 |
1era edición |
TOMO 17
ÍNDICE
·
FICCIONES (Jorge Luis Borges)
·
DE LOS NOMBRES DE CRISTO (Fray Luis de León)
·
FACUNDO (Domingo Faustino Sarmiento)
·
CARTAS A UN NOVELISTA (Mario Vargas Llosa)
·
LA ARAUCANA (Alonso de Ercilla y Zúñiga)
FICCIONES
La primera edición de
este libro de cuento data de 1944.
La fantasía un tanto
retozona del autor, en la que constantes interpolaciones del pensamiento
crítico alteran la antigua normalidad del discurso con una original y actual
dialéctica, “preside”, en realidad,
cualquiera y todas las narraciones que figuran en este libro. Borges,
esencialmente poeta, no desmiente jamás en su obra tan alta calidad.
Tlön, Ugbar, Orbis Tertius, relato primero de los dieciocho de que consta el
volumen, nos informa sobre las infructuosas pesquisas realizadas por el
cronista a través de muchas obras y de responsables enciclopedias, entre ellas,
la Anglo-American
Cyclopaedia y la Encyclopaedia Britannica,
para situar geográficamente el país de Ugbar, que al fin es capturado por raro
azar. En realidad, el descubrimiento se debió “a la conjunción de un espejo y una enciclopedia”. La nota decisiva
del país era la de que su literatura, siempre de carácter fantástico, no se
refería nunca a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Tlön y
Mlejenas. Tlön era un lugar extraordinario, donde además de tigres
transparentes y torres de sangre, existía un clima idealista que todo lo
enrarecía a su manera, el lenguaje, la ciencia y la cultura. Esta solo
comprendía allí una única modalidad: la psicología. Pero es de saber que “los metafísicos de Tlön no buscan la
verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro”.
Las cosas del que, más
que país, ascendió en la mente de algunos a planeta, un planeta ilusorio, se
aclararon bastante cuando comenzó a circular la primera “Enciclopedia de Tlön”, en cuarenta volúmenes, editada en inglés, a
la que corresponde, sin duda- su nombre provisional, Orbis Tertius-, una radical transformación del cuadro de valores
vigentes en el mundo.
“No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una
sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho
que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos
mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el
tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la
extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del
primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo- que es un
sinónimo perfecto del cosmos- . Dicho sea con otras palabras: no conciben que
lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte
y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo
la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total es unirlo a otro; esa vinculación, en
Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el
estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de
nombrarlo- id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir
que no hay ciencias en Tlön ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es
que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que
acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda
filosofía sea de antemano un juego dialectico, una Philosophie des Als Ob, ha
contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de
arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan
la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la
metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es
otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno
cualquiera de ellos. Hasta la frase “todos los aspectos” es rechazable, porque
supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco
es licito el plural “los pretéritos”, porque supone otra operación imposible…
Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es
indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que
el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente. Otra escuela declara
que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo
o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso
irrecuperable. Otra, la historia del universo- y en ellas nuestras vidas y el
más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios
subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable
a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es
verdad lo que sucede cada trecientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí,
estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el
materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que
fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de
esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo ideó el sofisma de las
nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías
eleáticas. De ese “razonamiento especioso” hay muchas versiones, que varían el
número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de
cobre. El jueves; Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas
por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas. El viernes de
mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería
deducir de esa historia la realidad- id est la continuidad- de las nueve
monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas
no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde
del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar
que han existido- siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los
hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la
entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron al principio, a
negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal,
basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el
uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que
comportaban una petición de principio, porque presuponían la identidad de las
nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo
(hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico.
Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbrada por la lluvia del
miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las
cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es
igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea
el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un
vivo dolor. ¿No sería ridículo- interrogaron- pretender que ese dolor es el
mismo? Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de
atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba
la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad,
habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien
años de anunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca
pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura
feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de
los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad.
X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X;
X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las
otras… El onceno tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la
victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del
solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las
ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses.
Schopenhauer (el apasionado y lucido Schopenhauer) formula una doctrina muy
parecida en el primer volumen de Parerga and paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual
y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera.
La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría
desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las
formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números
indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que
nuestros matemáticos simbolizan por > y por <.
Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las
convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que
cuentan una misma cantidad logren un resultado igual, es para los psicólogos un
ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos
que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto
único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio:
se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es
intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras
disimiles-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la
psicología de ese interesante homme de letters…”
(“Ficciones”, Jorge Luis Borges, Editorial La Oveja Negra Ltda.
1983, págs.: 30-35).
Tema bien distinto,
montado sobre otra ficción, afecta a un cierto profesor Nils Runeberg,
doctísimo en materia teológica y en otras muchas ciencias relacionadas con el
núcleo central de sus meditaciones. Se trata de Tres versiones de Judas.
El profesor Nils
Runeberg ha publicado un libro, titulado Kristus
och Judas, en el que empieza por decir que “no una cosa, todas las cosas que la traición atribuye a Judas
Iscariote son falsas”. Según su versión, si Judas entregó a Cristo no fue
por maldad ni mucho menos por los treinta dineros de plata, tradicional precio
de su traición, sino que fue para forzar al Salvador a declarar su divinidad y
provocar con ello una insurrección general contra la tiranía de Roma.
Desde otro punto de
vista, estima Runeberg que el Verbo, al hacerse carne y rebajarse hasta la
esfera humana, y sufrir persecución y muerte, realizó un sacrificio inmenso,
sin límites. Judas comprendió esto y creyó necesario que un hombre, en
representación de todos los demás hombres, correspondiese con un sacrificio de
semejante magnitud. Judas Iscariote, heroico, se designó a sí mismo para llevar
a cabo este acto sublime. He aquí cómo Judas obró con gigantesca humildad, pues
“se creyó indigno de ser bueno” y supo renunciar impávidamente al reino de los
cielos.
Como quiera que una
verdadera tempestad de reprobaciones, ataques y censuras cayese sobre la cabeza
del pobre Nils, todo en la ilustre ciudad universitaria de Lund, el profesor
hizo algunas rectificaciones y calló por algún tiempo.
Pero luego, perfeccionada
su tesis, llegó hasta su última consecuencia, y publicó un libro en el que
afirmaba que Dios se hizo hombre tan totalmente que cometió pecados e infamias
y, aunque para salvarnos, “pudo elegir
cualquiera de los caminos que traman la perpleja red de la Historia y pudo ser
Alejandro, Pitágoras o Rurik o Jesús, eligió un ínfimo destino: fue Judas”.
Nils Reneberg murió de la rotura de un aneurisma el 1 de marzo de 1912.
En Funes, el memorioso, apura Borges el análisis de un caso
sorprendente, inverosímil, claro está, de memoria integral y detallista,
fenómeno producido en el joven Ireneo Funes después de sufrir este un fuerte
traumatismo.
Perpetuamente insomne,
acostado en su catre, casi siempre a oscuras, Ireneo vive en un mundo suyo,
aparte, incalculable. Donde cualquier otro sintetiza un hecho en una imagen
visual, él, descomponiendo esta imagen, la ve en todos y cada uno de sus
minúsculos componentes.
Tan fabulosa facultad
le permite la instantánea adquisición de toda clase de conocimientos, idiomas, matemáticas,
historia natural, conocimientos que maneja con un malabarismo intelectual
prodigioso. Sin embargo, no era inteligente. Pero, eso sí, “más recuerdos tengo yo solo- decía- que los que habrán tenido todos
los hombres desde que el mundo es mundo”.
“La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía
hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de
numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo
había escrito, porque lo pensado una vez ya no podía borrársele. Su primer
estimulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales
requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo
signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de
siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil
catorce. El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar,
azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia.
En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular,
una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle
que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema
de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas,
cinco unidades; análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o
manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el
que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un
nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por
parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo
recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces
que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas
pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo
disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era
interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la
muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie
natural de los números, un inútil catalogo mental de todas las imágenes del
recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan
vislumbrar o referir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era
casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que
el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos
tamaños y diversa forma; le molestaba que le perro de las tres y catorce (visto
de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada
vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del
minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la
corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de
la humedad. Era el solitario y lucido espectador de un mundo multiforme,
instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York
han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus
torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de
una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz
Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es
distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba
cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que
el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra
percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un
trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba
nagras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la
cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del rio, mecido y
anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el
latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había
sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad dela madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo
tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el
bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides.
Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en
su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.”
(págs.: 102-104)
En Funes el memorioso, como en los demás relatos de Ficciones, José Luis Borges despliega
su fantasía a expensas de la previa realidad- ficción- del asunto, no sin
autorizar de continuo su propia voz, con un caudal invulnerable de citas y
erudición, de auténtica o también ficticia procedencia.
Hay en Ficciones cuentos estrictos, de sencillo
episodio, cuyo gran atractivo consiste en la forma original de su “tratamiento”. Por ejemplo, La forma de la espada. Un inglés que en
realidad resulta ser un irlandés, alto, flaco, adusto, cuyo rostro se
caracteriza por una antigua y cenicienta cicatriz que le cruza la cara, explica
al autor, cierta noche, la historia de su herida.
Fue, desde luego,
excepcional este relato, pues el hombre a quien todos en Tacuarembó llamaban el
Inglés de la Colorada, era totalmente
cerrado a toda clase de confidencias.
Pero aquella noche de
aguacero y tormenta, en el refugio de la propia, amplia y destartalada casa que
en La Colorada habitaba el irlandés y
ante unas botellas de ron, el personaje satisfizo a curiosidad de su huésped. Y
contó la historia de su herida sin “mitigar
ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia”.
El hecho ocurrió
durante las luchas que allá por el año 1922 sostenían por la independencia de
Irlanda los republicanos de este país contra los ingleses. Una noche, en plena
refriega de tiroteos, huida a través de un bosque y final arribó a una casa
medio abandonada de un general republicano, el irlandés pudo comprobar, una vez
más, la cobardía de cierto correligionario suyo de ideas comunistas, John
Vincent Moon.
Era este un hombre
flácido y viscoso, a quien había conocido pocos días antes. Moon, ligeramente
herido, solía permanecer en casa del general tumbado en un sofá de la
biblioteca, leyendo algún libro de estrategia, sin importarle aquellas muestras
de su cobardía física, que indignaban sobre manera a su compañero.
Cuando al cabo de
varios días la ciudad fue ocupada por los ingleses, el irlandés sorprendió a
Moon hablando con una autoridad enemiga. Moon denunciaba a su amigo e indicaba
cómo y cuándo podrían detenerla. Furioso el traicionado, tomó un alfanje de una
de las panoplias del general y, persiguiendo a su delator por toda la casa,
logró acorralado, y dándole un tajo en la cara, le marcó para siempre con una
media luna de sangre.
Poco después el agresor
era detenido por los soldados ingleses. “¿Y
Moon?”, interrogó el huésped curioso al irlandés. “Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza,
vio fusilar a un maniquí por unos borrachos.” El inglés de la Colorada
terminó su confesión exclamando: “Yo soy
Vincent Moon. Ahora desprécieme.”-.
DE LOS NOMBRES DE CRISTO
Esta obra de Fray Luis de León es una de las obras
en prosa más conocidas de nuestro siglo XVI. Destaca en ella en primer término
su valor teológico y escriturario, su utilidad como libro de lectura y de
meditación para religiosos o en general para personas que gustan de adentrarse
en los problemas y en los misterios de la fe, y en especial en cuanto se
relaciona con la venida de Cristo: sus causas, sus razones, los anuncios de la
misma, su realización y las consecuencias derivadas de la misma. “De los nombres de Cristo” se publica
por primera vez en Salamanca en 1583. La primera edición tiene dos libros, en
los que encontramos los nombres de Pimpollo, Faces de Dios, Camino, Monte,
Padre del Siglo Futuro, Brazo de Dios, Rey de Dios, Príncipe de Paz y Esposo.
La de 1585 consta ya de tres libros, se le agrega al prisionero el nombre de
Pastor y en el tercero figuran los de Hijo de Dios, Amado Jesús. La tercera
edición es por su contenido idéntica a la segunda, pero se publicó con
numerosas correcciones hechas por el propio autor. La obra tiene carácter
didáctico y utiliza para su elocución el llamado diálogo doctrinal o diálogo no
representable, es decir, que se usa el diálogo no para que sea recitado por
representantes o actores en un escenario, sino porque el autor cree que por
este medio consigue hacer más fácil y amena la doctrina que expone, al mismo
tiempo que puede presentar y rebatir toda clase de objeciones. Fray Luis de
León nos presenta a tres frailes agustinos que se encuentran pasando las
vacaciones en una quinta llamada La Flecha, que la comunidad agustiniana poseía
a orillas del rio Tormes y en las cercanías de la ciudad, en las mañana del día
29 de junio, festividad de San Pedro. Los nombres de los frailes son Juliano,
Marcelo y Sabino. Sabemos que este último es el más joven de los tres y que
muestra un papel en el que figuran una serie de nombres que recibe Cristo en
las Sagradas Escrituras; este papel está escrito con letra de Marcelo y sirve
de punto de arranque para pedirle que explique la razón de cada uno de aquellos
nombres, lo que tiene lugar durante toda la mañana.
“Era por el mes de junio, a las vueltas de la
fiesta de San Juan, al tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios,
cuando Marcello, el uno de los que digo (que ansí le quiero llamar con nombre
fingido por ciertos respectos que tengo y lo mismo haré a los demás), después
de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se
retiró como a puerto sabroso a la soledad de una granja que como sabe tiene mi
monasterio en la ribera de Tormes; y fuéronse con él por hazerle compañía y por
mismo respecto los otros dos. Adonde aviendo estado algunos días acontesció que
una mañana, que era la del dia dedicado al apóstol san Pedro, después de aver
dado al culto divino lo que se le devía, todos tres juntos se salieron de la
casa a la huerta que se haze delante della.
Es la huerta grande y estava entonces bien poblada
de árboles, aunque puestos sin orden; más esso mismo hazía deleyte en la vista,
y sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero y por un
espacio pequeño se anduvieron passeando y gozando del frescor, y después se
sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una
pequeña fuente en ciertos asientos. Nasce la fuente de la cuesta que tiene la
casa a las espaldas y entrava en la huerta por aquella parte, y corriendo y
estropezando parecía reyrse. Tenían también delante de los ojos y cerca dellos
una alta y hermosa alameda. Y más adelante y no muy lejos se veía el río
Tormes, que aun en aquel tiempo hinchiendo bien sus riberas iva torciendo el
passo por aquella vega. El día era sossegado y purísimo, y la hora muy fresca.
Assí que, assentándose y callando por un pequeño tiempo, después de sentados,
Sabino (que así me plaze llamar al que de los tres era el más mozo), mirando
hazia Marcello y sonriéndose comenzó a dezir assí:
-Algunos ay a quien la vista del campo los
enmudece, y deve ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas yo,
como los pájaros, en viendo lo verde desseo o cantar o hablar.
-Bien entiendo por qué lo dezís- respondió al punto
Marcello-, y no es alteza de entendimiento como days a entender por lisonjearme
o por sonsolarme, sino cualidad de edad y humores differentes, que nos
predominan y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mí de
melancolía. Mas sepamos- dize- de Juliano- (que éste será el nombre del otro
tercero)- si es pájaro también o si es de otro metal.
-No soy siempre de uno mismo- respondió Juliano-,
aunque agora al humor de Sabino me inclino algo más. Y pues él no puede agora
razonar consigo mismo mirando la belleza del campo y la grandeza del cielo,
bien será que nos diga su gusto acerca de lo que podremos hablar.
Entonces Sabino, sacando del seno un papel escripto
y no muy grande:
-Aquí- dize- está mi desseo y mi esperanza.
Marcello, que reconoció luego el papel porque
estava escripto de su mano, dijo vuelto a Sabino y riéndose:
-No os atormentará mucho el desseo a lo menos,
Sabino, pues tan en la mano tenéys la esperanza; ni aun deven ser ni lo uno ni
lo otro muy ricos, pues se encierran en tan pequeño papel.
-Si fueran pobres- dijo Sabino- menos causa
tendréys para no satisfazerme en una cosa tan pobre.
-¿En qué manera- respondió Marcello- o qué parte
soy yo para satisfacer a vuestro desseo, o qué desseo es el que dezís?
Entonces Sabino desplegando el papel leyó el título,
que sezía: DE LOS NOMBRES DE CRISTO; y no leyó más. Y dijo luego:
-Por cierto caso hallé oy este papel, que es de
Marcello, adonde como parece tiene apuntados algunos de los nombres con que
Cristo es llamado en la Sagrada Escriptura, y los lugares della adonde
esllamado assí. Y como le vi me puso codicia de oyrle algo sobre aqueste
argumento y por esso dije que mi desseo estaba en este papel; y está en él mi
esperanza también, porque como parece de él este es argumento en que Marcello
ha puesto su estudio y cuydado, y argumento que le deve tener en la lengua; y
assí no podrá decirnos agora lo que suele decir cuando se escusa si le
obligamos a hablar, que le tomamos desapercibido. Por manera que pues le falta
esta excusa, y el tiempo es nuestro, y el día sancto, y la sazón tan a
propósito el rendir a Marcello, si vos, Juliano, me favorecéys.
-En ninguna cosa me hallaréys a vuestro lado,
Sabino- respondió Juliano.
Y dichas y respondidas muchas cosas en este
propósito, porque Marcello se escusava mucho o a lo menos pedía que tomasse
Juliano su parte y difesse también y quedando assentado que a su tiempo, cuando,
cuando pareciesse o si pareciesse ser menester, Juliano haría su officio;
Marcelo, vuelto a Sabino, dijo assí:
-Pues el papel ha sido el despertador desta
plática, bien será que él mismo nos sea la guía en ella. Id leyendo, Sabino, en
él, y de lo que en él estuviere y conforme a su orden, assí iremos diciendo, no
os parece otra cosa.
-Antes nos parece lo mismo- respondieron como a una
Sabino y Juliano.”
(“De los nombres de Cristo”, Fray Luis de León; Editorial Bruguera S.A. Primera Edición, abril de
1975; págs. 55-58).
En “De los
nombres de Cristo” podemos encontrar clara referencias a los sufrimientos
que experimentó durante su proceso. Por la tarde, una vez pasada la hora del
calor, los tres frailes se dirigen en una barca por el río a un soto, donde se
sientan y continúan el dialogo que comenzaron en la quinta de La Flecha. En
estos diálogos dedicados a la explicación del nombre Brazo de Dios figura el
conocido párrafo que comienza con el “Mas,
¿de qué no hizo experiencia?”, del que entresacamos algunas frases “…el ser desamparado en sus trabajos de los
que le debían tanto amor y cuidado; el dolor de trocarse los amigos con la
fortuna… la calumnia de los acusadores, la falsedad de los testigos… males que
sólo quien los ha probado los siente… el color de religión, adonde era todo
impiedad y blasfemia…”. Basta con lo transcrito para darnos cuenta de cómo
los recuerdos y amarguras del proceso dejan su huella en la obra. Esto nos
demuestra además cómo los recuerdos y amarguras del proceso dejan su huella en
la obra. “De los nombres de Cristo”
constituye en conjunto una magnifica expresión de nuestra literatura religiosa
de la segunda mitad del siglo XVI. Pero como se sabe, dicha literatura se
manifiesta a través de dos caminos: la ascética y la mística. Pero no cabe duda
que “De los nombres de Cristo”
pertenece al campo ascético y que su lectura puede contribuir a la “Purgación” y a la “Iluminación”.
“Porque fue assí que los tres después de aver comido
y aviendo tomado algún pequeño reposo ya que la fuerza del calor comenzava a
caer, saliendo de la granja y llegados al río que cerca della corría en un
barco, conformándose con el parecer de Sabino se passaron al soto que se hazía
en medio de él, en una como isleta pequeña que apegada a la presa de unas
aceñas se descubría. Era el soto, aunque pequeño, espesso y muy apacible y en
aquella sazón estava muy lleno de hoja, y entre las ramas que la tierra de
susyo criava tenía también algunos árboles puestos por industria, y dividíale
como en dos partes un no pequeño arroyo que hazía el agua, que por entre las
piedras de la presa se hurtava del río y corría cuasi toda junta.
Pues entrados en él Marcello y sus compañeros, y
metidos en lo más espesso de él y más guardado de los rayos del sol, junto a un
álamo alto que estava cuasi en el medio, teniéndole a las espaldas y delante
los ojos la otra parte del soto, en la sombra y sobre la yerva verde, y cuasi
juntando al agua los pies se sentaron. Adonde diciendo entre sí del sol de
aquel día que aún se hazía sentir y de la frescura de aquel lugar, que era
mucha, y alabando a Sabino su buen consejo, Sabino dijo assí:
-Mucho me huelgo de aver acertado tan bien y
principalmente por vuestra causa, Marcello, que por satisfacer a mi desseo
tomáys oy tan grande trabajo, que según lo mucho que esta mañana dijistes,
temiendo vuestra salud, no quisiera que agora dijérades más, si no me
assegurara en parte la cualidad y frescura de aqueste lugar; aunque quien suele
leer en medio de los caniculares tres liciones en las escuelas muchos días
arrreo, bien podrá platicar entre estas ramas la mañana y la tarde de un día, o
por mejor decir, no avrá maldad que no haga.
-Razón tiene Sabino- respondió Marcello, mirando
hazia Jualiano-, que es género de maldad ocuparse uno tanto y en tal tiempo en
la escuela; y de aquí veréis cuán malvada es la vida que assí nos obliga. Assí
que bien podéis proseguir, Sabino, sin miedo; que de más de que este lugar es
mejor que la cátedra, lo que aquí tratamos agora es sin comparación muy más
dulce que lo que leemos allí, y assí con ello mismo se alivia el trabajo.”
(págs. 219-220)
El diálogo entre los tres religiosos se prolonga
hasta una tercera reunión que celebrarán la tarde del día siguiente, el 30 de junio,
en el mismo lugar (Recordemos que los dos primeros diálogos tuvieron lugar la
mañana y la tarde del día 29 de junio. NOTA DEL AUTOR). Una de las notas
renacentistas del libro la constituye el sentimiento de la naturaleza, la
emoción que el autor experimenta ante ella y que sabe llevar a la obra. Por un
lado tenemos la descripción de la naturaleza, que conoce y en medio de la cual
vive, como el jardín de La Flecha, el río Tormes, las orillas del mismo, el
soto donde se celebran las dos últimas reuniones; por otro, la naturaleza
imaginada que viene a constituir un paisaje literario, pues no cabe duda que
pudieran rastrearse en él numerosas reminiscencias, en medio del cual aparece
la figura de Cristo a través de sus diferentes nombres, como sirviéndole de
marco y de fondo. Parece que bastaría en este caso con citar tan solo unos
cuantos de estos nombres como los de Camino, Pastor, Monte… Tal es en ciertos
momentos su identificación con la naturaleza que en algún pasaje recuerda a
Fray Luis de Granada, cuando se apoya en la perfección del mundo exterior, para
deducir de ella la existencia de una mente creadora.
“El día que sucedió en que la Iglesia haze fiesta
particular al apóstol san Pablo, levantándose Sabino más temprano de lo
acostumbrado al romper del alva salió a la huerta y de allí al campo que está a
la mano derecha della, hazia el camino que va a la ciudad; por donde aviendo
andado un poco rezando vió a Juliano, que descendía para él de la cumbre de la
cuesta que como dicho he sube junto a la casa y maravillándose dello y
saliéndole al encuentro, le dijo:
-No he sido yo el que oy ha madrugrado que según me
parece, vos, Juliano, os avéis adelantado mucho más y no sé por qué causa.
-Como el excesso en las cenas suele quitar el
sueño- respondió Juliano-, assí, Sabino, no he podido reposar esta noche lleno
de las cosas que oymos ayer a Marcello, que demás de aver sido muchas fueron
tan altas que mi entendimiento, por apoderarse dellas, apenas ha cerrado los
ojos. Assí que verdad es que os he ganado por la mano oy, porque mucho antes
que amaneciesse ando por estas cuestas.
-Pues ¿por qué por las cuestas?- replicó Sabiino-.
¿No fuera mejor por la ribera del río en tan calurosa noche?
-Parece- respondió Juliano- que nuestro cuerpo
naturalmente sigue el movimiento del sol, que a esta hora se encumbra y a la
tarde se derrueca en la mar, y así es más natural el subir a los altos por las
mañanas que el descender a los ríos, a que la tarde es mejor.
-Según esso. Repondió Sabino-, yo no tengo que ver
con el sol, que derecho me iva al río si no os viera.
-Devéis- dijo Juliano- de tener que ver con los
peces.
-Ayer- dize Sabino- dezía yo que era pájaro.
-Los pájaros y los peces- respondió Juliano- son de
un mismo linage y assí viene bien.
-¿Cómo de un linage mismo?- dijo Sabino.
-Porque Moisés
dize- respondió Juliano- que crió Dios en el quinto día del agua las
aves y los peces.
-Verdad es que lo dize- dijo Sabino-; más bien
dissimulan el parentesco según se parecen poco.
-Antes se parecen mucho- respondió Juliano
entonces-; porque el nadar es como el bolar y como el vuelo corta el ayre, assí
el que nada hiende por el agua, y las aves y los peces por la mayor parte
nascen de huevos; y si miráis bien las escamas en los peces son como las plumas
en las aves, y los peces tienen también sus alas y con ellas y con la cola se
gobiernan cuando nadan, como las aves cuando vuelan lo hacen.
-Más las aves- dijo riendo Sabino- son por la mayor
parte cantoras y parleras, y los peces todos son mudos.
-Ordenó Dios essa diferencia- respondió Juliano- en
cosas de un mismo linage para que entendamos los hombres que si podemos hablar,
debemos también poder y saber callar, y que conviene que unos mismos seamos
aves y peces, mudos y elocuentes, conforme a lo que el tiempo pudiere.
-El de ayer a lo menos- dice Sabino-, no sé si
pedía siendo tan caloroso que se hablasse tanto; mas yo que lo pedí, sé que
desseo algo más.
-¿Más?- dize-, y ¿qué uno en aquel argumento que
Marcello no lo dijesse?
-En lo que se propuso- dijo Sabino-, a mi parecer
habló Marcello como ninguno de los que yo he visto hablar y aunque le conozco,
como sabéys, y sé cuánto se adelanta en ingenio, cuando le pedí que hablasse
nunca esperé que hablara en la forma y con la grandeza que habló; mas lo más
que digo es no en los nombres de que trató, sino en uno que dejó de tratar,
porque, hablando de los nombres de Cristo no sé cómo no apuntó en su papel el
nombre proprio de Cristo, que es Jesús, que de razón avía de ser o el principal
o el primero.
-Razón tenéys- repondió Juliano-, y será justo que
se cumpla essa falta, que de tal nombre aun el sonido solo deleyta y no es
posible sino que Marcello que en los demás anduvo tan grande, tiene acerca
desde nombre recogidas y advertidas muchas grandezas. Mas ¿qué medio tendremos
que parece no buen comedimiento pedírselo, que estará muy cansado y con razón?
-El medio está en vuestra mano, Juliano- dijo
Sabino luego.
-¿Cómo en mi mano?- respondió.
-Con hazer vos- dize Sabino- lo que no os parece
justo que se pida a Marcello, que estas cuestas y esta vuestra madrugada tan
grande no son en balde, sin duda.
-La causa fue- respondió Jualiano- la que dije, el
fructo el assentar en el entendimiento y en la memoria lo que oy con vos
juntamente, y si fuera dello he pensado en otra cosa no toca a ese nombre, que
nunca advertí hasta agora en el olvido que de él se tuvo ayer, más atrevámonos,
Sabino, a Marcello, que como dizen a los osados la fortuna.
-En buen hora - dijo Sabino.
Y con esta determinación ambos se volvieron a la
huerta y en la casa supieron que no se avía levantado Marcello, y entendiendo
que reposava y no le queriendo desassossegar, se tornaron a la huerta
passeándose por ella por un buen espacio de tiempo, hasta que viendo que
Marcello no salía y que el sol iva bien alto, Sabino con algún recelo de la
salud de Marcello fue a su aposento y Juliano con él. Adonde entrados le
hallaron que estava en la cama y preguntándole si se detenía en ella por alguna
mala disposición que sintiesse, y respondiéndoles él que solamente se sentía un
poco cansado y que en lo demás estava bueno, Sabino añadió:
-Mucho me pesara, Marcello, que no fuera así por
tres cosas: por vos principalmente y después por mí, que os avía dado occasión,
y lo postrero, porque se nos desbaratava un concierto.
Aquí, Marcelo, sonriéndose un poco, dijo:
-¿Qué concierto, Sabino? ¿Avéis por caso hallado oy
otro papel?
-No otro- dijo Sabino-; más en el de ayer he
hablado que culparle, que entre los nombres que puso olvidó el de Jesús que es
el proprio de Cristo, y assí es vuestro el suplir por él, y avemos concertado
Juliano y yo que sea oy por hazer con ello en este día suyo fiesta a sant Pablo, que sabéis cuán
devoto fue deste nombre y las vezes que en sus escriptos le puso,
hermoseándolos con él como se hermosea el oro con los esmaltes y con la perlas.
-Bueno es- respondió Marcello- hazer concierto sin
la parte, ese sancto nombre sejóle el papel, no por olvido, sino por lo mucho
que han escripto de él algunas personas; más si os agrada que se diga a mí no
me desagradará oír lo que Juliano acerca de él nos dijere, ni me parece mal el
respecto de sant Pablo y de su día que, Sabino, dezís.
-Ya esso está andado- respondió al punto Sabino-, y
Juliano se excusa.
-Bien es que se excuse oy- dijo Marcello- quien
puso ayer su palabra y no la cumplió.
Aquí como Juliano dijesse que no la avía cumplido
por no hazer agravio a las cosas, y como passassen acerca desto algunas
demandas y respuestas entre los dos, excusándose cada uno lo más que podía,
dijo Sabino:
-Yo quiero ser juez en este pleito, si me lo
consentís, y si os ofrecéis a pasar por lo que juzgare.
-Yo consiento- dijo Juliano.
Y Marcello dijo que también consentía, aunque le
tenía por algo sospechoso juez y Sabino respondió luego:
-Pues porque veáys, Marcello, cuán igual soy, yo os
condeno a los dos: a vos que digáys del nombre de Jesús y a Juliano que diga de
otro o de otros nombres de Cristo, que yo le señalare o que él se escogiere.
Riéronse mucho desto Juliano y Marcello, y diziendo
que era fuerza obedecer al juez assentaron que caída la siesta en el soto, como
el día pasado, primero Juliano y después Marcello dijesen. Y en lo que tocava a
Jualiano, que dijesse del nombre que le agradasse más. Y con esto se salieron
fuera del aposento Juliano y Sabino, y Marcello se levantó. Y después de aver
dado a Dios lo que el día pedía pasaron hasta que fue hora de comer en diversas
razones, las más de las cuales fueron sobre lo que avía juzgado Sabino, de que
se reía Marcello mucho. Y assí llegaba la hora y aviendo dado su refección al
cuerpo con templanza, y al ánimo con alegría moderada poco después Marcello se
recogió a su aposento a pasar la siesta y Juliano se fue a tenerla entre los
álamos que en huerta avía, estanza fresca y apacible, y Sabino que no quiso
escoger ni lugar ni reposo como más mozo, dezía que advirtió de Juliano que
todo el tiempo que estuvo en la alameda que fue más de dos horas lo pasó sin
dormir, unas vezes arrimado y otras passeándose, y siempre metidos los ojos en
el suelo y pensando profundísimamente. Hasta que él, pareciéndole hora,
despertó al uno de su pensamiento y al otro de su reposo, y diziéndoles que su
officio era no sólo repartirles la obra, sino también apressurarlos a ella y
avisarlos del tiempo, ellos con él y en el barco se pasaron al soto y al mismo
lugar del día antes.”
(págs. 397-402)
Respecto a la fecha en que comienza a escribir Fray
Luis de León “De los nombres de Cristo”
parece ser opinión general que corresponde al período de su prisión en
Valladolid, entre 1574 y 1575.
FACUNDO
Entre las obras del escritor argentino Domingo
Faustino Sarmiento, “Facundo” es la
obra más importante de cuantas salieron de su pluma. “Facundo” es más que la
biografía del caudillo cuya memoria se propuso execrar para ejemplo de las
nuevas generaciones: es una historia social y civil del país en una de sus más
graves crisis, y es también un libro de psicología individual y social, y has
un tratado de sociología, todo ello mezclado, aglutinado en un desorden que no
perjudica, sin embargo, a la obra en sí. El libro consta de tres partes. En la
primera se describen el aspecto físico de la República Argentina y los
caracteres, hábitos e ideas que dicho aspecto engendra. Luego habla de los
tipos originales de la Argentina en aquella época, verdadero producto del medio
geográfico y del proceso histórico: el rastreador, el baquiano, el gaucho malo
y el cantor, que estudia individualmente con gran acierto y le inspiran las
páginas más valiosas de la obra. Luego analiza la sociabilidad en los campos
desiertos y la razón de ser de la pulpería, centro de toda vida social de la
época y donde se gesta la personalidad y la fama de los caudillos. Esta primera
parte, eminentemente descriptiva, termina con una interpretación
histórico-sociológica de la revolución de 1810.
“En un documento tan antiguo como el año de 1560,
he visto consignado el nombre de Mendoza con este aditamento: Mendoza del valle
de La Rioja. Pero La Rioja actual es una provincia argentina que está al norte
de San Juan, del cual la separan varias travesías, aunque interrumpidas por
valles poblados. De los Andes se desprenden ramificaciones que cortan la parte
occidental en líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos y Chilecito,
así llamado por los mineros chilenos que acudieron a la fama de las ricas minas
de Famatina. Más hacia el oriente se extiende una llanura arenisca, desierta y
agostada por los ardores del sol, en cuya extremidad norte, y a las
inmediaciones de una montaña cubierta hasta su cima de lozana y alta
vegetación, yace el esqueleto de La Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales, y
marchita como Jerusalén al pie del Monte de los Olivos. Al sur y a larga
distancia, limitan esta llanura arenisca los Colorados, montes de greda
petrificada cuyos cortes regulares asumen las formas más pintorescas y
fantásticas: a veces es una muralla lisa con bastiones avanzados, a veces
créese ver torreones y castillos almenados en ruinas. Últimamente, al sudeste y
rodeados de extensas travesías, están los Llanos, país quebrado y montañoso, a
despecho de su nombre, oasis de vegetación pastosa que alimentó en otro tiempo
millares de rebaños.
El aspecto del país es por lo general desolado, el
clima abrasador, la tierra seca y sin aguas corrientes. El campesino hace
represas para recoger el agua de las lluvias y dar de beber a sus ganados. He
tenido siempre la preocupación de que el aspecto de la Palestina es parecido al
de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de
algunas partes, y sus cisternas; hasta en sus cisternas; hasta en sus naranjos,
vides e higueras de exquisitos y abultados frutos, que se crían donde corre
algún cenagoso y limitado Jordán; hay una extraña combinación de montañas y
llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y erizados, y colinas
verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo
que más me trae a la imaginación estas reminiscencias orientales, es el aspecto
verdaderamente patriarcal de los campesinos de La Rioja. Hoy, gracias a los
caprichos de la moda, no causa novedad el ver hombres con la barba entera, a la
manera inmemorial de los pueblos del Oriente; pero aun no dejaría de sorprender
por eso la vista de un pueblo que habla español y lleva y ha llevado siempre la
barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto
triste, taciturno, grave y taimado, árabe, que cabalga en burros, y viste a
veces de cueros de cabra, como el ermitaño de Enggady. Lugares hay en que la
población se alimenta exclusivamente de miel silvestre y de algarroba, como de
langostas San Juan en el desierto. El llanista es el único que ignora que es el
ser más desgraciado, más miserable y más bárbaro; y gracias a esto vive
contento y feliz cuando el hambre no le acosa.
Dije al principio que había montañas rojizas que
tenían a lo lejos el aspecto de torreones y castillos feudales arruinados; pues
para que los recuerdos de la Edad Media vengan a mezclarse a aquellos matices
orientales, La Rioja ha presentado por más de un siglo la lucha de dos familias
hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni menos que en los feudos italianos
donde figuran Ursinos, Colonnas y Médicis. Las querellas de Ocampos y Dávilas
forman toda la historia culta de La Rioja. Ambas familias, antiguas, ricas,
tituladas, se disputan el poder largo tiempo, dividen la población en bandos,
como los güelfos y gibelinos, aún mucho antes de la revolución de la
independencia. De estas dos familias han salido una multitud de hombres
notables en las armas, en el foro y en la industria, porque Dávilas y Ocampos
trataron siempre de sobrepasarse por todos los medios de valer que tiene
consagrados la civilización. Apagar estos rencores hereditarios entró no pocas
veces en la política de los patriotas de Buenos Aires. La logia de Lautaro
llevó a las dos familias a enlazar un Ocampo con una señorita Doria y Dávila,
para reconciliarlas. Todos saben que ésta era la práctica en Italia; pero Romeo
y Julieta fueron aquí más felices. Hacia los años 1817 el gobierno de Buenos
Aires, a fin de poner término también a los odios de aquellas casas, mandó un
gobernador de fuera de la provincia, un señor Barnachea, que no tardó mucho en
caer bajo la influencia del partido de los Dávilas, que contaban con el apoyo
de don Prudencio Quiroga, residente de los Llanos y muy querido de los
habitantes, y que a causa de esto fue llamado a las ciudad, y hecho tesorero y
alcalde. Nótese que aunque de un modo legítimo y noble, con don Prudencio
Quiroga, padre de Facundo, entra ya la campaña pastora a figurar como elemento
político en los partidos civiles. Los Llanos, como ya llevo dicho, son un oasis
montañosos de pastos enclavado en el centro de una extensa travesía; sus
habitantes, pastores exclusivamente, viven en la vida patriarcal y primitiva
que aquel aislamiento conserva en toda su pureza bárbara y hostil a las
ciudades. La hospitalidad es allí un deber común; y entre los deberes del peón
entra el defender a su patrón en cualquier peligro aun a riesgo de su vida.
Estas costumbres explicarán ya un poco los fenómenos que vamos a presenciar.”
(“Facundo”, Domingo Faustino
Sarmiento; Obras completas; Librería “El Ateneo”-1952. Págs. 141-144).
En la segunda parte, casi totalmente narrativa, se
presenta al héroe del libro, Juan Facundo Quiroga, y luego de contar su
infancia y su juventud, abundantes en anécdotas, lo sigue en sus andanzas por
La Rioja, Córdoba y Buenos Aires, narrando las guerras civiles en que
intervino, su prestigio creciente y las batallas de Tala, Rincón, La Tablada,
Oncativo, Chacón y Ciudadela, para terminar con el capítulo “Barranca Yaco”, el
más novelesco y apasionante de la obra, y donde se cuenta con magnifico e
insuperable estilo la trágica muerte del caudillo.
“Llega el día por fin, y la galera se pone en
camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos
correos que se han reunido por casualidad, y el negro que va a caballo. Llega
al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin
herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos y en un
momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, correos y
asistente. Quiroga, entonces, asoma la cabeza, y hace por el momento vacilar
aquella turba. Pregunta por el comandante de la partida, le manda acercarse, y
a la cuestión de Quiroga, ¿qué significa esto?, recibe por toda contestación un
balazo en un ojo, que le deja muerto. Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas
veces con su espada la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de
cadáveres con los caballos hechos pedazos y el postillón que con la cabeza
abierta se mantiene aún a caballo. –“¿Qué muchacho es éste?”, pregunta viendo
al niño de la posta, único que queda vivo. –“Éste es un sobrino mío”, contesta
el sargento de la partida, “yo respondo de él con mi vida”. Santos Pérez se
acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida,
desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a
pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro. Este último
gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos
Pérez. Después, huyendo de las partidas que lo persiguen, oculto en las breñas
de las rocas o en los bosques enmarañados, el viento le trae al oído el gemido
lastimero del niño. Si a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a
salir de su guarida, sus miradas inquietas se hunden en la oscuridad de los
arboles sombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el
bultito blanquecino del niño; y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada
dos caminos, lo arredra ver venir por el que él deja, al niño animado su
caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento lo aquejaba: la muerte
de los veintiséis oficiales fusilados en Mendoza.
¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el
gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por
sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras
inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las
montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo el
Pago de Santa Catalina fue una republiqueta adonde los veteranos del ejército
pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el digno rival de
Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talla,
hermoso de cara, de color pálido y barba negra y rizada. Largo tiempo fue
después perseguido por la justicia y nada menos que cuatrocientos hombres
andaban en su busca. Al principio los Reinafé lo llamaron, y en la casa del
gobierno fue recibido amigablemente. Al salir de la entrevista empezó a sentir
una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la idea de consultar a un
médico amigo suyo, quien informado por él de haber tomado una copa de licor que
se le brindó, le dio un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico
que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el
comandante Casanova, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de
importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el
comandante Casanova era jefe, hacia el ejercicio al frente de su casa, Santos
Pérez se desmonta en la puerta y dice: -“Aquí estoy; ¿qué quería decirme?-
¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá, siéntese. -¡No!, ¿para qué me ha hecho
llamar?”- el comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el
momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada
de desdén y volviéndose la espalda, le dice: “¡Estaba seguro de que quería
agarrarme por traición! He venido por convencerme no más”. Cuando se dio orden
al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo
cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil. Había dado
de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo profundamente
dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la
calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando despierta rodeado de fusiles
apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas, y no encontrándolas: “¡Estoy
rendido, dice con serenidad, me han quitado las pistolas!” El día que lo
entraron a Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta
de la casa de gobierno. A su vista gritaba el populacho: ¡Muera Santos Pérez! Y
él meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella
multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: “¡Tuviera aquí mi cuchillo!” Al
bajar del carro que lo conducía a la cárcel gritó repetidas veces: “¡Muera el
tirano!” Y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca como la de Dantón,
dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en cuando en el
cadalso como en un andamio de arquitectos.
El gobierno de Buenos Aires dio un aparato solemne
a la ejecución de los asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada
y acribillada de balazos estuvo largo tiempo expuesta al examen del pueblo; y
el retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados, fueron
litografiados y distribuidos por millares, como también extractos del proceso,
que se dio a luz en un volumen en folio. La historia imparcial espera todavía
datos y revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos.”
(págs. 283-286)
La tercera parte tiene el carácter de un panfleto
político contra el tirano Rosas. En ella se agregan documentos y se enjuicia de
manera tremenda al que en esos momentos era el jefe omnímodo de la Argentina. “Facundo” es el primer libro que ahondó
en la realidad física del país del sur; Sarmiento también, con mucha maestría y
conocimiento, profundizó en el análisis social, e interpretó a la luz de la
ciencia y de la sociología el destino argentino como nación. El político
argentino Marco Avellaneda, que tanto combatió a Rosas, dijo que “Sarmiento ha sido el primero en explicarnos
el carácter de nuestras luchas, y desde el “Facundo” ya sabemos por qué
peleamos, cuáles son los elementos enemigos, rivales, que traban la vida de
nuestra sociedad, y cual la política y los principios que deben adoptarse para
salir del infierno que atravesamos”. “Facundo”
apareció en folletín en “El Progreso” de
Santiago de Chile, en 1845, y el mismo año, y editada por dicho periódico salió
a luz la primera edición de la obra. Bartolomé Mitre la reprodujo en “El Nacional” de Montevideo (1845), la Revue des Deux Mondes, de París, publicó
su famoso artículo consagratorio, que hizo de “Facundo” una obra de significación internacional. El libro ha sido
publicado en varios idiomas engrandeciendo la fama de Sarmiento.
CARTAS A UN NOVELISTA
Con la misma maestría con que elaboró el ensayo, “García Márquez, historia de un deicidio”,
Mario Vargas Llosa a enfrentar el reto para construir “Cartas a un novelista”, cuyo título, si bien nos hace recordar “Cartas a un joven poeta”, del escritor
alemán Rayner María Rilke, debemos concluir después de leer ambos libros, que
este acercamiento no pasa más allá de la similitud de los títulos, pues, novelista
y poeta toman rumbos distintos en la elaboración de los mismos. Creando un
personaje ficticio (el novelista), Vargas Llosa nos brinda página a página un
testimonio (el suyo, lógicamente) de los avatares que debe afrontar aquel que
ha decidido tomar el camino de tan difícil como a veces ingrata profesión: la
del escritor. Quién mejor que Mario Vargas Llosa para brindar un testimonio.
Sus cuantiosos galardones literarios en todo el mundo así lo ameritan. El
escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede
pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir y,
partiendo de esta aseveración irrefutable, el escritor se embarca en esa “luna
de miel”, entre escritor y literatura que sólo culmina con la muerte.
“Usted no ha experimentado esa parálisis puesto que
me ha escrito. Es un buen comienzo, para la aventura que le gustaría emprender
y de la que espera- estoy seguro, aunque en su carta no me lo diga- tantas
maravillas. Me atrevo a sugerirle que no cuente demasiado con ello, ni se haga
muchas ilusiones en cuanto al éxito. No hay razón alguna para que usted no lo
alcance, desde luego, pero, si persevera, escribe y publica, pronto descubrirá
que los premios, el reconocimiento público, la venta de los libros, el
prestigio social de un escritor, tiene un encantamiento sui géneris, arbitrario
a más no poder, pues a veces rehúyen tenazmente a quienes más los merecerían y
asedian y abruman a quienes menos. De manera que quien ve en el éxito el
estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y
confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los
beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la
literatura. Ambas cosas son distintas.
Tal vez el atributo principal de la vocación
literaria sea que, quien la tiene, vive el ejercicio de esa vocación como su
mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como
consecuencia de sus frutos. Esa es una de las seguridades que tengo, entre
muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente
íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues
escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia
de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante
aquello que escribe.
La vocación me parece el punto de partida
indispensable para hablar de aquello que lo anima y angustia: cómo se llega a
ser un escritor. Es un asunto misterioso, desde luego, cercado de incertidumbre
y subjetividad. Pero ello no es obstáculo para tratar de explicarlo de una
manera racional, evitando la mitología vanidosa, teñida de religiosidad y de
soberbia, con que la rodeaban los románticos, haciendo del escritor el elegido
de los dioses, un ser señalado por una fuerza sobrehumana, trascendente, para
escribir aquellas palabras divinas a cuyo efluvio el espíritu humano se sublimaría
a sí mismo, y, gracias a esa contaminación con la Belleza (con mayúsculas, por
supuesto), alcanzaría la inmortalidad.
Hoy nadie habla de esta manera de la vocación
literaria o artística, pero, a pesar de que la explicación que se ofrece en
nuestros días es menos grandiosa o fatídica, ella sigue siendo bastante
huidiza, una predisposición de oscuro origen, que lleva a ciertas mujeres y
hombres a dedicar sus vidas a una actividad para la que, un día, se sienten
llamados, obligados casi a ejercerla, porque intuyen que sólo ejercitando esa
vocación- escribiendo historias, por ejemplo- se sentirán realizados, de
acuerdo consigo mismos, volcando lo mejor que poseen, sin la miserable
sensación de estar desperdiciando sus vidas.
No creo que los seres humanos nazcan con un destino
programado desde su gestación, por obra del azar o de una caprichosa divinidad
que distribuiría aptitudes, ineptitudes, apetitos y desganos entre las
flamantes existencias. Pero, tampoco creo, ahora, lo que en algún momento de mi
juventud, bajo la influencia del voluntarismo de los existencialistas
franceses- Sartre, sobre todo-, llegué a creer: que la vocación era también una
elección, un movimiento libre de la voluntad individual que decidía el futuro
de la persona. Aunque creo que la vocación literaria no es algo fatídico,
inscrito en los genes de los futuros escritores, y pese a que estoy convencido
de que la disciplina y la perseverancia pueden en algunos casos producir el
genio, he llegado al convencimiento de que la vocación literaria no se puede
explicar sólo como una libre elección. Esta, para mí, es indispensable, pero
sólo una segunda fase, a partir de una primera disposición subjetiva, innata o
forjada en la infancia o primera juventud, a la que aquella elección racional
viene a confirmar y fortalecer, pero no a fabricar de pies a cabeza.”
(“Cartas a un novelista”, Mario Vargas Llosa, Editorial Ariel S.A. Barcelona; 1997- págs. 8-11).
Una mujer o un hombre desarrollan precozmente, en
su infancia o comienzos de la adolescencia, una predisposición a fantasear
personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven,
y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podría llamarse
una vocación literaria. Naturalmente, de esa propensión a apartarse del mundo
real, de la vida verdadera, en alas de la imaginación, al ejercicio de la
literatura, hay un abismo que la gran mayoría de seres humanos no llega a
franquear. Los que lo hacen y llegan a ser creadores de mundos mediante la
palabra escrita, los escritores, son una minoría, que, a aquella predisposición
o tendencia, añadieron ese movimiento de la voluntad que el filósofo francés
Jean Paul Sartre llamaba “una elección”.
En un momento dado, dice Vargas Llosa, decidieron ser escritores, se eligieron
como tales, organizaron su vida para trasladar a la palabra escrita esa
vocación que, antes, se contentaba con fabular, en el impalpable y secreto
territorio de la mente, otras vidas y mundos. Vargas Llosa se basa en las obras
de Faulkner, García Márquez, William Burroughs, Gustavo Flaubert, Marcel
Proust, Virginia Wolf, Franz Kafka, Augusto Monterroso y otros más, para
sustentar sus reflexiones sobre arte, estética y literatura. El libro, que está
compuesto por 12 capítulos (o mejor dicho, cartas), va desarrollando en cada
uno de ellos diferentes temas, pero todos unidos por un solo cordón umbilical:
la literatura. Resalta entre todo este cúmulo de reflexiones, aquellas cartas
que nos hablan del significado de los premios, del reconocimiento público, de
la venta de libros y del prestigio social de un escritor; el éxito como
estímulo esencial contrapuesto al ejercicio de esa vocación como la mejor
recompensa; el valor de la disciplina y la perseverancia en lo que Vargas Llosa
llama “la construcción de un talento”; la predisposición a fantasear nada más
que como umbral del verdadero ejercicio de la literatura. En el capítulo
titulado “El estilo”, Vargas Llosa
nos dice que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y
necesario, y si alguien quiere serlo, tiene que buscar y encontrar su estilo.
“Lea muchísimo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto, sin
leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que
ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira
y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su
dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente suyas,
sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las figuras y
maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo
personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted
contar, sus historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión
que las haga vivir”. Algunas de las epístolas del libro están dedicadas a
reflexionar (porque esto es lo que hace Vargas Llosa, reflexionar en voz alta)
sobre la indisoluble relación entre el fondo y la forma, el estilo, la técnica
narrativa, la voz propia, el ajuste perfecto entre palabra e idea; el punto de
vista, el espacio y el tiempo, aspecto este último no menos importante de la
forma narrativa y de cuyo tratamiento depende, ni más ni menos que del espacio,
el poder persuasivo de una historia. Indudablemente que el libro no es de fácil
lectura, por cuanto Vargas Llosa echa mano de escritores de “poco acceso” a un
gran número de lectores, como es el caso de Henry James, con su obra “Una vuelta de tuerca”; Alain
Robbe-Grillet, con “La Jalousie” o
Virginia Woolf con su “Orlando”. De
hecho, este libro ha servido para que Vargas Llosa recuerde sus inicios
literarios en la Lima grisácea de la década del cincuenta y fines de los
cuarenta; la de la dictadura de Manual A. Odría y la del Colegio Militar
Leoncio Prado que tanto marcó su vida. Debe haber revivido aquellas depresiones
por no saber qué pasos dar, por dónde comenzar a cristalizar en obras esa
vocación que sentía en él como un mandato perentorio; soñado con escribir historias
que deslumbrado a él la de esos escritores que empezaba a instalar en su
panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, dos Passos, Camus, Sartre y su
inigualable Flaubert, a quien cita cuando dice: “Escribir es una manera de vivir”, y “Cartas a un novelista” es un libro apasionado y una afirmación de
esa mística.
“Quizás, amigo novelista en ciernes, sea éste el
momento oportuno para hablar de una peligrosa noción aplicada a la literatura:
la autenticidad. ¿Qué es ser un escritor auténtico? Lo cierto es que la ficción
es, por definición, una impostura- una realidad que no es y sin embargo finge
serlo- y que toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una
creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz, por
parte del novelista, de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación
semejantes a las de los magos de los circos o teatros. De modo que ¿tiene
sentido hablar de “autenticidad” en el dominio de la novela, género en el que
lo más auténtico es ser un embauque, un embeleco, un espejismo? Sí lo tiene,
pero de esta manera: el novelista autentico es aquel que obedece dócilmente
aquellos mandatos que la vida le impone, escribiendo sobre esos temas y
rehuyendo aquellos que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a
su conciencia con carácter de necesidad. En eso consiste la autenticidad o
sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la
medida de sus fuerzas.
El novelista que no escribe sobre aquello que en su
fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una
manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es
inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista
(aunque alcance el éxito: las listas de best sellers están llenas de muy malos
novelistas, como usted sabe de sobra). Pero me parece difícil que se llegue a
ser un creador- un transformador de la realidad-, si no se escribe alentado y
alimentado desde el propio ser por aquellos fantasmas (demonios) que han hecho
de nosotros, los novelistas, objetores esenciales y reconstructores de la vida
en las ficciones que inventamos. Creo que aceptando esa imposición- escribiendo
a partir de aquello que nos obsesiona y excita y está visceral, aunque a menudo
misteriosamente integrado a nuestra vida- se escribe “mejor”, con más
convicción y energía, y se está más equipado para emprender ese trabajo
apasionante, pero, asimismo, arduo, con decepciones y angustias, que es la
elaboración de una novela.
Los escritores que rehúyen sus propios demonios y
se imponen ciertos temas, porque creen que aquellos no son lo bastante
originales o atractivos, estos últimos sí, se equivocan garrafalmente. Un tema
de por sí no es nunca bueno ni malo en literatura. Todos los temas pueden ser
ambas cosas, y ello no depende del tema en sí, sino de aquello en que un tema
se convierte cuando se materializa en una novela a través de una forma, es
decir de una escritura y una estructura narrativas. Es la forma en que se
encarna, la que hace que una historia sea original o trivial, profunda o
superficial, compleja o simple, la que da densidad, ambigüedad, verosimilitud a
los personajes o los vuelve unas caricaturas sin vida, unos muñecos de
titiritero. Esa es otra de las pocas reglas en el dominio de la literatura que,
me parece, no admite excepciones: en una novela los temas en sí mismos nada
presuponen, pues serán buenos o malos, atractivos o aburridos, exclusivamente
en función de lo que haga con ellos el novelista al convertirlos en una realidad
de palabras organizadas según cierto orden.
Me parece, amigo, que podemos quedarnos aquí
Un abrazo.”
(págs. 35-37)
LA
ARAUCANA
De las epopeyas artísticas escritas en España durante la Edad de Oro, la
más importante y valiosa es, sin duda “La
Araucana”, de Alonso de Ercilla y Zúñiga. “La Araucana” (1569-1589) es la
única obra que se conoce de Ercilla, pero ella ha bastado para inmortalizarlo.
Consta de 37 cantos, y está escrita en octavas reales.
Garcilaso de la Vega, el autor de las exquisitas “Églogas”, y Alonso de Ercilla y Zúñiga, el autor de “La Araucana”, nos confirman que desde
siempre fueron las armas compañeras de las letras, y este compañerismo se
vitaliza en el caso de Ercilla ya que el autor alternó la pluma con la espada
en el mismo escenario en que acontece esta epopeya.
El descubrimiento de América y su conquista, no tuvo un poeta que le
cantara. Alonso de Ercilla emprende la tarea tan sólo de cantar un único
capítulo de la gran empresa descubridora y colonizadora del Nuevo Mundo: La
conquista de Chile. ¿Acaso el heroísmo, el arrojo y el valor del indio araucano
no lo justificó así? Es innegable que los que llevó a Ercilla a desenvainar su
pluma fue su profunda admiración por aquel pueblo araucano, tan lleno de
virtudes guerreras. De aquí que encontremos en “La Araucana” un doble mérito: el histórico y el literario. Ercilla
presenció gran parte de lo que narra, por eso nos traslada las cosas como las
vio, con la rudeza y la crueldad que los acontecimientos se sucedieron. La
crítica de todo el mundo ha ponderado esta bella composición en donde las
descripciones de las batallas ocupan un sitial de prevalencia en lo que a sus
cualidades se refiere. Entraremos al contenido del libro, dejando para después
su valor literario y su composición. Ercilla comienza dándonos una descripción
de la provincia de Chile y estado de Arauco, su ubicación geográfica y las
costumbres y modos de guerra que tienen los naturales. Nos cuenta que el poder
de aquel lugar está en manos de dieciséis caciques con cualidades militares
envidiables, ya que los cargos de guerra y preeminencia no se ganan por
herencia o por recomendaciones, sino por el valor y la fortaleza demostrada en
duras pruebas. Las armas con las que los guerreros se ejercitan van desde la
pica, las mazas y las hachas, hasta las lanzas y las flechas; pero el manejo de
una sola de estas armas ha de aprender el guerrero y será aquella con que ha
demostrado mayor destreza desde niño. Sus estrategias guerreras reflejan un
pueblo habituado a los duros menesteres de la guerra, que cuando dan una
batalla, se comunican con Eponamon, una especie de Dios que les da ánimo y
coraje para enfrentarse al enemigo.
Hombres de gestos robustos y cuerpos bien formados, los araucanos
supieron desanimar a Diego de Almagro en su intento de conquistar las tierras
araucanas, pero no pudieron vencer a Pedro de Valdivia, quien tras seis años de
asedio logró imponer su autoridad en aquellas difíciles tierras. (Pedro de
Valdivia (1495-1553), fue uno de los osados conquistadores españoles; nacido en
Villanueva de la Serena, Valdivia fue destacado en Flandes e Italia y maestro
de campo de Francisco Pizarro en el Perú. Recibió órdenes de conquistar Chile
(1539). Fundó Santiago del Nuevo Extremo (1541) y exploró el país. En una
segunda expedición continuó la conquista, e inició intentos serios de
colonización. Fundó las ciudades La Imperial, Valdivia, Confine y otros pueblos
más. NOTA DEL AUTOR). Antes de caer en manos de los españoles, los araucanos
sostuvieron cruentas batallas vendiendo cara su derrota. La soberbia de
Valdivia se pone de manifiesto por estos triunfos, así como la rebeldía del
indio araucano, acostumbrado a mandar y ser temido y no sometido. Fue así como
los araucanos comienzan a prepararse para arrojar a los invasores de sus
tierras. El sabio anciano, Colocolo, será el encargado de determinar la prueba
a que deberán someterse los jóvenes aspirantes que desean dirigir las huestes
araucanas.
La prueba consiste en sostener sobre los hombros un pesado tronco, aquel
que los pueda resistir durante el mayor tiempo posible, será el caudillo a
quien todos deberán obedecer. Son muchos los impetuosos jóvenes que mostrarán
sus fuerzas, destacando entre ellos Tucapel, Ongol, Cayocupil, Paicabí,
Lemoleno, Mareguano, Gualemo, Lebopía, Elicura, Ongolmo, Purén, Lincoya,
Peteguelén y Caupolicán, el gran vencedor quien logró sostenerlo durante tres
días. Su primera orden fue la de enviar a ochenta hombres a tomar por asalto
una guarnición española. La empresa, gracias al valor de Cayeguano y Alcatipay
–encargados de liderar a los valientes araucanos- resulta un éxito rotundo.
Mientras tanto, allí cerca, en el pueblo de Penco, habitaba Valdivia, quien
enterado de esta sublevación, organiza a sus hombres para acabar con los
insurrectos.
Se trata de un pequeño territorio poblado por los indios araucanos, raza
combativa, la más belicosa de todas las Indias, por lo que la exigua provincia
es llamada el Estado Indómito. Diego de Almagro, que tanta gloria había
alcanzado en mil empresas colaborando con Pizarro en la conquista del Perú, se
dirige hacia Chile, decidido a ganar nuevas tierras y extender la fe cristiana.
Más el destino había prescrito que tal hazaña no fuera coronada por el adelantado
Almagro, sino por Pedro de Valdivia. Asombraba a los araucanos el ver a los
invasores formando un solo cuerpo con sus cabalgaduras y, no menos, les
desconcertaba el estruendo y la destrucción producidos por las armas que
usaban, pues aquellos indígenas desconocían por completo la existencia de los
caballos y de la pólvora. Así, nada tiene de asombroso que en un principio
tuvieran a los españoles por dioses inmortales que combatían lanzando ardientes
rayos. Pero, poco a poco, fueron comprobando que también eran hombres, como
ellos mismos.
“Pues don Diego de Almagro, adelantado,
que en
otras mil conquistas se había visto,
por
sabio en todas ellas reputado,
animoso,
valiente, franco y quisto,
a
Chile caminó determinado
de
extender y ensanchar la fe de Cristo;
pero
en llegando al fin de este camino
dar en
breve la vuelta le convino.
A sólo
el de Valdivia esta victoria
con
justa y gran razón le fue otorgada,
y es
bien que se celebre su memoria,
pues
pudo adelantar tanto su espada:
este
alcanzó en Arauco aquella gloria,
que de
nadie hasta allí fuera alcanzada;
la
altiva gente al grave yugo trujo,
y en
opresión la libertad redujo.
Con
una espada y capa solamente,
ayudado
de industria que tenía,
hizo
con brevedad de buena gente
una
lucida y gruesa compañía;
y con
designio y ánimo valiente
toma
de Chile la derecha vía,
resuelto
en acabar de esta salida
la
demanda difícil o la vida.
Viose
en el largo y áspero camino
por el
hambre, sed y frío en gran estrecho;
pero
con la constancia que convino
puso
al trabajo el animoso pecho:
y el
diestro hado y próspero destino
en
Chile le metieron, a despecho
de
cuantos estorbarlo procuraron,
que en
su daño las armas levantaron.
Tuvo a
la entrada con aquellas gentes
batallas
y rencuentros peligrosos,
en
tiempos y lugares diferentes,
que
estuvieron los fines bien dudosos;
pero
al cabo por fuerza los valientes
españoles,
con brazos valerosos,
siguiendo
el hado y con rigor la guerra,
ocuparon
gran parte de la tierra.
No sin
gran riesgo y pérdidas de vidas
asediados
seis años sostuvieron,
y de
incultas raíces desabridas
los
trabajos cuerpos mantuvieron,
do las
bárbaras armas oprimidas
a la
española devoción trajeron,
por
ánimo constante y raras pruebas
criando
en los trabajos fuerzas nuevas.
Después
entró Valdivia conquistando
con
esfuerzo y espada rigurosa,
los
promaucaes por fuerza sujetando,
curios,
cauquenes, gente belicosa;
y, el
Maule y raudo Itata atravesando,
llegó
al Andalién, do la famosa
ciudad
fundó de muros levantada,
feliz
en poco tiempo y desdichada.
Una
batalla tuvo aquí sangrienta
donde
a punto llegó, de ser perdido:
pero
Dios le socorrió en aquella afrenta;
que en
todas las demás le había acorrido
otros
dello darán más larga cuenta,
que
les está este cargo cometido;
allí
fue preso el bárbaro Ainavillo,
honor
de los pencones y caudillo.
De
allí llegó al famoso Bío Bío,
el
cual divide a Penco del estado,
que
del Nibequetén, copioso río,
y de
otros viene al mar acompañado;
de
donde con presteza y nuevo brío,
en
orden buena y escuadrón formado
pasó
de Andalicán la áspera sierra,
pisando
la araucana y fértil tierra.
No
quiero detenerme más en esto,
pues
que no es mi intención dar pesadumbre;
y así pienso pasar por todo presto,
huyendo
de importunos la costumbre:
digo
con tal intenso y presupuesto
que
antes que los de Arauco a servidumbre
viniesen,
fueron tantas las batallas,
que
dejo por prolijas de contarlas.
Ayudó
mucho el ignorante engaño
de ver
en animales corregidos
hombres
que por milagro y caso extraño
de la
región celeste eran venidos:
y del
súbito estruendo y grave daño
de los
tiros de pólvora sentidos,
como a
inmortales dioses los temían,
que
con ardientes rayos combatían.
Los
españoles hechos hazañosos
el
error confirmaban de inmortales,
afirmando
los más supersticiosos,
por
los presentes los futuros males:
y así
tibios, suspensos y dudosos,
viendo
de su opresión claras señales,
debajo
de hermandad y fe jurada
dio
Arauco la obediencia jamás dada.
Dejando
allí el seguro suficiente
adelante
los nuestros caminaron;
pero
todas las tierras llanamente,
viendo
Arauco sujeta, se entregaron;
y
reduciendo a su opinión gran gente
siete
ciudades prósperas fundaron,
Coquimbo,
Penco, Angol y Santiago,
La
Imperial, Villarrica y la del Lago.
El
felice suceso, la victoria,
la
fama y posesiones que adquirían
los
trajo a tal soberbia y vanagloria,
que en
mil leguas diez hombre no cabían;
sin
pasarles jamás por la memoria
que en
siete pies de tierra al fin habían
de
venir a caber sus hinchazones,
su
gloria vana y vanas pretensiones.
Crecían
los intereses y malicia,
a
costa del sudor y daño ajeno,
y la
hambrienta y mísera codicia
con
libertad paciendo iba sin freno:
la
ley, derecho, el fuero y la justicia
era lo
que Valdivia había por bueno,
remiso
en graves culpas y piadoso,
y en
los casos livianos riguroso.
Así el
ingrato pueblo castellano,
en mal
y estimación iba creciendo,
y
siguiendo el soberbio intento vano
tras
su fortuna próspera corriendo:
pero
el Padre del cielo soberano
atajó
este camino, permitiendo
que
aquel a quien él mismo puso el yugo
fuese
el cuchillo y áspero verdugo.
El
estado araucano acostumbrado
a dar
leyes, mandar y se temido,
viéndose
de su trono derribado,
y de
mortales hombres oprimido;
de
adquirir libertad determinado,
reprobando
el subsidio padecido,
acude
al ejercicio de la espada,
ya por
la paz ociosa desusada.
Dieron
señal primero y nuevo tiento
(por
ver con qué rigor se tomaría)
en dos
soldados nuestros, que a tormento
mataron
sin razón y causa un día:
disimulóse
aquel atrevimiento,
y con
esto crecióles la osadía;
no
aguardando a más tiempo, abiertamente
comienzan
a llamar y juntar gente.
Principio
fue del daño no pensado
el no
tomar Valdivia presta enmienda
con
ejemplar castigo del estado;
pero
nadie castiga en su hacienda:
el
pueblo sin temor desvergonzado
con
nueva libertad rompe la rienda
del
hombre hecho y la promesa,
como
el segundo canto aquí lo expresa.”
(“La Araucana”, Alonso de Ercilla,
Editorial Ramón Sopena. S.A. – 1963, págs. 20-23)
A la junta de caciques acuden Tucapel, Lemolemo, el anciano Colocolo,
Peteguelen, señor del Arauco, y otros muchos. Pero no asiste a la asamblea el
temido Caupolicán, fuerte cacique a quien obedecía todo el Pilmaiquen. Surge la
discordia entre los reunidos al discutir quién es el más valiente y digno de
ponerse al frente de la insurrección tramada contra los españoles. Se alza la
voz reposada de Colocolo, hombre prudente, y trata de poner paz entre los
desavenidos caciques, aconsejado se designe a Cupolicán, que si era tuerto,
gozaba de un cuerpo robusto y una fuerza sobrehumana. El astuto anciano hace
llamar secretamente a Caupolicán, para que asista a la asamblea, logrando así
el resultado apetecido. Los españoles mantienen desde tres castillos de recios
muros, con foso y troneras provistas de artillería. Uno de estos fuertes se
halla próximo al lugar donde están reunidos los caciques, y Caupolicán se
dispone a tomarlo. Decidido a incendiar el citado castillo, envía por delante ochenta
hombres, disfrazados con carga de heno, hierba y leña, en las que llevaban
ocultas las armas. Los campesinos, con gesto cansado, atraviesan el frente,
muro y puerta, engañando a los desprevenidos ocupantes. Y una vez dentro,
desatando las cargas asaltan súbitamente a los españoles; en medio de la
confusión se presenta Caupoliocán con sus huestes y cerca el castillo, del que
habían sido expulsados los que se libraron del furor de los cristianos. Éstos
hacen una salida y traban desigual batalla, ya que combaten en la proporción de
uno contra cien. Viéndose perdidos, los españoles abandonan el fuerte y,
abriéndose paso con las armas, arriban a Puren, plaza segura. El capitán
Valdivia, que residía en Penco es informado de la traidora acción, pero retrasa
el envío de socorros, distraído por un asunto de oro, movido por la codicia.
Mas resuelto a imponer un ejemplar castigo, envía a unos cuantos españoles y
algunos indios amigos para que se dirijan a Tucapel; al ver que éstos no
regresan, y recelando una emboscada, Valdivia va en su busca. Y a dos leguas de
camino encuentra a sus exploradores decapitados. Ante el horrendo espectáculo,
los españoles piden venganza. En esto llega un indio amigo, quien les anuncia
la muerte indudable que les aguarda en Tucapel, donde veinte mil conjurados se
aprestan a morir, antes que vivir una vida vergonzosa. La nueva sobrecoge a los
españoles; pero Valdivia, a caballo se pone al frente y avanza hacia el valle
de Tucapel, donde halla el castillo destruido. Al punto es rodeado por los
indios. Se lucha a vida o muerte. Los españoles ponen en fuga a los atacantes;
mas advertidos de cuán desalentados quedan los vencedores, un hijo de un
conocido cacique, que servía a Valdivia como paje, encendido por el amor a su
patria arenga lanza arremete él solo contra los españoles. A las voces del
muchacho vuelve Caupolicán, y los araucanos, furiosos, caen sobre Valdivia,
quien, viendo a sus soldados derribados por los indios, huye a caballo sin más
compañía que un sacerdote; pero los enemigos lo persiguen y matan al clérigo.
Valdivia es hecho prisionero y llevado ante el senado de caciques. Caupolicán
le amenaza e interroga, y el capitán, contrito, pídele que le respete la vida a
cambio de dejar para siempre aquella tierra. En aquel instante un indio
descarga un terrible golpe sobre el español, y le mata. Caupolicán quiere
castigar al bárbaro Leocato, autor del desafuero; pero desiste a ruego de sus
fieles.
Nombrado capitán, Lautaro, guerrero sesudo y activo, recibe el encargo
de rechazar un ataque de catorce españoles montados a caballo que trataban de
reunirse con las ya exterminadas fuerzas mandadas por el desventurado Valdivia.
Los indios que estaban emboscados sufren una derrota a manos de los catorce
jinetes. De un áspero collado sale un indio amigo que, llorando, les da cuenta
a los españoles del triste fin que hallaron las tropas de Valdivia.
Impresionados por tamaña desgracia, se aprestan a defenderse contra numerosas
fuerzas mandadas por Lincoya. Sobrevive la noche, estalla una tempestad y los
españoles escapados de la refriega llegan a Puren, castillo que, con poca
gente, manda Juan Gómez. Enterados del trágico fin de Valdivia, los españoles
abandonan el fuerte y se encaminan a Cauten. Dos indios amigos, únicos
supervivientes de la fuerza de Valdivia, llevan a Penco la infausta nueva.
Manda este fuerte Francisco Villagrán, y tratando de vengar la muerte de
Valdivia, sale al frente de un pequeño ejército, en busca de los araucanos, a
los que encuentra en una cuesta empinada. En la tremenda lucha mueren la mitad
de los españoles, con tres mil indios amigos. La victoria sonríe a Lautaro y
los vencidos son pasados a cuchillo. Los españoles fugitivos se refugian en la
Concepción, donde refieren los espantosos hechos. La ciudad está llena de mujeres,
niños y viejos, y son escasas las tropas para garantizar sus vidas. La fama
guerrera de Lautaro mengua el valor de sus enemigos, y optan los españoles por
huir de la Concepción. Entre llantos, alaridos y aflicción, la ciudad queda
despoblada. Una dama noble y prudente, doña Mencia de Nidos, se halla postrada
en el lecho, aquejada por grave enfermedad, cuando oye el alboroto promovido.
Encendida por el valor se arma con espada y escudo, lanzándose a la calle, y
saliendo al paso de los españoles, fugitivos les conmina volver a la ciudad.
Pero a nadie pareció aceptable consejo, y durante doce días prosigue el triste
éxodo, hacia Santiago. Mientras tanto, los indios de Lautaro saquean las casas
y prenden fuego a la Concepcion.
“El
bárbaro con esto no vengado,
Viene
sobre él con furia acelerada,
y con
la diestra, aún no medrosa, airado,
a
Ortiz arrebató la aguda espada;
alzándose
la cota por un lado,
le
atravesó de una a la otra ijada,
y el
alma del corpóreo alojamiento
hizo
el duro y forzoso apartamiento.
La
espada a la siniestra el indio trueca,
sintiéndose
tullido de la diestra,
y del
golpe primero otro derrueca,
que
también en herir era maestra:
como
suele segar la paja seca
el
presto segador con mano diestra,
así
aquel Tucapel con fuerza brava
brazos,
piernas y cuellos cercenaba.
Dejándose
guiar por do la ira
le
llevaba furioso, discurriendo,
unos
hiere, maltrata, otros retira,
la
espesa selva de astas deshaciendo:
acaso
al padre Lobo un golpe tira,
que
contra cuatro estaba combatiendo;
el
cual sin ver el fin de aquella guerra,
dio el
alma a Dios y el cuerpo dio a la tierra.
El
grave Leucotón, no menos fuerte,
con el
valor que el cielo le concede,
hiere,
aturde, derriba y da la muerte,
que
nadie en fuerza y ánimo le excede:
no sé
cómo a escribirlo todo acierte,
que mi
cansada mano ya no puede
por
tanta confusión llevar la pluma,
y así
reduce mucho a breve suma.
También
Angol, soberbio y esforzado,
su
corvo y gran cuchillo en torno esgrime,
hiere
al joven Diego Oro, y del pasado
golpe
en la dura tierra el cuerpo imprime:
pero
en esta sazón Juan de Alvarado,
la
furia de una punta le reprime,
que al
tiempo que el furioso alfanje alzaba
por
debajo del brazo le calaba.
No
halló defensa la enemiga espada;
lanzándose
por parte descubierta,
derecho
al corazón hizo la entrada,
abriendo
una sangrienta y ancha puerta.
La
cara antes del joven colorada
se vio
de amarillez mustia cubierta;
desconyuntóle
el brazo un mortal hielo,
batiendo
el cuerpo helado el duro suelo.
El
corpulento mozo Mareguano,
que
airado a todas partes discurría,
llegó
al tiempo que Angol por diestra mano
al
riguroso hierro se rendía:
era su
íntimo amigo y primo hermano,
de
estrecho trato antiguo y compañía;
“Pues
fue siempre en la vida igual la suerte,
Quiero,
dijo, también que sea en la muerte.”
Y
contra el matador con repentina
rabia,
que el pecho y venas le abrasaba,
un
macizo y fornido tronco empina
y con
fuerza sobre él lo derribaba;
mas
temiendo del golpe la ruina
Alvarado,
que el ojo alerta estaba,
saca
presto el caballo apercibido,
y en
el suelo el troncón quedó metido.
Chilcán,
Ongolmo, Cayeguán de un lado,
Lepomande
y Purén en compañía,
habían
así a los nuestros apretado,
que
ganaron gran crédito aquel día:
Tomé,
Cayocupín y el esforzado
Pillolco,
Caniomangue y Lebopía,
Mareanda,
Elicura y Lemolemo
de su
valor mostraron el extremo.
En
esto un rumor súbito se siente
que
los cóncavos cielos atronaba,
y era
que la victoria abiertamente
por el
bárbaro infiel se declaraba:
ya la
española destrozada gente
al
camino de Itata enderezaba,
desamparado
el suelo desdichado,
de
sangre y enemigos ocupado.”
(pags. 146-147)
En el valle de Arauco júntanse los caciques y los principales jefes
indios para celebrar consejo. Caupolicán acoge en sus brazos al valiente
Lautaro, que regresa victorioso del desolado Penco. El fiero Tucapel pide que
sean expulsados de Chile los españoles, pero el viejo Peteguelen le reprocha su
arrogante osadía, y el prudente Colocolo tercia en la discusión para advertir:
Templad, templad los pechos alterados
Y esos vanos esfuerzos mal regidos;
No hagáis de españoles tal desprecio
Que no vende sus vidas a mal precio
El agorero Puchecalco anuncia que el hado condena a los indios a dura
sujeción, pues las nocturnas aves presagian con su sordo vuelo mil presagios
funestos; y Tucapel, arrebatado por la cólera, le mata con su maza. Caupolicán,
enfurecido ante el crimen, ordena la muerte del agresor. Saltan los presentes
sobre el asesino; pero éste se defiende como un tigre y su valor asombra a
Lautaro, quien solicita a Caupolicán el perdón de tan tremendo guerrero. Y
Tucapel es indultado. Caupolicán se pone frente de un gran ejército para tomar
la ciudad imperial, lo que sólo impidió un milagro obrado por Dios, pues
estando los indios a la vista de sus muros, desprovistos de defensas, cualquier
fuerza bastada para destruirlos. Ya sonaba la trompeta guerrera cuando cerradas
nubes descargaron un verdadero diluvio y gruesas piedras, entre furiosos
rugidos del viento. En esto, Eponamon, dios de los indios, se les aparece en
forma de dragón. Con enroscada cola y envuelto en fuego, y les incita a tomar
la ciudad, sin respetar vida alguna ni dejar muro en pie. Pero, de repente,
cesan los estragos de los enfurecidos elementos y surge en el claro cielo una
figura de mujer, acompañada de un anciano, y que con blanda y delicada voz les
dice a los indios: “¿A dónde vais, gente perdida? Volved a vuestra tierra sin
mover a la guerra a la Imperial, que Dios quiere ayudar a los cristianos y
darles sobre vosotros mando y potencia”. Los araucanos quédanse atónitos ante
la celestial visión y toman el camino de Arauco, huyendo de un fuego que les
quemaba las espaldas. Sequias, hambres, pestes y heladas pusieron momentáneo
fin a la guerra; pero al cesar tantos males se enciende de nuevo la contienda
al llegar la noticia de que los españoles están reconstruyendo la Concepción donde
un día existió Penco. Mandaba la plaza el capitán Juan de Alvarado, quien
advertido de la proximidad de Lautaro, apercibe a sus soldados y sale en su
busca. No pudiendo sufrir los españoles el empuje de tan numerosos enemigos se
acogen a sus muros, que asaltan finalmente los bárbaros. Los españoles
supervivientes huyen a uña de caballo, acosados por los vencedores. El
espaldudo y valiente Rengo alcanza a Juan y Hernando Alvarado y al esforzado
Ibarra, desafiándoles entre ofensivas palabras, pero ellos optan por seguir
adelante, tras fracasar su intento de castigar a tan audaz enemigo.
Celebran los araucanos su victoria con grandes fiestas. Días después
marcha Lautaro contra Santiago, sometiendo todas las tierras que encuentra al
paso. Los indios, que huían de su furia destructora, llevan a Santiago la
triste nueva. De la ciudad sale un grupo de mozos bravíos, y a cuatro jornadas
topan con los de Lautaro, que les desbarataban; y sin aliento, agotados,
vuelven a la ciudad, donde refieren que el caudillo indio ha construido un
fuerte donde reúne a numerosas gentes. Pero de Villagrán decide atacar al
caudillo araucano en su madriguera; pero fracasa al dar el asalto, y sólo a la
ligereza de los caballos debieron la vida, los que con ella quedaron tras el
feroz combate. Vuelven por segunda vez los cristianos, y de nuevo se estrellan
contra los gruesos muros, que protegen a Lautaro. Los españoles establecen su
campamento a tres leguas del fuerte; pero en vista d que no les atacan los
araucanos, dos de ellos se atreven a examinar el fuerte. Uno es Marcos Veaz. A
quien llama Lautaro, que le había estimado mucho anteriormente, y le aconseja
que renuncien los españoles a tiranizar el Arauco. Vueltos los dos españoles,
Villagrán oye su relato, y comprendiendo cuán grave era su situación, decide
levantar el campo. La retirada de los cristianos llena a Lautaro de disgusto,
pues ya tenía prevista su destrucción. Lautaro sigue acogido a su fuerte,
acrecentando sus fuerzas y gozando del amor de la bella Guacolda, su enamorada.
Francisco Villagrán cae de improviso sobre la fortaleza araucana y se promueve
descomunal batalla, Lautaro cae muerto en el primer choque, traspasado el
corazón por una flecha. Los indios desamparan el fuerte y los españoles, aunque
con dolorosas pérdidas, alcanzan el triunfo tras dar muerte a los araucanos,
que se niegan a rendirse. Ni un solo indio queda con vida. Las naos del Perú
llegan a Chile con los refuerzos pedidos. Reunidos los dieciséis caciques y los
principales araucanos, Caupolicán propone lanzarse a un ataque repentino que
ponga fin al loco atrevimiento de los españoles, quienes a su vez reúnen nuevas
gentes para continuar la guerra. La intemperancia de Tucapel provoca
diferencias entre algunos caciques, y Colocolo, aplacadas las iras, pide que
las energías gastadas en querellas familiares se apliquen por entero contra el
enemigo. El cauto joven Millalauco es enviado a examinar los refuerzos
españoles que llegan por mar, fingiendo una embajada de paz. Don García de
Mendoza agradece la amistosa declaración, y el indio parte en su barca colmado
de regalos. Los españoles dejan la costa han desembarcado y erigen un fuerte en
el cerro de Penco, que guarnecen cien hombres. Sabido esto por los araucanos,
se disponen a asaltar la fortaleza. Defendida por ocho gruesas piezas de
artillería. Gracolano arremete contra las murallas, y cae muerto; pero los
indios no desisten y se lanzan tumultuosamente al asalto del fuerte. Los
marineros y soldados españoles que quedaron en las tres naves arribadas de
Perú, acuden en ayuda de sus compañeros; mas atacado súbitamente por otra
fuerza araucana, Juan de Valenzuela tiene que hacer prodigios de valor para
sobreponerse al peligro. Entretanto continuaba la reñida batalla en el fuerte,
de donde los araucanos se retiran al fin, con grandes pérdidas, y Tucapel
escapa muy mal herido. Pasan los días y los españoles reparan los destrozos
sufridos por el fuerte de Penco, a donde llegan noticias de haber partido de
Mapochó dos mil guerreros cristianos con mil caballos y gran acopio de
mantenimientos; pero los creídos ríos los detienen. Una mañana un indio amigo
les da noticias de un gran ejército araucano, aprestado con soberbio aparato de
guerra, que se prepara a asaltar la fortaleza por tres lados. La inesperada
aparición del ejército precedente del Santiago y de la Imperial, hace que los
indios se retiren prudentemente. Los españoles se preparan a entrar a saco la
tierra enemiga. Apenas entrados en el estado de Arauco, los españoles traban
batalla con los indios, Lucha Tucapel con tanto arrojo que infunde temor a los
más atrevidos. Rengo, encendido de odio y de ira, desafía a sus enemigos con
una pesada maza; pero fieramente atacado por los españoles, tiene que huir
seguido por los suyos. El osado Galbarino cae prisionero y es mutilado
despiadadamente. El indio pide la muerte; pero los españoles le despiden,
despreciándole. El mutilado mozo, medio desangrado, llega al cuartel general de
los araucanos, en el momento en que el senado está reunido. Su vista produce
tal indignación que los pareceres encontrados se redujeron a un solo grito:
¡Guerra a muerte! Los españoles asientan su campo en Millarapué, y aquí acude
un arrogante araucano para desafiar al capitán cristiano en nombre de
Caupolicán cristiano en nombre de Caupolicán, dándoles la elección de las armas
para el singular combate.
Don García de Mendoza acepta el reto; pero el mensajero no era más que
un espía venido a explorar el campamento enemigo. Y al apuntar la aurora un
súbito alarido anuncia a los españoles la presencia de los indios, que,
formando tres columnas, se arrojan sobre ellos. Saltan las picas a pedazos y el
estruendo apaga el clamor de los moribundos de uno y otro bando, que luchan
confundidos.
“En el
exento y pedregoso llano,
que
más de un tiro de arco se extendía,
nuestro
escuadrón a un tiempo mano a mano
asimismo
al encuentro le salía,
donde
con muestra y término inhumano,
y el
gran furor que cada cual traía,
se
embisten los airados escuadrones
cayendo
cuerpos muertos a montones.
No
duraron las picas mucho enteras,
que en
rajas por los aires discurrieron;
las
extendidas mangas y hileras
de
golpe unas con otras se rompieron:
hubo
muertes allí de mil maneras,
que
muchos sin heridas perecieron
del
polvo y de las armas ahogados,
otros
de encuentros fuertes estrellados.
Trábase
entre ellos un combate horrendo
con
hervorosa prisa y rabia extraña,
todos
en un tesón igual poniendo
la
extrema industria, la pujanza y maña:
sube a los cielos el furioso estruendo,
retumba
en torno toda la campaña,
cubriendo
los lugares descubiertos
la
espesa lluvia de los cuerpos muertos.
Hierve
el coraje, crece la contienda
y el
batir sin cesar siempre más fuerte,
no hay
malla y pasta fina que defienda
la
entrada y paso a la furiosa muerte,
que
con irreparable furia horrenda
todo
ya en su figura lo convierte,
naciendo
del mortal y fiero estrago
de
espesa y negra sangre un ancho lago.
Rengo
orgulloso, que el siniestro lado
iba
siempre avivando la pelea,
de la
roedora afrenta estimulando
que en
Mataquito recibió de Andrea,
el
ronco tono y brazo levantado,
discurre
todo el campo y le rodea,
acá y
allá por una y otra mano
llamando
el enemigo nombre en vano.
Andrea,
pues, asimismo procurando
fenecer
la cuestión le deseaba;
mas lo
que el uno y otro iba buscando
la
dicha de los dos lo desviaba:
que el
italiano mozo, peleando
en el
otro escuadrón, distante andaba,
haciendo
por su extraña fuerza cosas
que,
aunque lícitas, eran lastimosas.
Mata
de un golpe a Trulo, y entereza
la
dura punta y a Pinol barrena,
y sin
brazo a Teguán una gran pieza
le
arroja dando vueltas por la arena;
lleva
de un golpe a Changle la cabeza,
y por
medio del cuerpo a Pon cercena,
hiende
a Narpo hasta el pecho, y a Brancolo
como
grulla, le deja en un pie solo.
Véis,
pues, aquí a Orompello, el cual haciendo
venía
por esta parte mortal guerra,
que al
gran tumulto y voces acudiendo,
vio
cubierta de muertos la ancha tierra;
y al
genovés gallardo conociendo,
como
cebado tigre con él cierra,
alta
la maza y encendido el gesto,
sobre
las puntas de los pies enhiesto.
Fue de
la maza el genovés cogido
en el
alto crestón de la celada,
que
todo lo abolló y quedó sumiso
sobre
la estofa de algodón colchada:
estuvo
el italiano adormecido,
vomita
sangre, la color mudada,
y vio,
dando de manos por el suelo,
vislumbres
y relámpagos del cielo.
Redobla
otro el gallardo mozo luego,
con
más furor y menos bien guiado,
que, a
no ser a soslayo, el fiero juego
del
todo entre los dos fuera acabado:
el
genovés desatinado y ciego
fue un
poco de través, mas recobrado
se
puso en pie con prisa no pensada,
levantando
a dos manos la ancha espada.
Y con
la extrema rabia y fuerza rara
sobre
el joven la cala de manera
que,
si el ferrado leño no cruzara,
de
arriba abajo en dos le dividiera:
tajó
el tronco cual junco o tierna vara,
y si
la espada el filo no torciera,
penetrara
tan honda la herida
que
privara al mancebo de la vida.
Viéndose
el araucano, pues, sin maza,
no por
eso amainó al furor la vela,
antes
con gran presteza de la plaza
arrebata
un pedazo de rodela,
y al
punto sin perder tiempo lo embraza,
y,
como aquel que daño no recela,
con
sólo el trozo de bastón cortado
aguija
al enemigo confiado.
Hirióle
en la cabeza, y a una mano
saltó
con ligereza y diestro brío,
hurtando
el cuerpo así que el italiano
con la
espada azotó el aire vacío:
quiso
hacerlo otra vez, mas salió en vano,
que
entrando recio al tiempo del desvío,
fue el
genovés tan presto que no pudo
sino
cubrirse con el roto escudo.
Echó
por tierra la furiosa espada
del
defensivo escudo una gran pieza,
bajando
con rigor a la celada,
que
defender no pudo la cabeza:
hasta
el casco caló la cuchillada,
quedando
el mozo atónito una pieza;
pero
en sí vuelto, viéndose tan junto,
le
echó los fuertes brazos en un punto.
El
bravo genovés, que al fiero Marte
pensara
desmembrar, recio le asía;
pero
salió engañado, que en este arte
ninguno
al diestro joven excedía:
revuélvense
por una y otra parte,
el uno
el pie del otro rebatía,
intrincando
las piernas y rodillas
con
diestras y engañosas zancadillas.
Don
García de Mendoza no paraba,
antes
como animoso y diligente
unas
veces airado peleaba,
otras
iba esforzando allí la gente.
Tampoco
Juan Remón ocioso estaba,
que de
soldado y capitán prudente
con
igual disciplina y ejercicio
usaba
en su lugares el oficio.”
(págs. 386-388)
Ya daban los araucano por segura la victoria,
cuando, cambiando la faz de la sangrienta batalla, el último escuadrón
cristiano, del que formaba parte don Alonso de Ercilla, cargó con tal violencia
que los araucanos diéronse a huir por una áspera quebrada. Desbaratada su
hueste, queda sólo Rengo, que sigue luchando con su ferrada maza, hasta que,
reuniendo grupos dispersos, enciende de nuevo la batalla; pero los indómitos
indios son aniquilados. Doce de los prisioneros, que por los ropajes e
insignias denotaban su preeminencia, fueron colgados de los árboles. Alonso de
Ercilla, compadecido del mutilado Galbarino, quiere salvarle, pero también éste
es ajusticiado con los demás caciques – los españoles se dirigen a Cauten para
proveerse. En la Imperial cargan con cuanto necesitan; pero al regresar son
atacados en la quebrada de Puren. Los indios saquean el bagaje, y aunque
duramente castigados, logran escapar con el botín. Caupolicán, cada vez menos
obedecido por su gente, proyecta tentar a la fortuna para reconquistar la
confianza perdida, y reuniendo al senado dispone un asalto al fuerte español de
Tucapel, defendido por escasa guarnición. Caupolicán llama al astuto Pran para
que, disfrazado de mendigo, inspeccione la posición de los españoles; pero
Andresillo, indio yanacona, afecto a los cristianos, le sonsaca astutamente que
Caupolicán va a dar el asalto a la fortaleza. Otra noche vuelve Pran a ver a
Andresillo, quien le asegura que los españoles duermen confiados y ajenos al
peligro. En tanto el primero hace la señal a los indios para que del el asalto,
Andresillo advierte a los cristianos que tienen al enemigo a la puerta.
Arremeten los araucanos en dos columnas, y tras sufrir horrenda mortandad huyen
perseguidos por los españoles. Caupolicán, desalentado, licencia a su cansada
gente, y se refugia en lo más fragoso del monte. Los españoles le persiguen
activamente, sin dar con él; hasta que un indio, ablandado por las dádivas, les
conduce en una noche oscura a la guarida del temible guerrero. Un centinela da el
alerta y el descuidado general es sorprendido en su refugio.
Con el caudillo se rinden algunos de sus capitanes,
viendo que es inútil la resistencia, estaban ya maniatados los indios cuando un
soldado descubre a una joven que huye hacia lo más quebrado del terreno,
llevando a un niño en brazos. Detenida, resulta ser Fresia, mujer del gran
Caupolicán, la que, poseída de terrible furia, increpa a su marido por no haber
sabido morir en la batalla. Condenado a morir empalado y asaetado, Caupolicán
pide ser bautizado para abrazar la fe de Cristo. Hecho así, se cumple la
sentencia; cargado de cadenas, sube al tablado protestando de que se le haga
morir a manos del verdugo, pues le corresponde un fin más digno. Seis flecheros
le pasan el pecho con más de cien saetas y Caupolicán expira con sereno
semblante. La afrentosa muerte del valeroso caudillo, infunde una rabiosa sed
de venganza en el pecho de los indios. Todos los jefes aspiran al mando
supremo, y la elección se confía al senado de nobles y caciques. Y el poema
acaba con la vuelta de Alonso de Ercilla a España en el momento en que el rey
don Felipe levanta tropas para entrar en
Portugal, cuyo reino le pertenece desde que murió el rey don Sebastián a manos
de los moros africanos.
“Que el disfavor cobarde, que me tiene
arrinconado en la mísera suma,
me suspende la mano y la detiene
haciéndome que pare aquí la pluma.
Así doy punto en esto, pues conviene
para la grande innumerable suma
de vuestros hechos y altos pensamientos
otro ingenio, otra voz y otros acentos.
Y pues del fin y término postrero
no puede andar muy lejos ya mi nave,
y el temido y dudoso paradero
el más sabio piloto no le sabe:
considerando el corto plazo, quiero
acabar de vivir antes que acabe
el curso – incierto de la incierta vida,
tantos años errada y distraída.
Que, aunque esto haya tardado de mi parte,
y a reducirme a lo postrero aguarde,
sé bien que en todo tiempo y toda parte
para volverme a Dios jamás es tarde;
que nunca su clemencia usó de arte,
y así el gran pecador no se acobarde,
pues tiene un Dios tan bueno, cuyo oficio
es olvidar la ofensa y no el servicio.
Y yo que tan sin rienda al mundo he dado
el tiempo de mi vida más florido,
y siempre por camino despeñado
mis vanas esperanzas he seguido,
visto ya el poco fruto que he sacado,
y lo mucho que a Dios tengo ofendido,
conociendo mi error, de aquí adelante
será razón que llore y no que cante.”
(pág. 554)
g