visitadoras”, las prostituta reclutadas para prestar un importante
“servicio social” a los soldados de
regiones remotas, se cumple en el contexto de una gran farsa. El burdel, que
adquiere una formulación legendaria en “La
casa verde”, deja su asiento sedentario para transformarse ahora en una
brigada móvil que sigue los puntuales dictados de la jerarquía militar y se
somete a la eficiente organización de un verdadero devoto del deber. Es esta
contradicción, esta incongruencia, la que otorga al relato su franca comicidad.
La nota satírica sustituye el tono frecuentemente grave de la exploración de
Vargas Llosa, quien halla en la farsa un excelente vehículo para dar salida a
su visión social del Perú. La selva de Vargas Llosa no es más que una hipérbole
del Perú, en la que se exacerban las pasiones, y el aliento de cada empresa
adquiere una intensidad descomunal. En ella tiene lugar la delirante empresa
del capitán Pantoja, que requiere de multitud de operaciones: el enganche
primero, y todas las fases de una verdadera organización, desde el estudio minucioso
de los burdeles de Iquitos, de los afrodisiacos utilizados en la selva,
conforme a las recetas que brotan de la sabiduría popular, hasta la confección
de listas de “usuarios” y los
preparativos “topográficos” que
consisten en adecuar las instalaciones militares para que allí tengan lugar las
“presentaciones”. Desde su puesto de
mando, en el que instala su oficina particular, el archivo y la caja, el
capitán Pantaleón Pantoja erige el SVGPFA (Servicio de Visitadoras para
Guarniciones, Puestos de Frontera y Afines), situado lejos de la ciudad, a
orillas del rio Itaya. Separado del ejército, ya que sus superiores le prohíben
usar el uniforme militar y hasta entablar relación con sus compañeros de armas,
la vida de Pantaleón Pantoja transcurre entre la ralea prostibularia de la
selva amazónica. Cotidianamente debe disfrazar su condición de militar ante los
civiles, la índole de su tarea ante su madre y su mujer. Pochita, su mujer, nos
brinda una visión del oscurantismo que vive en cuanto a la vida militar y
misteriosa que su marido vive. La carta dirigida a su hermana Chichi, cuñada de
Pantaleón, es bastante reveladora.
“Lo
cierto es que si a mí la venida a Iquitos no me ha resultado buena, para mi
suegra ha sido fatal. Porque allá en Chiclayo ella estaba feliz, tú sabes cómo
es de amiguera, haciendo vida social con los vejestorios de la Villa Militar,
jugando canasta todas las tardes, llorando como una Magdalena con sus
radioteatros y dando sus tecitos, pero lo que es aquí, eso que le gusta tanto a
ella, eso que la hacíamos renegar diciéndole “su vida de conventillo” (uy,
Chichi, me acuerdo de Chiclayo y me muero de pena) aquí no lo va a tener, así
que le ha dado por consolarse con la religión, o mejor dicho con la brujería,
como lo oyes. Porque, cáete muerta, ese fue el primer baldazo de agua fría que
recibí: no vamos a vivir en la Villa Militar ni a poder juntarnos con las
familias de los oficiales. Ni más ni menos. Y eso es terrible para la señora
Leonor, que traía grandes ilusiones de hacerse amiga inseparable de la esposa
del comandante de la V Región y darse pisto como se daba allá en Chiclayo por
ser intima de la esposa del coronel Montes, que solo les faltaba meterse juntas
en la cama a las dos viejas (para chismear y rajar bajo las sabanas, no seas mal
pensada). Oye, ¿te acuerdas del chiste ese? Pepito le dice a Carlitos, ¿quieres
que mi abuelita haga como el lobo?, si quiero, ¿cuánto tiempo que no haces
cositas con el abuelo, abuelita? Uuuuuuuu! Lo cierto es que con esa orden nos
han requetefregado, Chichi, porque las casitas modernas y cómodas que hay en
Iquitos son las de la Villa Militar, olas de la Naval, olas del Grupo
Aeronáutico. Las de la ciudad son viejísimas, feísimas, incomodísimas. Hemos
tomado una en la calle Sargento Lores, de esas que construyeron a principios de
siglo, cuando lo del caucho, que son las más pintorescas, con sus fachadas de
azulejos de Portugal y sus balcones de madera; es grande y desde un ventana se
ve el rio, pero, eso sí, no se compara ni a la más pobre de la Villa Militar.
Lo que más cólera me da es que ni siquiera podemos bañarnos en la piscina de la
Villa, ni en la de los marinos ni en la de los aviadores, y en Iquitos solo hay
una piscina, horrible, la Municipal, donde va cuanto Dios existe: fui una vez y
había como mil personas, qué asco, montones de tipos esperaban con caras de
tigres que las mueres se metieran al agua para, con el pretexto del
amontonamiento, ya te imaginas. Nunca más, Chichi, preferible la ducha. Que
furia cuando pienso que la mujer de cualquier tenientito puede estar en estos
momentos en la piscina de la Villa Militar, asoleándose, oyendo su radio y
remojándose, y yo aquí pegada al ventilador para no asarme: te juro que al
general Scavino le cortaría lo que ya sabes (jajá). Porque, además, resulta que
ni siquiera puedo hacer las compras de la casa en el Bazar del Ejército, donde
todo cuesta la mitad, sino en las tiendas de la calle, como cualquiera. Ni eso
nos dejan, tenemos que vivir igual que si Panta fuera civil. Le han dado dos
mil soles más de sueldo, como bonificación, pero eso no compensa nada, Chichi,
así que ya ves en lo que se refiere a platita la Pochita está jodidita (me
salió en verso, menos mal que no he perdido el humor, ¿no?).
Figúrate
que a Panta me lo tienen vestido día y noche de civil, con los uniformes
apolillándose en un baúl, no podrá ponérselos nunca, a él que le gustan tanto.
Y a todo el mundo tenemos que hacerle creer que Panta es un comerciante que ha
venido a hacer negocios a Iquitos. Lo gracioso es que a mi suegra y a mí se nos
arman unos enredos terribles con los vecinos, a veces les inventamos una cosa y
a veces otra, y de repente se nos escapan recuerdos militares de Chiclayo que
los deben dejar muy intrigados, y ya tendremos en todo el barrio fama de una
familia rara y medio sospechosa. Te estoy viendo dar saltos en tu cama diciendo
qué le pasa a esta idiota que no me cuenta de una vez por qué tanto misterio.
Pero resulta, Chichi, que no te puedo decir nada, es secreto militar, y tan
secreto que si se supiera que Panta ha contado algo lo juzgarían por traición a
la Patria. Imagínate. Chichita, que le han dado una misión importantísima en el
Servicio de Inteligencia, un trabajo muy peligroso y por eso nadie debe saber
que es capitán. Uy, qué bruta, ya te conté el secreto y ahora me da flojera
romper la carta y empezarla de nuevo. Júrame Chichita que no vas a decirle una
palabra a nadie, porque te mato, y, además, no querrás que a tu cuñadito lo
metan al calabozo o lo fusilen por tu culpa, ¿no? Así que muda y sin correr a
contarles el cuento a las chismosas de tus amigas Santana. ¿No es cómico que
Panta esté convertido en un agente secreto? Te digo que doña Leonor y yo nos
moriremos de curiosidad por saber qué es lo que espía aquí en Iquitos, nos lo
comemos a preguntas y tratamos de sonsacarle, pero tú ya lo conoces, no suelta
silaba aunque lo maten. Eso está por verse, tu hermanita también es terca como
una mula, así que veremos quién gana. Sólo te advierto que cuando averigüe en
qué anda metido Panta no pienso chismearte aunque te hagas pipí de
curiosidad.
Ahora,
será muy emocionante que el Ejército le haya dado esa misión en el Servicio de
Inteligencia, Chichita, y eso quizá lo ayude mucho en su carrera, pero lo que
es yo, te digo, no estoy nada contenta con el asunto. En primer lugar porque
casi no lo veo. Tú lo sabes lo cumplidor y maniático que es Panta con su
trabajo, se toma todo lo que le mandan tan a pecho que no duerme ni come ni
vive hasta que lo termina, pero en Chiclayo al menos tenía sus guardias con
horario fijo y yo sabía sus entradas y salidas. Pero que se pasa la vida
afuera, nunca se sabe a qué hora vuelve y, cáete muerta, ni en qué estado. Te
digo que no me acostumbro a verlo de civil, con guayaberas y blue jeans y la
gorrita jockey que le ha dado por ponerse, me parece haber cambiado de marido y
no sólo por eso (uy, qué vergüenza, Chichi, eso sí que no me atrevo a
contártelo). Si solo fuera durante el día yo feliz de que trabaje. Pero tiene
que salir también de noche, a veces hasta tardísimo, y se me ha presentado tres
veces cayéndose de borracho, había que ayudarlo a desvestirse y al día
siguiente su mamacita tenía que ponerle pañitos en la frente y hacerle mates.
Si, Chichi, te estoy viendo la cara de asombro, aunque no te lo creas, Panta el
abstemio, el que sólo tomaba Pasteurina desde que tuvo hemorroides: cayéndose
de borracho y con la lengua enrevesada. Ahora me da risa porque me acuerdo lo
chistoso que era verlo irse de bruces contra las cosas y oírlo quejarse, pero
en el momento pasé unos colerones que tenía ganas de cortarle a él también lo
que ya sabes (contra, me fregaría yo solita, jajá). Él me jura y requetejura
que tiene que salir de noche por su misión, que debe buscar a unos tipos que sólo
viven en los bares, que hacen ahí sus citas para despistar y a lo mejor es
verdad (así se ve en las películas de espionaje, ¿no es cierto), pero oye, ¿tú
te quedarías tan tranquila si tu marido se pasara la noche en los bares? No,
pues, hijita, ni que yo fuera boba para creer que en los bares sólo ve a
hombres. Ahí tiene que haber mujeres que se le acercan y le meten conversación
y Dios sabe qué más. Le he hecho unos escándalos terribles y me he prometido no
salir más de noche salvo cuando sea de vida o muerte. Le he rebuscado con lupa
todos sus bolsillos y camisas y ropa interior, porque te digo que si le
encuentro la menor prueba de que ha estado con mujeres pobre Panta. Menos mal
que en esto su mamacita me ayuda, está aterrada con las salidas nocturnas y las
tranquilas de su hijito, al que siempre había creído un santito de sacristía y
resulta que ahora ya no lo es tanto (uy, Chichi, te mueres si te cuento).
Y,
además; por la bendita misión tiene que juntarse con una gente que pone los
pelos de punta. Fíjate que la otra tarde había ido a la vermouth con una vecina
de la que me he hecho amiga, Alicia, casada con un muchacho del Banco
Amazónico, una loretana muy simpática que nos ayudó mucho con la instalación.
Fuimos al cine Excelsior, a ver una de Rock Hudson (agárrame que me desmayo), y
a la salida estábamos dando una vueltita tomando fresco, cuando al pasar por un
bar que se llama “Camu Camu” lo veo a Panta, en una mesa del rinconcito, ¡con
qué pareja! Un ataque, Chichi, la mujer una perica tan llena de pintura que no
le cabía una gota más ni en las orejas, con unas teteras y un pompis que
rebalsaban del asiento, y el tipo un hombrecito a medias, tan retaco que los
pies no llegaban al suelo, y encima con unos aires de castigador increíbles. Y
Panta entre los dos conversando lo más animado, como si fueran amigos de toda
la vida. Le dije a Alicia mira, mi marido, y entonces ella me agarró el brazo,
nerviosísima, ven, Pocha, vámonos, no puedes acercar. Total que nos fuimos.
¿´Quiénes crees que eran ese par? La perica es la mujer de más mala fama de
todo Iquitos, el enemigo número uno de los hogares, le dicen Chuchupe y tiene
una casa de pes en la carretera a Nanay, y el enanito su amante, para partirse
de risa imaginársela haciendo cositas con el mamarracho ese, vaya depravada y
él peor. ¿Qué te parece? Después se lo dije a Panta a ver qué cara ponía y, por
supuesto, se comió un pavo tan terrible que comenzó a tartamudear. Pero no se
atrevió a negármelo, reconoció que ese dúo son gente de mal vivir. Que tenía
que buscarlos por su trabajo, que nunca que lo viera con ellos me le fuera a
acercar ni menos su madre. Yo le dije allá tú con quién te juntas pero si
alguna vez sé que te has ido a meter a la casa de la pericia en Nanay tu
matrimonio peligra, Panta. No, pues, hijita, figúrate la fama que vamos a
hacernos aquí si Panta empieza a lucirse por las calles con esa gente. Otra de
sus juntas es un chino, yo que creía que todos los chinos eran finitos, éste es
Frankenstein. Aunque a Alicia le parece pintón, las loretanas tienen el gusto
atravesado, hermana. Lo pesqué con él un día que fui a visitar el Acuario
Moronacocha, a ver los peces ornamentales (lindos, te digo, pero se me ocurrió
tocar una anguila y me soltó una descarga eléctrica con la cola que casi me tira
al suelo), y la señora Leonor también lo ha pescado en una cantinita con el
chino, y Alicia los chapó paseándose por la Plaza de Armas y por ella me enteré
que el chino tiene fama de gran forajido. Que explota mujeres, que es un
vividor y un vago: figúrate las amistades de tu cuñadito. Se lo he sacado en
cara y la señora Leonor más que yo, porque a ella la enferman más que a mí las
malas juntas de su hijito, sobre todo ahora que cree que se nos viene encima el
fin del mundo. Panta le ha prometido que no se lucirá en las calles ni con la
pericia ni con el enano ni con el chino, pero tendrá que seguir viéndolos a
escondidas porque resulta que es parte de su trabajo. Yo no sé dónde va a ir a
parar con esa misión y con esa clase de relaciones. Chichita, comprenderás que
me tiene con los nervios alterados, saltoncisíma.
Pantaleón Pantoja debe
adoptar, en suma, diversas mascaras: vivir como un civil, pero pensar como un
militar, le ordena el general Scavino. Utilizar métodos bajos para satisfacer “altas” necesidades, desde el momento
que la salud del ejército y el momento que la salud del ejército y el bienestar
de la patria están en juego. A medida que su organización crece por su
diligencia y las demandas, en aumento, de los usuarios, el servicio de visitadoras
crece también en la imaginación de las gentes hasta convertirlas en un mito. Es
entonces Pantilandia, el reino del capitán Pantoja, el sublime administrador
capaz de transformar cualquier cometido en un éxito rotundo. Por otra parte la
única historia diversa que incluye la novela, la del hermano Francisco,
fundador de la secta apocalíptica de los Hermanos del Arca, adquiere en su
fanatismo una intensidad similar a la de la singular cruzada del puntual
ejecutor del programa militar. Una y otra son tratadas paródicamente en el
desarrollo de la narración que las comprende. Ambas acaban por mostrar su
inautenticidad, ya que aparecen como los desaforados intentos de paliar la
ignorancia y las magras perspectivas de un medio subdesarrollado. “Pantaleón y las Visitadoras” es una
obra plena de humor, de sarcásticas escenas que satisfacen al lector común,
ávido de leer una novela de corrido, como ésta que lo jala con su atractiva
presentación de una narración rica en pasajes múltiples. Vargas Llosa es aquí
un narrador fluido, podemos decir lineal, aunque se superpongan de rato en rato
los tiempos y los temas. La intrínseca crítica social que implica la novela
donde se combinan los partes militares, los informes técnicos, la aplicación de
una terminología castrense para un servicio sexual a los miembros de las
guarniciones de la selva del Perú, con cartas familiares y cursis, con diálogos
de oficiales, de prostitutas, de “mujeres
honestas”, de artículos de periodistas, de locuciones radiales, de
entrevistas y de referencias a una extraña religión “de hermanos de la selva” que crucifican animales y niños y
hombres. Todos estos textos no son sino partes de la misma parodia, que los
envuelve para representar la vida peruana como un gran delirio en el que tienen
cabida los falsos misticismos y las redenciones espectaculares de aquellos que,
como Pantaleón y el hermano Francisco, fracasan en sus empresas, devorados por
la selva.
LOS DOS HIDALGOS DE VERONA
Comedia de William Shakespeare en cinco actos, su
prosa y su verso, escrita a comienzos de su carrera (aproximadamente 1594),
publicada en el “infolio” de 1616. La
trama es la de una típica “comedia de
arte”, de manera que Shakespeare lo empleó como fuente un drama de carácter
italiano, como podría der por ejemplo “La
historia de Félix y Filomena” (1584-1585), o desarrolló de manera semejante
una trama muy sencilla como se encuentra en la “Diana” del español Jorge de Montemayor (1521-1561), que por regla
general se considera como su fuente. Veamos el resumen de la obra:
Hubo, en otro tiempo, en Verona, dos amigos que se
querían entrañablemente; llamábanse Valentín y Proteo. Ambos eran jóvenes y apuestos
mancebos, pero de caracteres del todo diferentes, como verá el curioso lector.
Valentín era pacífico y honrado, amigo leal y excesivamente bueno y sincero
para creer en la traición ajena. Proteo, por el contrario, era ardoroso y
apasionado, pero voluble, y se dejaba arrastrar fácilmente de cualquier
impulso; siempre tan impaciente para alcanzar lo que de momento deseaba, que no
reparaba en los medios, con tal de conseguir el fin que apetecía. A pesar de
estas diferencias de carácter, Valentín y Proteo se hallaban muy bien el uno
con el otro; pero finalmente las cosas anduvieron de manera que les fue preciso
separarse. Valentín no podía permanecer en Verona; quería correr mundo y
dilatar sus horizontes.
- El joven que no sale de su tierra, tiene siempre
un espíritu mezquino y apocado- decía a Proteo al querer éste persuadirle que
permaneciese en Verona- Si no fuese que estás aquí prisionero de amor, no
consentiría que te quedaras, sino que te obligaría a venir conmigo a contemplar
las maravillas del mundo. Pero ya que amas, sigue amando y procura ser tan
dichoso en tus amores, como quisiera yo serlo, si alguna vez me alcanzaren los
dardos de Cupido.
Decía esto porque Proteo estaba, en aquel entonces,
locamente enamorado de una hermosa joven de Verona, llamada Julia; y Valentín
seguía dando matraca a Proteo hablándole contra el amor, diciendo que es una
locura y que sólo el loco se deja coger en sus redes. Muy lejos estaba de
pensar que a no tardar, caería también él en la trampa y que había de ser víctima
de la perfidia y traición de su amigo.
Proteo, empero, no pensaba más que en Julia, y por
nada del mundo hubiera salido de Verona. Despidiéronse afectuosamente los dos
amigos, y Valentín tomó el camino de la corte de Milán.
-Él va tras el honor como yo tras el amor- dijo
para sí Proteo al ver partir a su compañero- deja a sus amigos para honrarlos
más mejorándose a sí mismo. Yo también abandono a mí mismo, a mis amigos y
todas las cosas en aras del amor. ¡Ah, Julia, Julia, cómo has cambiado todo mi
ser!, por ti olvido el estudio, pierdo miserablemente el tiempo, me rebelo
contra los más prudentes consejos, tengo en poco a todo el mundo, mi espíritu
pierde sus energías soñando vanamente y mi corazón está enfermo de inquietud.
Metido estaba Proteo en estas reflexiones cuando
oyó los gritos de Speed, el bufón criado de Valentín, que exclamaba:
-¡Señor Proteo, Dios os guarde! ¿Habéis acaso visto
a mi amo?
-Acaba de partir de aquí y va a tomar el barco para
Milán- respondió Proteo.- ¿Has entregado ya mi carta a la señora Julia?
-Sí, señor, y por cierto que no me dio
gratificación alguna- contestó Speed, despechado porque Julia no le había dado
la propina que esperaba.
-Y ¿qué dijo al recibir la carta?- preguntó
ansiosamente Proteo.
-Nada, señor, hizo un movimiento de cabeza.
-Vamos, dime qué es lo que te dijo Julia,- insistió
Proteo.
-Si quisiereis abrir, señor, vuestra bolsa…
-Bueno, ahí va esto por el trabajo que te has
tomado. Pero dime, ¿qué es lo que te dijo Julia?
-En verdad, señor, que me parece que no os gana en
generosidad- respondió Speed, metiéndose en el bolsillo la moneda que le diera
Proteo.
-¿Pues qué? ¿Te dio acaso menos que esto?- preguntó
Proteo.
-Mucho menos, pues no me dio nada- contestó Speed;
y como quiera que tan mezquina fue para recompensar al que le llevaba vuestro
corazón con la carta, me temo que va a ser mezquina con vos para no abriros el
suyo. Por lo cual os aconsejo que en prenda de amor no le deis sino piedras,
pues ella es dura como el acero.
-Pero, ¿es que no te dijo nada?- insistió Proteo.
-Nada, ni siquiera: Ea, amigo, tomad esto en pago de vuestro trabajo- respondió Speed
porfiando en su resentimiento.- En cuanto a vos, gracias mil por vuestra
bondad; pero en adelante llevad vos mismo las cartas. Ahora voy volando en
busca de mi amo.
-¡Ve, pues, en hora buena!- exclamó Proteo, cansado
ya de tanta impertinencia;- ve a salvar el barco de todo naufragio; a buen
seguro que yendo tú a bordo, no correrá peligro el barco, pues estás destinado
a morir en tierra firme según eres de machacón.
Y así que hubo partido el insolente criado, dijo,
para sí: “Procuraré servirme de otro, a buen seguro que Julia rehusaría mis
cartas si hubiese de recibirlas de manos de tan indigno cartero…”
Lo que en realidad sucedió fue que la carta no
había llegado a manos de quien debía, pues Speed tomó a Luceta, muchacha de
servicio de Julia, por la propia Julia, y a ella se la dio equivocadamente.
Luceta al ir en busca de su señora, hallóla en el
jardín muy pensativa pues estaba ya enamorada de Proteo, aunque ella misma no
se daba del todo cuenta de ello. Al recibir la carta de manos de Luceta y
decirle ésta que juzgaba que la carta venia de manos de Proteo, fingió un
movimiento de cólera y reprendió ásperamente a la muchacha por haberse atrevido
a aceptarla.
-Toma de nuevo este papel,- díjole,- y haz que sea
devuelto, de lo contrario no te quiero ver jamás en mi presencia.
-El que se mete a patrocinar un amor, bien merece
el odio por recompensa,- murmuró Luceta.
Hay que tener en cuenta que la muchacha por los
muchos años que servía fielmente en la casa, era tratada más bien como
compañera que como criada de servicio y por lo mismo estaba acostumbrada a
manifestar su opinión sin rodeos y con cierta libertad.
-¿No te vas aún? díjole Julia con tono severo; pero
no bien hubo desaparecido Luceta, entróle a Julia el remordimiento y decía para
sí:
-¡Qué desatentada estuve al echarla con cajas
destempladas de mi presencia, cuando tanta falta me hace! y ¡qué hipócrita he
sido al mostrar indignación, cuando mi corazón se recreaba en una secreta
alegría! He de vencerme a mí misma y desagraviar a la pobre muchacha: voy a
llamarla y le pediré perdón.- ¡Luceta! ven; ven acá, Luceta…
-¿Qué manda mi señora?- respondió la doncella.
Al verla de nuevo en su presencia, tomó Julia el
aspecto de severidad y reserva de antes y preguntóla:
-¿Es ya hora de comer?
-Ojalá lo fuera y que mi señora desahogara su mal
humor contra los platos más bien que contra su criada,- respondió con gran
soltura Luceta, al tiempo que dejaba caer la carta en el suelo y la recogía con
gran cuidado.
-¿Qué es eso que coges cautelosamente?- preguntó
Julia.
-Nada.
-¿Por qué te agachaste pues?
-Para coger un papel que se me había caído.
-Y ese papel ¿no es nada?
-No, señora; nada que me pertenezca.
-Déjalo, pues, para quien sea.
Pero Luceta no quería que la carta quedase allí en
el suelo, pues su intención, al soltarla, había sido que Julia se enterara de
ella. No sabía ella cuán ansiosamente deseaba su señora tenerla en sus manos,
pero era demasiado altiva para reconocerlo. Luceta no pudo reprimir ciertas
palabras insolentes que le vinieron a la boca, lo cual irritó a su señora,
sobre todo al afirmar Luceta que hacia la causa de Proteo.
-¡Basta y de charla, no tolero tales desplantes!...
dijo Julia con resolución, y rompió la carta echando al suelo los pedazos y
diciendo: “¡Anda, vete y no toques estos papeles!...”
-Ella hace como que no le gusta, y lo que ella
quisiera fuera tener otra ocasión de incomodarse con una nueva carta,- dijo
para sí la sagaz muchacha al retirarse.
-¡Ah! ¡Ojalá pudiese yo encolerizarme contra esta
carta!- exclamó Julia al hallarse sola y recoger ansiosamente algunos de los
pedazos- ¡Oh viles manos que habéis hecho añicos palabras tan tiernas! ¡Para
expiar mi culpa voy a besar cada uno de estos fragmentos! Mira…; aquí dice:
amable Julia; mejor diría cruel
Julia, pues cruelmente me he portado. ¡Oh viento juguetón, no esparzas ni te
lleves ninguno de estos fragmentos antes que yo logre reconstruir toda la
carta.- Y al decir esto iba recogiendo cuidadosamente los papelitos,
acariciándolos con sus manos.
-Señora, la comida está en la mesa y vuestro padre
os aguarda- dijole Luceta.
-Vamos pues allá,- respondió Julia.
-¿Y los papeles?- preguntó Luceta:- ¿han de quedar
acaso en el suelo, como si fuesen cuentos de Maricastaña?
-Si te parece que valen la pena, recógelos.
-No, sino que temo que se van a resfriar- repuso
Luceta riéndose a hurtadillas.
-Veo que estás muy celosa de guardarlos- replicó
Julia.
-¡Ah señora, vos podéis decir lo que veis!...- dijo
Luceta con gran aplomo.- También yo veo las cosas tales cuales son, aunque vos
creáis que tengo telarañas en los ojos.
-Ea , vámonos juntas- dijo Julia.
En un principio habíase excusado Proteo de
acompañar a su amigo Valentín, pero pronto comprendió que no podría permanecer
en Verona. En aquel tiempo era creencia general que para la completa educación
de la juventud había que viajar por el extranjero, y en este sentido habló, con
gran copia de razones, un tío de Proteo.
-Mucho me sorprende, decía, que su padre le permita
pasar la juventud en su tierra natal, mientras otros, inferiores a él en
posición, envían a sus hijos al extranjero para que se perfeccionen, cada uno
en su profesión, éste en la carrera de las armas, aquél en descubrir tierras
desconocidas, otro en terminar o ampliar sus estudios en las universidades.
Proteo es apto si no para todas, por lo menos para alguna de estas cosas, y
será para él una notable desventaja cuando llegue a ser hombre de posición el
no haber viajado.
-No es que no haya pensado en ello, Antonio-
respondió el padre de Proteo- Estoy convencido de que pierde lastimosamente el
tiempo y que buena falta le hará la experiencia del mundo, sin la cual no se
puede llegar a ser hombre de provecho.
Y convino con su hermano en que lo mejor fuera
enviar a Proteo a donde estaba Valentín, o sea a la corte del duque de Milán.
Así, pues, dióse orden a Proteo que se aprestase a partir al día siguiente, y
de nada sirvieron las protestas del mancebo, el cual estaba cautivo del amor de
Julia, aunque, a decir verdad, le consolaba el saber que la joven había ya
consentido en corresponderle.
Efectivamente, al momento de partir le dijo Julia
poniéndole en su dedo la sortija que ella llevaba:
-Toma este recuerdo de tu querida Julia, y no me
olvides en tu ausencia.
-¿Olvidarte? jamás. ¡Sea la primera de mi
desventura la hora en que deje de pensar en ti… Toma tú también mi sortija, y
sellemos con este trueque nuestro mutuo amor.
Entre tales protestas de amor y fidelidad llegó
para Proteo la hora de partir y en efecto partió para Milán, quedando Julia en
Verona.
Muchas y muy sabias máximas había proferido
Valentín al hablar con Proteo, sobre la locura de los que se entregan en brazos
del amor, y no podía él pensar que al poco tiempo de su llegada a Milán había
de caer en los lazos de Cupido y hallarse en aquella triste situación en que se
lamentaba de ver a su amigo. Tenía el duque de Milán una hermosa hija llamada
Silvia, de quien se enamoró perdidamente Valentín correspondiéndole la joven de
tal manera que privadamente y en secreto se prometieron mutua fidelidad,
procurando empero no dar publicidad a sus relaciones para no incurrir en la
desaprobación del padre de la joven, el cual favorecía a otro pretendiente
llamado Thurio, mancebo rico y de noble alcurnia, aunque libertino y en extremo
presuntuoso.
El duque de Milán, conforme al criterio de la
época, teníase por señor absoluto de su hija y en consecuencia, con perfecto
derecho para imponerle su voluntad en materia de matrimonio como bien le
pareciese, sin tener para nada en cuenta las inclinaciones de la joven. No
dejaba él de sospechar que se amaban Silvia y Valentín, pues había echado de
ver ciertas cosas que la gentil pareja no se recataba de hacer, contando con la
ignorancia del padre. Varias veces había estado éste a punto de apartar a
Valentín de su corte y por ende de la compañía de su hija, pero temiendo que un
celo indiscreto le indujese a error y perjudicarse a Valentín sin merecerlo,
resolvió no obrar de ligero, sino más bien emplear hábiles recursos para
descubrir lo que hubiese de verdad en su sospecha. Por de pronto ejerció gran
vigilancia sobre Silvia y temiendo alguna tentativa de evasión por parte de los
enamorados, dispuso que se trasladase la habitación de Silvia a una torre sita
en lo más alto del palacio y que se le entregara a él la llave de la misma
todas las noches.
Así estaban las cosas cuando, con gran regocijo de
Valentín, llegó Proteo a la corte de Milán. Llevado de su afecto de sincera
amistad, ensalzó Valentín hasta las nubes las prendas y buenas cualidades de su
amigo al duque de Milán y a Silvia, y por el amor que Silvia profesaba a
Valentín, ésta dispensó a Proteo una acogida muy cariñosa.
¡Ah y cuán mal pago dio Proteo a Valentín por sus
pruebas de amistad! A pesar del amor que jurara a Julia, a pesar de su antigua
amistad con Valentín; apenas vio Proteo a Silvia, dejándose llevar del ímpetu
del amor hacia ella. Ni el sentimiento de fidelidad al amigo, ni los juramentos
de amor hechos en Verona a Julia fueron parte para que refrenase aquel su
temperamento enfermizo y débil hasta la exageración; al contrario, aflojó las
riendas y no miró sino la manera de satisfacer sus ansias amorosas prefiriendo el
amor de Silvia al de Julia, aun a costa de la traición y la deshonra.
Su tarea no le debió parecer imposible, sino muy
fácil, ya que Valentín, incapaz de sospechar nada malo, había de abandonarse
completamente en manos del que consideraba fiel amigo, facilitando más bien
inconscientemente los medios de que el perverso amigo consumara su traición.
Con toda la inocencia de que es capaz la buena fe, reveló Valentín a Proteo que
son saberlo el duque, él y Silvia se habían jurado fidelidad y, más aun, que
estaban ya convenidos sobre la hora de su boda y la manera cómo habían de
llevar a cabo la fuga del hogar paterno. Como quiera que Silvia dormía de noche
en la torre Valentín subiría allá con una escalera de cuerda y bajarían ambos
por la misma: aquella misma noche habían de llevarse a cabo estos planes, y
Valentín iba ya a procurarse las cuerdas para hacer la escalera y practicar el
asalto.
Escuchó Proteo la relación de los proyectos de su
amigo y el hombre vil y apocado determinó hacer saber al padre de Silvia las
maquinaciones de Valentín, pensando, en su vileza que serían otras tantas
facilidades para conseguir el fin que pretendía, pues ya preveía él que
Valentín sería desterrado de la corte y con esto se le allanaría el camino para
conquistar a Silvia. Bien sabía él que el padre de Silvia favorecía las
aspiraciones del pretendiente Thurio, pero poco le daba que temer aquel insulso
hidalgo, pues muy a poca costa había de oponerse a sus intenciones armándole
alguna zancadilla.
No perdió un momento Proteo en poner en práctica
sus traidores planes y, en efecto, el resultado fue tan rápido como eficaz. Con
fingida repugnancia y aparentando hipócritamente que iba a cumplir con un deber
sagrado, manifestó al duque de que no descubriría su traición y le sugirió además
el medio de enredar a Valentín de manera que pareciese que él por sí mismo
había descubierto el complot. Efectivamente, siguiendo el duque la indicación
de Proteo, llamó aparte a Valentín y le pidió que le indicara el medio más a
propósito para raptar a una mujer, recluida y baja llave para que nadie pudiese
penetrar en su habitación, que estaba en lo más alto de un castillo.
-La cosa más fácil del mundo- contestó Valentín. Y
no pensando, en su inocencia, que hubiese de por medio zancadilla ninguna, le
sugirió el medio de que él pensaba servirse aquella misma noche. Continuó pues:
-Una escalera de cuerda, con unos garfios en el
extremo para colgarla, y escalar la habitación en sonde se halla la mujer.
-Pero ¿cómo puedo yo llevar la escalera sin ser
notado?
-Muy fácil, señor, llevadla debajo de la capa-
respondió Valentín.
-¿Habrá de ser una capa larga como la tuya?
-No, señor duque; cualquier capa sirve para esto.
-Pero ¿cómo habré de llevar la capa?- insistió el
duque. Ea, tráeme acá tu capa y enséñame prácticamente la manera de ponérmela.
No pudo negarse Valentín a lo que le pedía el
duque. Tomó éste de sus manos la capa y halló en ella no sólo la carta en que
Valentín decía a Silvia que aquella noche iba a ser la última de su cautiverio,
sino también la escalera de cuerda de que iba a hacer uso para su intento.
Desahogó entonces el duque su ira contra el
aturdido mancebo, diciéndole:
-¡Anda de acá, vil usurpador, esclavo presuntuoso y
atrevido!..- y con una arenga de duras y denigrantes palabras ordenó a Valentín
que saliera inmediatamente de la corte y de sus dominios y que no volviera a
poner los pies en ellos, si no quería pagar con la vida su temeraria osadía.
Apenas el duque de Milán hubo dejado a Valentín y
hallándose aún éste bajo el abatimiento en que tal desgracia le sumiera, vino
Proteo al duque a garantizarle que la sentencia de destierro había ya sido
publicada.
Silvia, a pesar de todo, permanecía fiel y adicta a
Valentín, y con gemidos y lágrimas imploraba su perdón postrada a los pies de
su padre, pero éste se mostraba implacable, repitiendo que pagaría Valentín con
la vida su audacia, si llagaba a poner de nuevo los pies en sus dominios. Es
más, encolerizóse contra su hija al ver que
abogaba por su prometido, de tal manera, que la mandó encerrar en una
cárcel.
El taimado Proteo aconsejaba a Valentín que
partiera sin tardanza de Milán, exhortándole a que no perdiera la confianza
prometiéndole que protegería sus asuntos amorosos y aun ofreciéndole a servirle
de intermediario para hacer llevar sus cartas a manos de Silvia. Habiendo
conseguido precipitar la salida de Valentín volvió Proteo a entrevistarse con
el duque de Milán para notificarle que se habían ya cumplido sus órdenes.
-Mi hija esta afligida por la partida de Valentín-
díjole el Duque.
-No importa, señor- replicó Proteo; el tiempo
borrará esta aflicción.
-Así lo creo yo- repuso el Duque;- por más que el
señor Thurio no opina lo mismo.-Y en seguida empezó a sondear a Proteo para que
le indicase cuál era el mejor medio para distraer a Silvia del amor que sentía
por Valentín y para encauzar este mismo afecto hacia el señor Thurio.
Convinieron ambos en que lo mejor fuera que Proteo
no perdiese ocasión de hablar mal de Valentín y a su vez deshacerse en
alabanzas del señor Thurio. De esta manera tendría Proteo fácil acceso y la
puerta abierta para conversar a sus anchas con Silvia, la cual se alegraría de
verle por causa de su amigo.
Parecióle muy bien a Proteo el recurso, pero añadió
que no era ello suficiente, sino que Thurio de su parte tenia también que hacer
algo para ganar la voluntad de Silvia. Indicó que el mejor medio seria que
procurase recrearla con la música y poesía y que para ello, él se encargaba de
traer una compañía de músicos que tocasen debajo de la ventana de su
habitación. Thurio respondió que pondría en práctica aquel plan aquella misma
noche, pues conocía a varios jóvenes diestros en el arte musical y él tenía
escrito un canto que sería muy a propósito para el caso. En cuanto al Duque, le
pareció muy bien la idea, y les suplicó que llevasen adelante dicho proyecto
hasta realizarlo.
Entretanto Julia estaba en Verona, muy triste y
desconsolada por la ausencia de Proteo, y sus ansias crecieron de tal manera
que determinó partir para Milán con objeto de tener cerca de sí al objeto de
sus amores. Su muchacha de servicio Luceta, que era mujer dotada de gran
sentido común, procuró disuadirla de su intento, pero todo fue inútil, pues
Julia no escuchó razón ninguna.
-El ansia me devora- decía Julia,- y mucho me temo
que la tristeza no acabe conmigo, si he de estar mucho tiempo lejos de Proteo…
Si supieses por experiencia lo que es amar con pasión, comprenderías cuán
inútil es emplear semejantes razones.
Considerando que en su calidad de joven y bien
parecida, había de llamar grandemente la atención el verla viajar sola por el
mundo, determinó Julia disfrazarse de paje, y a este efecto encargó a Luceta
que le facilitase cuanto juzgase necesario para representar este papel con toda
propiedad y sin que nadie notara la menor cosa. En vano quiso persuadirla Luceta
de que, haciendo esto, podría ser que desmereciese del afecto de Proteo.-
Además los hombres son variables- decíale- y a menudo fingen un afecto y pasión
que no sienten en su interior.
A lo cual Julia respondió indignada que aunque los
hombres fueran tales, Proteo no era ciertamente así y que estaba segurísima de
que no había de ser burlada su fidelidad.
-Su palabra- decía,- es una escritura y sus
juramentos inquebrantables, su amor es sincero, sus pensamientos inmaculados,
sus lágrimas puros mensajeros venidos del cielo, su corazón está tan lejos del
engaño y la falsedad, como el cielo de la tierra.
-¡Quisiera Dios que podáis probar ser tal, cuando
lleguéis allá!...- dijo la prudente muchacha.
Así, pues, la amante y fiel Julia púsose en camino
para Milán. ¡Infeliz y cuitada niña, cuán poco sospechaba el triste
recibimiento y acogida que le aguardaba!
Pronto echó de ver Proteo que el procedimiento
empleado para conquistar a Silvia no daba los resultados apetecidos. Había ya
sido de primero traidor a la amistad de Valentín y ahora quería traicionar al
señor Thurio, pero su segunda traición no había de ser de mayor éxito que la
primera. Silvia era demasiado bien nacida para dejarse seducir por un hombre
sin palabra; por lo cual, al hacerle protestas de fidelidad, echábale ella en
cara su falta de lealtad al amigo ausente, y al albar su hermosura, recordábale
el perjurio que cometiera quebrantando la fe debida a Julia. Pero a pesar de
estos reproches, cuanto más rechazado era Proteo, tanto más crecía su admiración
y más se encendía su pasión por Silvia. Bien conocía lo indigno de su proceder
respecto a Valentín y a Julia, pero faltábale la fuerza de voluntad necesaria
para vencer la tentación y dominarse a sí mismo.
Según lo convenido, trajo aquella noche el señor
Thurio una compañía de músicos y se dio una encantadora serenata en los
alrededores del palacio del duque de Milán, debajo de las ventanas de la
habitación de Silvia.
La letra del canto decía así:
¿Quién es Silvia, la joven que el anhelo
forma de los zagales? Es la pura,
la graciosa y discreta criatura
que admiran de consumo tierra y cielo.
¿Es tan tierna cual bella? Su ternura
iguala a su belleza: el Amor ciego
medicina a su mal buscó y sosiego,
y en los ojos lo halló de Silvia pura.
¡Cantad a Silvia pues! ¡Sea bendecida
la beldad que en su hechizo a los mortales
sobrepuja; y de flores celestiales
tejedle la guirnalda merecida!
No era sola Silvia la que escuchaba aquellos
acentos, otro testigo tenía Proteo, sin él saberlo, ni siquiera sospecharlo.
A su llegada a Milán, había hecho Julia
indagaciones sobre su infiel amante, y dado éstas tan buen resultado que, el
patrón de la casa en donde Julia se hospedara, conocedor de la vida y hechos de
Proteo, ofrecióse a llevarla al lugar de la serenata para que viese por sus
propios ojos al hombre por quien preguntaba, y así podría ser ella misma
testigo de la inconstancia del amante. Efectivamente fue allá disfrazada, como
iba, de paje y presenció toda la escena. Allí vio cómo, a pesar de sus juramentos de entero amor hacia ella,
se atrevía ahora a hacer el amor a otra mujer. ¡Pobre Julia! ¡cuán menguado
placer había de causarle aquella dulce música y qué mal habían de sonar en sus
oídos las notas de amorosa melodía! ¡Cómo contrastaban con el áspero y
torturador acento de las palabras del perjuro amante!
-¿Este señor Proteo, de quien hablamos visita acaso
muy a menudo a esta joven?- preguntó Julia a su huésped.
-No os diré sino lo que sé de boca de su criado
Launce,- respondió el patrón,- y es, que la quiere con delirio.
-¡Tate!.. helos aquí dijo Julia, amparándose con la
sombra para no ser vista; y oyó a Proteo que decía:
-¡Tened animo!, señor Thurio, voy a hacer vuestra
causa con tal destreza, que no dudo reconoceréis que soy maestro en el arte de
urdir intrigas amorosas.
-¿En la fuente de San Gregorio- respondió Proteo.
-Hasta luego pues.
Y quedó solo Proteo. Asomóse en aquel mismo momento
Silvia al balcón de su habitación que caía encima del sitio en donde había
tenido lugar la serenata.
-Buenas noches, señora- dijo saludándola Proteo.
-Buenas noches, ambles jóvenes, y mil gracias por
tan dulce música. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
-Con un hombre- respondió Proteo,- cuya voz
reconoceríais en seguida, si penetraseis la sinceridad de su corazón.
-¿El señor Proteo, a lo que parece?..
-El mismo, vuestro servidor, noble señora.
-Y ¿cuál es vuestro deseo?
-Cumplir siempre los de vuestra merced.
-Muy justo es el vuestro. El mío es que os retiréis
al instante de aquí y que os vayáis a dormir, ¡hombre solapado, falso, perjuro
y desleal amigo! ¿Pensáis acaso que soy tan frívola y tan estúpida, que me deje
seducir por vuestras lisonjas, sabiendo a cuántos habéis engañado con vuestras
vanas palabras? ¡Ea! Andad, y dirigíos más bien a la señora de vuestros
pensamientos, que yo (lo juro por esta luna que nos alumbra) estoy tan lejos de
acceder a vuestra pretensión, que os desprecio por vuestra indigna conducta y
aun doy por mal empleado el tiempo que gasto en hablar con vos.
-¿Ignoráis acaso que la joven a quien aludía murió
ya?- repuso Proteo.
-Aun suponiendo que así sea- respondió Silvia,-
¿acaso no vive Valentín, vuestro amigo, de quien sabéis muy bien que es mi
prometido? ¿No os da vergüenza el faltar tan palpablemente a la lealtad de
amigo?
-He oído,- repuso Proteo,- que murió también
Valentín.
-Haced, pues, cuenta – añadió Silvia,- que también
yo estoy muerta, pues estada seguro que mi amor le sigue hasta la tumba y está
sepultado con él.
-Amable señora, permitidme que lo desentierre y lo
saque a la luz del día- dijo Proteo.
-Id más bien a la tumba de vuestro difunto amor y
despertadle si podéis, y si no, sepultaos también con él.
-Señora, y que mostráis un corazón tan duro para
mí- replicó Proteo,- por lo menos complaced mi amor dándome vuestro retrato,
pues ya que estáis entregado a otro, yo ya no soy sino una sombra, y a la
vuestra consagraré mi amor.
-No me avengo en manera alguna- respondió Silvia,-
a ser vuestro ídolo; pero ya que sienta bien a vuestro pérfido corazón el
admirar a las sombras e idolatrar en vanas formas, enviad mañana por mí retrato
y os lo entregaré. Así, pues, quedad con Dios.
-¡Cielos! ¡Qué noche voy a pasar! Ni más ni menos
que la del reo que está en capilla- dijo Proteo.
La pobre Julia oyó toda la conversación que habían
tenido su perjuro amante y Silvia. Ya no era posible dudar por más tiempo de su
mala fe; pero como su amor era profundo y sincero, no pudo convencer a su
corazón para que se determinase a aborrecer a aquel hombre y abandonarle para
siempre. Todo esto sucedía estando Proteo de huésped en Milán, en la misma casa
en que Julia se había hospedado; pero como quiera que andaba tan preocupado con
la comedia que estaba representado, no se le ocurrió que aquel extraño joven,
llamado Sebastián, pudiese ser la propia Julia, que él suponía estar en Verona.
Sin embargo, algo había en él que le llamaba la atención: sus maneras
distinguidas y su aspecto de joven honrado y fiel le indujeron a tomarle como
paje, substituyéndolo a Launce, cuyo carácter ligero y cuyas bufonadas habían,
más de una vez, puesto en ridículo a su señor.
Triste era por demás la situación de la cuitada
Silvia: su amante, desterrado de Verona; ella, reducida a un duro encierro por
su hosco y déspota padre, y, como si esto no fuera suficiente, amenazábale el
obligado enlace con un pretendiente a quien detestaba de corazón. ¿Qué remedio
podía esperar a tanto infortunio? Difícil era hallarlo; pero no por esto perdió
la esperanza, ni se abatió de espíritu.
Había, en aquel entonces, en la corte de Milán un caballero,
amigo suyo, en quien ella podía confiar, llamado Eglamor; hombre prudente,
compasivo, servicial, que sabía también de penas y tristezas, pues había
perdido a su amorosa y fiel compañera, y la herida de su corazón no se había
aún cicatrizado.
A él, pues, acudió Silvia en su apuro,
manifestándole cuán ansiosa estaba de ver a Valentín y cómo se había propuesto
partir a Mantua, en donde sabía que se hallaba aquél; pedíale, pues, que la
acompañase en el viaje por ser los caminos muy peligrosos, pues en su lealtad y
caballerosidad fiaba. No dejó de comprender el caballero lo delicado del caso;
pero compadecido de la desgracia de la dama y reconociendo que el duque obraba
inhumanamente al obligar a su hija a contraer matrimonio contra su voluntad,
accedió el señor Eglamor, y tomaron el acuerdo de ponerse en camino aquella
misma tarde.
Apenas se había separado Eglamor de Silvia, cuando
recibió ésta un recado de Proteo reclamándole el retrato que le prometiera la
noche de la serenata. Poco pensaba Proteo que el que mandaba con este encargo
era la propia Julia, aunque disfrazada bajo la forma del nuevo y advenedizo
paje. Y no fue sólo el encargo del retrato lo que confió, sino que además le
dio una sortija para que la entregara a Silvia, aquella mismísima sortija que
como prenda de amor recibiera de manos de Julia al despedirse de ella en Verona
y sobre la cual tantos juramentos de amor y fidelidad hiciera.
Horrible fue aquel golpe para el corazón de Julia,
o digamos Sebastián (pues éste era el nombre que había tomado), y tremenda la
lucha que se entabló en su espíritu; pero siguiendo adelante en sus propósitos,
cumplió fielmente el encargo. En cuanto a Silvia, a pesar de la repugnancia que
le causaba el proceder desleal de aquel amante intruso, entregó el retrato
porque no podía negarlo después de haberlo prometido; pero ni quiso leer la
carta, ni aceptar la sortija.
-Señora- dijo amablemente Sebastián;- mi señor os
manda esta sortija.
-¡Una infamia más del que os envía!..- respondió
Silvia.- Yo misma he oído mil veces de
su boca que esta sortija se la dio Julia al despedirse en Verona. ¡Si el
perverso caballero profanó con su dedo esta sortija, no voy yo a hacer con el
mío tamaña ofensa a Julia!
Julia quedó profundamente conmovida y su corazón
agradecidísimo por la generosa simpatía de Silvia, sobre todo cuando ésta le
preguntó por Julia, manifestándole cuánto se interesaba por ella y la compasión
que le inspiraba.
-¡Pobre joven, triste y abandonada!- dijo Silvia.-
¡Verdaderamente es digna de lástima su situación!... Ahora bien, toma, noble
mancebo, esta bolsa de dinero; te hago este obsequio en gracia de tu señora,
pues veo que también tú la amas. Adiós.
-Ella os dará las gracias, si es que llega a tener
la dicha de conoceros- exclamó Julia mientras Silvia se retiraba con su
servidumbre.- ¡Oh virtuosa joven, qué bella y amable es! ¡No dudo de que el
entusiasmo de mi señor se resfriará al ver lo mucho que se interesa por el bien
de mi señora.
Y volvió algo más consolada, a presencia de Proteo.
Por su parte Silvia huyó aquella noche de Milán en
compañía del señor Eglamor, tal como habían convenido. La noticia empero llegó
a oídos de su padre, quien inmediatamente se puso en marcha para perseguirlos,
acompañado de Thurio, Proteo y Sebastián. Sucedió que, al atravesar un
peligroso bosque, el señor Eglamor y Silvia cayeron en manos de unos bandidos.
Eglamor hizo cuanto pudo por escapar de ellos, pero no pudo en sus manos
Silvia, la cual fue llevada a presencia del capitán, al propio tiempo que
llegaba Proteo para rescatar, no sin grandes dificultades, a la cautiva.
Ahora bien, el jefe o capitán de aquella partida no
era otro que Valentín, quien en su viaje a Mantua había caído prisionero de
aquellos salteadores, los cuales reconociendo en él a un joven honrado y valiente,
le nombraron jefe de su banda. El por su parte, viendo que no se trataba de
facinerosos, sino más bien de jóvenes expulsados de Milán por sus travesuras y
a quienes el deseo de correr aventuras había inclinado a seguir aquel modo de
vida, consintió en ser uno de ellos, diciendo:
-Acepto vuestra oferta, y seré uno de vosotros;
pero siempre con la condición de no injuriar a las mujeres ni molestar en nada
a los pobres caminantes.
-No hay que hablar de esto; detestamos tales
fechorías- dijo uno de ellos;- por lo cual, está tranquilo y ven con nosotros
confiadamente. Vamos a presentarle a los otros compañeros, te mostraremos
nuestros tesoros, y de todo lo nuestro puedes disponer a tu antojo.
El día de la aventura de Silvia, quiso la suerte
que Valentín se hallase solo en el bosque al pasar por él el señor Eglamor y la
fugitiva, y que viese, oculto detrás de unos matorrales, cómo Proteo, se
acercaba, acompañado de Silvia y el pajecito Sebastián.
-Señora- oyó que decía Proteo; servicio es éste que
os hago a vos y por vos únicamente he puesto en peligro mi vida, aunque sé muy
bien que no vais a tener para nada en cuenta lo que por vos haga vuestro
siervo. Sin embargo, una recompensa espero de vos, y ésta es una dulce mirada.
No puedo pediros merced más pequeña, y estoy seguro de que no podéis darme otra
inferior a ésta.
-¡Cielos! ¡Qué villanía!... ¿será esto un
sueño?...- dijo para sí Valentín, espantado de la traición de su amigo. Procuró
empero calmar su espíritu y esperó pacientemente a ver cómo terminaba aquella
escena.
-¡Ah y qué desdichada soy!- murmuró Silvia.
-¡Y yo más infeliz aún!- repuso el pajecito.
-¡Más me hubiera valido- exclamó Silvia- caer en
las garras de un hambriento león, o ser devorada por una bestia salvaje, que no
que el falso Proteo viniese a rescatarme!... ¡Oh cielos, sedme testigos del
amor que profeso a Valentín, cuya vida me es tan querida como mi propia alma!
¡A la medida que mi corazón le idolatra, detesta al falso y perjuro Proteo! ¡Ea
pues (increpa a Proteo) idos de mi presencia y no me importunéis más!
Viendo Proteo que las palabras dulces y los halagos
no podían nada para conquistar el corazón de Silvia, airado, asió bruscamente
de ella; al ver lo cual saltó Valentín y tocándole en la espalda le dijo:
-¡Miserable!... ¡suelta!... ¡aparta esas brutales
manos, indigno y falso amigo!
-¡Valentín!...
-¡Hombre mal nacido! ¡Amigo desleal- prosiguió
Valentín, desfogando su coraje contra aquel villano.- ¡Ah traidor, tú has
frustrado todas mis esperanzas!; menester era que lo viese con mis propios ojos
para creerlo. Ahora ya no puedo decir que tengo un amigo en este mundo; tú me
has probado lo contrario; ¿con quién pues podré confiar, si el más allegado y
más íntimamente unido conmigo es mi perjuro? ¡Proteo!, gran pena me da el
pensar que no puedo tener confianza en ti: tú eres la causa de que me
considere, de hoy en adelante, en el mundo, como un extranjero, desconocido de
todos sus semejantes: la herida más profunda es la que abre en el corazón un
amigo, y el amigo infiel es el peor de lo enemigos.
Los justos reproches de Valentín hicieron mella en
el ánimo de Proteo, ya de suyo impresionable: en su remordimiento imploró el
perdón del amigo ofendido y éste fue tan noble y generoso, que perdonó la
ofensa: es más, en el impulso del momento, le ofreció hacer renuncia a su
favor, de los derechos que sobre Silvia tenía. Al pensamiento de que iba a
perder para siempre a Proteo cayó Julia al suelo desvanecida.
-Mira este joven cómo se ha caído- dijo Proteo.
-¿Qué os pasa, joven?- exclamó Valentín;- ¡Ea!
Mirad, hablad, decidnos lo que tenéis.
-Ah señor!- exclamó el pajecito;- mi amo me encargó
que trajese una sortija a la señora Silvia, y ahora me doy cuenta que he dejado
de cumplir el encargo.
-Y ¿dónde está la sortija?- preguntó Proteo.
-Hela aquí; ésta es.
-¿Cómo?...- replicó Proteo; si ésta es la sortija
que yo di a Julia al despedirme de ella en Verona.
-¡Oh! Perdón, señor; me había equivocado,- dijo
Julia, haciendo como que volvía de su error y sacando otra sortija;- ésta es la
sortija que vos enviasteis a Silvia.
-Pero ¿cómo habéis obtenido esta sortija- preguntó
Proteo fijándose en la primera.- ¡Si es la que entregué a Julia al salir de
Verona!...
-Sí, y la misma Julia me la entregó a mí y la
propia Julia es quien aquí la ha traído- respondió el paje.
-¿Cómo?... ¡Julia!...
-Reconoce finalmente en mí, ¡oh Proteo!, a la que
fue objeto de tus muchos juramentos, que ella conservó tiernamente grabados en
su corazón- exclamó Julia quitándose el disfraz: -¡cuántas veces, oh Proteo,
has querido arrancarlos con tus perjurios! Avergüénzate de verme vestida de
esta manera; avergüénzate de pensar que me ha sido preciso vestirme con este
traje impropio de mi sexo y aun deshonroso, si el que puede jamás serlo el
disfraz inspirado por el amor: en el concepto del pudor, es mucho menos
vergonzoso para una mujer el cambiar de vestido que para un hombre el cambiar
de sentimientos.
-¡Ah! ¡Cambiar de sentimientos!...- repitió por lo
bajo Proteo, víctima de los remordimientos de su conciencia- ¡Oh y qué verdad
es ésta!
-¡Ea!- exclamó Valentín;- dadme ambos la mano, que
quiero yo tener la dicha de contribuir al feliz término de vuestras contiendas.
¡Lástima fuera que dos corazones que tanto se aman, estuvieran por más tiempo
enemistados!
-Al cielo pongo por testigo- exclamó Proteo,- que
no deseo otra cosa.
-Y yo no menos;- repuso Julia.
Y es de creer que le tornadizo mancebo guardó en
adelante fidelidad a su dama.
Así estaban las cosas cuando llegaron los
bandoleros llevando cautivos al duque de Milán y al señor Thurio.
-¡Compañero!- exclamaron al divisar a Valentín-
¡una presa, una buena presa!...
-¡Alto, amigos!- repuso Valentín;- soltad la presa;
es mi señor, el duque de Milán.- Y dirigiéndose al duque, añadió: -Bien venido
seáis, señor, a la presencia de un desdichado a quien desterrasteis de vuestros
dominios.
-¡Señor Valentín!...
-Y aquí está Silvia, y Silvia me pertenece-
interrumpió el señor Thurio adelantándose.
-¡Atrás!- increpóle Valentín,- ¡atrás, si no
queréis pagar con la vida vuestra osadía! No digáis que Silvia es vuestra. Aquí
está ella; pero no la toquéis a un hilo de la ropa, si queréis regresar sano y
salvo a Milán.
-Señor Valentín- respondió Thurio acobardado;- no
me preocupo ya de ella. Loco me parecía quien expusiese su vida por una joven
de la cual no es correspondido; no pretendo pues que sea mía, quedaos vos en
buena hora con ella.
-Esto no te hace menos cobarde, ni se excusa en
manera alguna, de abandonarla tan fácilmente, después de lo mucho que hiciste
por conquistarla y obtener su mano- dijo el duque indignado.- Ahora,-
prosiguió,- ¡oh Valentín! por la memoria y humor de mis antepasados rindo
homenaje a tu valor; eres verdaderamente digno del amor de una emperatriz.
Desde ahora te doy palabra que olvido todos los disgustos que me las dado y que
no te guardaré rencor alguno. Valentín, eres un caballero y como a tal, te
entrego a Silvia; tuya es, porque te la has ganado.
-¡Gracias mil, magnifico señor; es un don éste que
me hace verdaderamente feliz! Ahora, por el amor de vuestra hija voy a pediros
un favor.
-Pide lo que quieras- respondió el duque; -no puedo
negarte cosa alguna.
-Ved a todos esos mis compañeros de aventuras; son
unos desgraciados como yo mismo, desterrados de su patria por intemperancias
propias de la juventud, pero en su interior personas honradas y dispuestas a
llevar una vida de trabajo y una conducta irreprochable, si vuestra benignidad
les perdona y levanta el castigo bajo el cual gimen lejos de su patria.
Concedió el duque, de buena voluntad, el perdón a
aquellas infelices, quienes regresaron gozosos a Milán, en donde se celebraron
las alegres fiestas de dos bodas, a cual más interesante. La de Valentín con
Silvia y la de Proteo con Julia.
Esta obra es notable por los gérmenes de caracteres
y de situaciones que Shakespeare desarrollará en obras sucesivas: numerosos son
los puntos de contacto en este sentido con “Romeo
y Julieta” y “El Mercader de
Venecia” por ejemplo los criados de Valentín y Proteo, es decir, Speed y
Luceta, introducen el elemento cómico,
sobre todo Luceta con su perro Crab.
VENUS Y ADONIS
Todavía Shakespeare no ha pasado de autor teatral.
No ha impreso nada. He aquí que en este año de 1539 se nos va a revelar como
uno de los más grandes líricos del mundo, dando a la estampa su Venus y Adonis. Es el “primogénito de
mi invención”, dice en carta nuncupatoria al referido conde de Southampton,
afirmación que debe entenderse en el sentido de que quizá el manuscrito datara
de fecha anterior a 1501, sino que lo reservaba sin publicarlo. Este lo dio a
la estampa Ricardo Field, quien obtuvo la licencia de impresión en 18 de abril
de 1503.
Field, que al año siguiente publicó, asimismo, La violación de Lucrecia, era impresor
y paisano de William, de Stratford del Avon, la Alcalá de Henares Inglesa.
Había abandonado su pueblo natal y pasado a Londres, como Shakespeare, en busca
de mejor fortuna. El padre de Field tenia amistad con el de Guillermo, y sin
duda Ricardo, que arribó a Londres hacia 1579 de aprendiz de impresor- contaba
dieciocho años-, procuró, al correr del tiempo, la protección del joven
comediante que ya gozaba de cierto prestigio. Pocas noticias más han podido
hallarse sobre la amistad de ambos stratfordianos- el padre de Field falleció
en 1502-; empero, las conocidas bastan para explicar la publicación de los
primeros poemas de Shakespeare. Ricardo luego de establecido, se ofrecería
incondicionalmente al dramaturgo; o éste, necesitando imprenta, recurrió a su
paisano.
Sea lo que fuere (acabaron pleiteando), la obra
apareció sin que figurase el nombre del autor en la portada, sino sólo debajo
de la referida carta nuncupatoria al conde de Southampton. Ella nos muestra la
amistad que ya unía al dramaturgo con aquel magnate, asiduo concurrente a los
teatros y protector de los escritores del tiempo, amistad que con el transcurso
de los años había de seguir afirmándose hasta convertirse en íntima.
Abundaban a la sazón en Londres los cenáculos
literarios (especie de nuestras pasadas academias), con sus bandos de eufuístas
y clasicistas, donde se discutían las últimas modas, las últimas conquistas
métricas; algo semejante a lo que veinte años después acontecía entre nosotros
con los gongoristas y conceptistas. John Lyly revolucionaba el estilo con sus Euphues (1580), anticipándose al
cultismo que luego se extendió por toda Europa y trajo a España don Luis
Carrillo y Sotomayor. La fuente, empero, era Antonio de Guevara.
Sin las exageraciones de John Lyly, tomando un
término medio entre eufuístas y clasicistas, aprehendiendo lo mejor de los dos
grupos, Shakespeare causó el asombro con la publicación de Venus y Adonis, que vino a dejar muy atrás a todos los poetas de la
época, por cuanto el único rival de importancia, Cristóbal Marlowe, moría a
poco, según antes indicamos.
Shakespeare adoptaba- con muchas restricciones, por
cierto- el estilo de John Lyly; empero, mostraba a la par el verdadero camino:
volver a la viva voz de la Naturaleza. El poema, lleno de pujanza juvenil,
matizado de imágenes delicadísimas, de una dulzura en la forma que le valió el
renombre de “melifluo”, de “poeta de la lengua de miel”, era a la
vez un tributo a Ovidio. El Vilia miretur
vulgus de la divisa que campea el frente de la edición armonizaba
perfectamente con el Odi profanum vulgus,
de Horacio, que preconizaba la nueva escuela. Ahora, para avanzar, había que
volver a los clásicos.
Leyendo Venus
y Adonis nótase el poder avasallador del genio, nunca esclavo de los
perjuicios de secta. El maravillosos poema logra la perfección que- siguiendo
semejante línea- no consiguieron Hero y
Leandro, de Marlowe; La reina de las
hadas, de Spenser; el Adone, de
Marino; el Acis y Galatea, de
Carrillo y Sotomayor, y el Polifemo,
de Góngora. Más cercanos de Shakespeare Marino y nuestro Carrillo y Sotomayor,
le quedan muy inferiores por eso mismo, por la esclavitud de la escuela que
siguen, que luego aborta en Góngora. Spenser, empero, queda siempre gran poeta,
solo y atenido a sí. En cuanto a Marlowe, es otro genio, sino que lo trunca el
Destino. Para que exista Shakespeare es preciso que sucumba él. No cabían los
dos en el mismo universo literario.
La leyenda de Venus
y Adonis fue tratada en la antigüedad por Teócrito y Bion. Después, y
principalmente, por Dante y Chaucer, y en el Renacimiento, por varios poetas
españoles, franceses e italianos. El mismo año en que nacía Shakespeare,
Ronsard abordaba cálidamente el tema. Los mencionados Spenser y Marlowe versificaron
el mito. A ellos hay que agregar Roberto Greene y, sobre todo, Tomás Lodge, que
cantó la muerte de Adonis, y el pesar de Venus en las estancias que sirven de
prólogo a sus Scilloes Metamorphosis,
publicado en 1580.
De esta obra extrajo no poco fruto nuestro poeta,
asi como del canto tercero de la referida Reina
de las hadas (The Faerie Queene) y
del corto poemita de Enrique Constable Canto
pastoril de Venus y Adonis.
La fuente primordial, sin embargo, fueron las Metamorfosis o Transformaciones de Ovidio.
Venus, enamorada del joven Adonis, le retrae de que
se entregue a la caza e intenta seducirlo, sin lograrlo; le pide que se
encuentren al día siguiente, pero Adonis quiere ir a la caza del jabalí. En
vano la diosa trata de disuadirlo. Llegada la mañana, Venus oye el ladrar de
los perros de Adonis, y, llena de terror, va en busca del amado, al que
encuentra muerto por la fiera. La obra tiene un aire de familia con su
contemporáneo Hero y Leandro de
Marlowe (1564-1593) y Sesillaes
Metamorphosis de Lodge (1558-1625), que puede haber sugerido a Shakespeare
el metro (la estrofa de seis versos rimados “ababee”). Está en todo y por todo
impregnada del gusto de la época y tiene de admirable, con su serie de
cuadritos voluptuosos postovidianos, un bien definido público de cortesanos
“italianizados”, como entonces se definían los fautores de las modas sociales y
literarias del Continente. Un mismo aire de alejandrinismo meticuloso y
conceptista se desprende de esta obra como del Adonis de G. B. Marino (1569-1625),
entrambos utilizan los mismos motivos, como el del jabalí que no tiene la
intención de herir el costado de Adonis, sino sólo de besarlo, motivo que se
repite en el poemita pseudoteocríteo Sobre
el muerto Adonis.
“…Cuando contemplaba su sombra en un arroyo, los
peces extendían sobre la superficie sus aletas doradas; cuando se aproximaba a
los pájaros, la alegría de éstos era tan grande, que los unos cantaban y los
otros le traían en el pico moras y rojas cerezas maduras. Él los alimentaba con
su presencia, y ellos le alimentaban con sus frutos…
*
…Más este inmundo y horrendo jabalí de hocico
erizado, cuyos rastreros ojos buscan siempre una tumba, jamás vió la belleza de
que estaba revestido. Prueba de ello, la manera con que lo ha tratado. Y si
miró su figura, pienso entonces que su intención fue besarle, y lo mató sin
saberlo…
*
…Es verdad, es verdad; así sucumbió Adonis. Corrió
con su aguda lanza sobre el jabalí, que no afilaba sus defensas contra él, sino
quería desarmarle con un beso, y, acomodándole en su ijada, el amoroso puerco
le hundió inopinadamente el colmillo en su tierno costado…
*
…Si yo hubiera tenido dientes como él, debo
confesarlo, le habría dado muerte la primera vez con mis besos; pero ha muerto,
y ya no bendecirá mi juventud con la suya;…y por ello quedo más maldecida” A
esto cae desplomada en tierra, e impregna el rostro en su sangre coagulada.
*
Mira sus labios; están descoloridos. Se apodera de
sus manos; las halla frías. Murmura en sus oídos el relato de su desesperación,
como si éstos oyeran las palabras dolorosas que pronuncia. Levanta los parpados
que cerraban sus ojos, y, ¡ay!, sólo ve dos lámparas extintas que yacen en la
oscuridad.
*
Dos espejos donde ella, ella misma, se miró mil
veces, y ya no reflejan nada. Perdida la virtud en que antes excedían, cada una
de las bellezas de Adonis está despojada de sus atractivos. “¡Maravilla de los
tiempos!- exclama -. Este es mi despecho: que, estando tú sin hálito, el día
sea aún luminoso…
*
…Pues ya has muerto, ¡ay!, he aquí mi profecía:
desde hoy el amor tendrá por compañero al dolor; los celos serán su escolta; su
comienzo será dulce, más su final, insípido. Alto o bajo, jamás se equilibrará;
de suerte que todos los placeres del amor no compensarán sus sufrimientos…
*
…Será falso, voluble y lleno de fraude; el mismo
soplo le verá nacer y quedar marchito. Su fondo estará emponzoñado, y la cima,
impregnada de dulzuras, que engañaran la vista más penetrante, hará
excesivamente débil al cuerpo más vigoroso; herirá al sabio de mutismo y
otorgará la palabra al necio.
*
…Será económico y también desordenado; enseñará a
la edad provecta a medir pasos de baile e impondrá la reserva al libertino desconcertado;
arruinará al rico y enriquecerá al pobre; unirá la locura frenética a la
apacible candidez; hará del joven un viejo y del anciano un niño…
*
…Sospechará donde no haya motivos de temor; no
tendrá temor donde deba sentir el mayor recelo; será complaciente y a la vez
demasiado severo, y tanto más engañoso cuanto parezca más justo. Será perverso
bajo el disfraz de franco, e infundirá miedo al valiente y valor al cobarde…
*
…Engendrará guerras y funestos tumultos;
introducirá la discordia entre el hijo y el padre; será súbdito y obediente
esclavo de todos los descontentos, como una materia seca y combustible es
esclava y súbdita del fuego. Pues la muerte me ha llevado mi amor en su
primavera, los que mejor amen no disfrutarán de sus amores.”
*
Esto dicho, el doncel, que yacía muerto junto a
ella, desapareció ante su vista como si se hubiese evaporado, y de su sangre,
fluente sobre el suelo, brotó una flor purpúrea, matizada de blanco, perfecta
imagen de sus pálidas mejillas y de la sangre vertida en gotas esféricas sobre
su blancura.
*
Venus, inclinando la cabeza, aspira el aroma de la
tierna flor nacida y lo compara con el aliento de su Adonis, y dice que esta
flor reposará en su seno, ya que él ha sido arrebatado de ella por la muerte.
Troncha el tallo, y de la incisión escápase una savia verdosa, que ella compara
a las lágrimas.
*
“¡Pobre flor- dice-, dulce retoño de un ser más
balsámico aún: de esta guisa mojaba tu padre los ojos a la menor contrariedad!
Crecer para sí era su inclinación, como ha sido la tuya; más sabe que tanto da
que te marchites en mi pecho como en su sangre…
*
…¡Aquí estuvo el lecho de tu padre: aquí, en mi
seno! Tú eres el más cercano a su sangre, y te corresponde en herencia. ¡Ven!
¡Reposa en el hueco de esta cuna; mi corazón palpitante te mecerá día y noche!
¡No dejaré transcurrir un minuto en una hora sin besar la flor de mi dulce
amor!”
*
Así, fatigada del mundo, se aleja de aquel lugar y
apareja sus palomas de plumaje argentino; mediante cuya viva existencia su
señora es transportada rápidamente, con su aligero carro, a través de los
cielos vacíos; ellas dirigen su carrera hacia Pafos, donde su reina promete
entrar en clausura y no dejase ver jamás.
(“Venus y Adonis” en “Obras Completas”; William Shakespeare, Aguilar S.A., Madrid-1951
págs.: 2092-2094).
LOS DOS HERMANOS
Publio Terencio, llamado el Africano, había nacido
en Cartago; fue en Roma esclavo de Terencio Lucano, el cual, cautivado por su belleza e
inteligencia, le procuró una educación liberal, devolviéndole muy pronto la libertad.
Algunos autores creen que había sido cautivo, pero Fenestella demuestra la
imposibilidad absoluta de tal aserto. Efectivamente, el nacimiento y muerte de
Terencio acaecieron entre el final de la segunda Guerra Púnica y el principio
de la tercera, de haber sido hecho prisionero por los númidas o los gétulos, no
habría podido caer en manos de un general romano, pues que antes de la destrucción
de Cartago no existió comercio alguno entre italianos y africanos. Vivió en
intimidad con muchas familias nobles, pero de manera especial con Escipión el
Africano y con Lelio, y hasta hay quien cree que debió su amistad a las gracias
exteriores de su persona. Tal opinión es igualmente refutada por Fenestella,
quien sostiene que Terencio era más viejo que ambos. Cornelio Nepote asegura,
no obstante, que los tres eran de una misma edad, y Porcio, en el pasaje
siguiente, deja adivinar que existieron entre ellos relaciones íntimas:
“Mientras ambicionaba los ardientes placeres de los nobles y sus falsas
alabanzas; mientras que, con ávido oído, escucha las palabras de Africano;
mientras esperaba que su belleza le proporcionara un sitio en las cenas de
Furio y de Lelio; mientras se creía amado por ellos y esperaba que por su
juventud seria invitado con frecuencia a la casa de Alba, iban disipándose sus
haberes y hundiéndose él poco a poco en la última miseria.
Entonces, ocultándose a todas las miradas, se
retiró a un rincón de Grecia, muriendo en Stimfale. De este modo, una ciudad de
Arcadia fue la tumba de Terencio. No alcanzó de Publio Escipión ningún auxilio;
ninguno de Lelio; de Furio, ninguno. Esos tres amigos nobles gozaron, durante
aquel tiempo, todas las dulzuras de una vida feliz, sin que él recibiera de
ellos ni siquiera el modesto presente de una casa alquilada, para que un pobre
esclavo pudiese, cuando menos, llevar la noticia de que en ella había muerto su
dueño.”
Escribió seis comedias. Cuando presentó a los
ediles su Andriana, que era la
primera, le contestaron que la leyese antes a Cerio. Este, cuando Terencio fue
a verle, estaba cenando, y el poeta muy pobremente vestido, empezó, según
dicen, su lectura sentado en un taburete cerca de su juez. Pero, leídos los
primeros versos, Cerio le hizo sentar a su lado, le invitó a cenar e hizo que
le leyera después la obra entera, rindiéndole, durante la lectura, frecuentes
testimonios de admiración. Esta obra y las otras cinco alcanzaron de parte del público
una favorable acogida. No obstante, Volcatio, enumerándolas todas, dice:
“Escoger la Hecira, que es la sexta
de sus obras.” Eunuco fue
representada dos veces en un día, y alcanzó un precio no alcanzado hasta
entonces por ninguna comedia, pues llegó a la suma de ocho mil sestercios; ésta
es la razón de que tal suma forme ordinariamente parte del título. Varron
prefiere el principio de los Adelfos
incluso a la introducción de Menandro. Es opinión muy acreditada que Terencio
aceptaba para sus obras la ayuda de Lelio y de Escipión, con los cuales vivió
en relaciones íntimas. El mismo favoreció tal opinión, no defendiéndose nunca
de ella con excesivo calor. En el epilogo de Los Adelfos, dice, por ejemplo: “Críticos malévolos acusan al poeta
de hacerse ayudar siempre por nobles personajes en la composición de sus obras,
creyendo con esto formular contra él una terrible acusación. Pero él considera
como su más alta gloria haber sabido despertar interés en hombres a quienes
todos admiran, que gozan del favor del pueblo, y de los cuales apenas hay nadie
que no haya recibido favores en la paz, en la guerra y por cuestiones
particulares, sin que se hayan envanecido por ello.”
Parece, sin embargo, que el haberse defendido tan
débilmente debióse a su convencimiento de que esta opinión era grata a Escipión
y a Lelio; tal opinión no ha hecho sino crecer después de ellos y perpetuarse.
Q. Mununio, en el discurso que pronunció para su
propia defensa, dijo lo siguiente: Publio
el Africano, llevó a la escena, bajo el nombre de Terencio, el fruto de sus
horas libres. Nepote pretende saber de fuente cierta que encontrándose C.
Lelio cierta vez en Puzzola el día de las calendas de marzo, y habiendo venido
su mujer a avisarle que era ya hora de sentarse a la mesa, rogóle él que no le
interrumpiera; que habiendo, por fin, ido al encuentro de sus invitados a la
sala de comer, les dijo que nunca había escrito con tanta inspiración, y que
apremiado por ellos para que les leyese lo que había compuesto, recitó los
siguientes versos.
Es, a fe mía, Licio un redomado bribón, por haberme
atraído aquí con sus bellas promesas, etc.
Santra es de parecer que si Terencio hubiese tenido
necesidad de ayuda para sus composiciones no se habría dirigido ni a Escipión
ni a Lelio, que eran todavía muy jóvenes, sino a Sulpicio Galo, hombre de gran
saber y que dio el ejemplo de hacer representar comedias en los Juegos
Consulares, o bien a Q. Fabio Labeón y a M. Posupilio, ambos consulares y ambos
poetas. Terencio no designó, en efecto, a jóvenes como colaboradores suyos,
sino a hombres ya maduros, cuyos talentos en la paz, en la guerra y en los
negocios había ya experimentado el pueblo. Después de haber publicado sus
comedias salió de Roma cuando no tenía aún treinta y cinco años, ya sea para
escapar a la acusación de haber dado por suyos trabajos de otro, ya para
estudiar los usos y costumbres de Grecia, a fin de reproducirlos después en sus
escritos, pero no regresó ya de allí. Volcutio ha escrito a propósito de su
muerte:
“Cuando Afer hubo publicado seis comedias partió
para Asia. Una vez embarcado no se le volvió a ver, de modo que no sabemos nada
de su vida.”
Q. Consconio dijo que, regresando de Grecia,
pereció en el mar, perdiéndose con él ciento ocho obras traducidas de Menandro.
Sostienen otros que murió en Estimpalo (Arcadia) o en Leucade, bajo el
consulado de Cn. Cornelio Dolabella y de Marco Fulario Nobilior, a consecuencia
de una grave enfermedad causada por el pesar que le produjo la pérdida de su
bagaje; habíalo enviado por delante en una nave, y en ella iban también las
últimas obras que había compuesto.
Terencio era, a lo que dicen, de corta talla, muy
delgado y de color cetrino. Dejó una hija, que casó, que casó en seguida con un
caballero romano. Poseía en la vía Apia, cerca de la villa de Marte, jardines
de veinte arpendes, por lo cual me asombra que Porcio haya dicho de él: “No
consiguió de Publio Escipión ningún auxilio, ninguno de Lelio; de Furio,
ninguno. Estos tres amigos nobles gozaron todos las duzuras de una existencia
felix, mientras él estaba en la miseria; y no recibió de ellos ni siquiera el
modesto presente de una casa alquilada, para que su pobre esclavo pudiese,
cuando menos, llevar la noticia de que en ella había muerto su dueño.”
Afranio le prefiere a todos los cómicos, y ha
escrito de él en sus Compitales: “No
hay uno siquiera que pueda ser comparada a Terencio.”
Volcatio, en cambio, no se limita a colocarle
después de Nervo, Plauto y Cecilio, sino que le antepone incluso Licinio y
Atilio. Cicerón en su Limon hace de
él el elogio siguiente: “Tú también, Terencio, el único que en elegante estilo
has sabido dar al latín las bellezas de Mecandro; tú haces escuchar a la muchedumbre
silenciosa todo cuanto de más agradable y más dulce ha dicho él.”
También C. César ha emitido juicio sobre Terencio:
“También a ti - ha escrito-, oh segundo Menandro, también a ti se te colocará
en el primer puesto; y bien merecido lo tienes, por haber cuidado tanto de la
pureza de la lengua. ¡Ah! Si en tus escritos la fuerza se hubiese unido a la
suavidad, tu superioridad cómica nada tendría que envidiar a Grecia, y no
sufrirías los desdenes a que te expone este defecto. El vigor es la única cualidad
que echo de menos en ti, ¡y con qué amargura, oh Terencio!”
“Los dos hermanos” es la última de las seis
comedias de Terencio, escrita y representada en 160 a. de C. Dos parejas de
hermanos, una de viejos, Mición y Demea, y una de jóvenes, Esquino y Ctesifón,
ofrecen ejemplos de lo que pueden influir en el ánimo del hombre el
temperamento personal y la educación social. De los dos hijos de Demea, Mición
ha adoptado a su sobrino Esquino y le ha educado con la más generosa
liberalidad, “a la moderna”, mientras Ctesifón, que ha permanecido con su padre
en el campo, ha sido educado en la antigua. El contraste entre ambos formas de
educación se produce desde el principio porque la comedia comienza con un
escándalo promovido por Esquino, que ha entrado en casa del alcahuete Sanión,
raptando a la bella Baquis. Este es, pues, el resultado de la educación “a la
moderna” dada por Mición a su hijo adoptivo. Pero este rapto no es más que una
muestra del amor fraternal de Esquino por Ctesifón. Este es el enamorado de Baquis
y no Esquino que, por el contrario, alimenta un amor sincero por una muchacha
libre, con quien querría casarse aunque ella no tiene dote: Pánfila. Ésta, que
está esperando ser madre y vive solo por el amor de Esquino, recibe la noticia
del rapto de Baquis con indecible dolor. Todos sus sueños de matrimonio, al que
Mición no se opondría después del nacimiento del niño, se desvanecen para la
pobre Pánfila que no sabe de quién es amante Baquis. Un amigo de la familia,
Egión, se interesa por la situación lastimosa de la joven, y está decidido a
recurrir a la ley para hacer valer los derechos de la muchacha encinta. Egión
es amigo de Demea, y éste, al saber la nueva bribonada busca de Mición para
decidir de común acuerdo lo que debe hacerse. Pero todo se aclara: Mición se ha
enterado del verdadero objeto del rapto y por ello da su consentimiento a que
Esquino se case con Pánfila. Mucho más difícil será aclarar a los ojos de Demea
el escándalo de Ctesifón enamorado de Baquis. El anciano ha creído siempre que ese
muchacho, crecido en el campo y ajeno a los halagos y corrupción de la ciudad,
era un muchacho ejemplar; pero todo se revela cuando al entrar de pronto en su
casa, encuentra a su hijo en dulce coloquio y magnifico banquete con su amante.
Es el derrumbamiento de todo su sistema educativo, y la victoria del método
liberal y moderno, que ha seguido su hermano. Para no ser menos que él, en
lugar de reprender y castigar a sus hijos, se convence de repente de la bondad
de las ideas educativas de su hermano: facilita el casamiento de Pánfila con
Esquino, obtiene la libertad de los esclavos que han tomado parte en la
intriga. Concede a Ctesifón que compre a Baquis y se la lleve a casa como
concubina. El modelo de esta obra es de Menandro, pero el arreglo de la obra
original debe haber sido muy libre, hasta el punto de que se hallan
incongruentes y discontinuidades que en el original no debían de existir. Es
significativo que, en esta su última comedia, Terencio haya llevado a su punto
culminante lo que había sido siempre tema fundamental de su teatro; las
relaciones entre los hijos y los padres, que se resuelve en el conflicto entre
las exigencias de una generación nueva y
la experiencia de la antigua. Aquí la tesis se hace a veces explicita y el
dialogo se aproxima entonces a la forma de conversación filosófica tan grata a
la antigüedad, desde Platón a Cicerón. Por esto la estructura de la comedia
está realizada con particular cuidado del equilibrio entre los diversos
elementos; y los motivos bufonescos, más numerosos que en otras comedias de
Terencio, parecen querer reanimar la lentitud de algunas escenas. Pero aun
presentado en forma de tesis, el problema no interesa al autor tanto por el
mismo como por los aspectos dramáticos que derivan de él; a Terencio no le
preocupa establecer cuál puede ser el mejor de los dos diversos métodos de
educación, ni si corresponden a la juventud o a la madurez los derechos de
dirigir una vida. En la rápida conversión de Demea a los nuevos sistemas, hay
la misma ironía que sonríe ante la perplejidad de Mición cuando cree que su
extremada liberalidad ha impulsado a su hijo a sus excesos: en realidad, entre
jóvenes y viejos no hay comprensión posible; y los sistemas educativos
cualesquiera que sean, no consiguen nunca tener sujeta la generación que cree a
la que se extingue. El contraste entre la preocupación de Demea y Mición con la
instintiva independencia, de los dos jóvenes, es el verdadero motivo que anima
la comedia. En fin de cuentas los dos viejos hermanos quedaron igualmente alejados
y excluidos de la felicidad que han concedido y se sentirán igualmente solos.
Terencio es un poeta de salón que quiso
aristocratizar la comedia latina, escribió René Pichón.
Nacido en Cartago, Publio Terencio Afer fue
conducido a Roma como esclavo; pero el senador Terencio Lucano, asombrado de su
talento y sensibilidad, le dio una esmerada educación y lo puso en libertad.
Como sus predecesores, Cecilio y Plauto, imitó la
comedia nueva griega; pero, educado, a diferencia de éstos, en un ambiente aristocrático,
dejó de lado las intrigas tradicionales y los personajes característicos para
dedicarse al estudio de caracteres. Con él la comedia ganó en sutileza y
verosimilitud, pero perdió lirismo y vigor.
Hay en Terencio un propósito deliberado de transformar
la comedia latina; según sus propias palabras, no quiere mostrar, como otros
dramaturgos, “esclavos que corren, viejos cascarrabias, parásitos glotones,
calumniadores impúdicos, ávidos mercaderes de esclavos”, sino crear una comedia
burguesa, sentimental y sicológica. En los prólogos de sus obras expone y
defiende sus teorías.
Sólo se conservan seis piezas de Terencio; en casi
todas ellas se pone en evidencia la técnica teatral latina llamada
“Contaminatio” (contaminación), que consistía en fundir dos obras griegas para
crear una nueva obra. No debe extrañar esto, pues la literatura latina fue,
durante mucho tiempo, adaptación o traducción de la literatura griega.
Terencio no fue un escritor popular; demasiado
sutil para el pueblo y no suficientemente fino para el público especializado,
luchó entre dos fuerzas antagónicas sin triunfar. A pesar de ello, sus
personajes- retratos, no caricaturas como las de Plauto - inundaron con su
placidez la literatura latina: “Soy hombre y nada de lo humano me es extraño”.