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1era edición |
ÍNDICE
·
GRAN SEÑOR Y RAJADIABLOS (Eduardo Barrios)
·
DONCELLAS Y CASADAS (Luisa May Alcott)
GRAN SEÑOR Y RAJADIABLOS
Novela del escritor
chileno Eduardo Barrios (1884-1964).
Esta obra, considerada
como la mejor del autor, es un conjunto de cinco evocaciones, a lo largo de las
cuales se traza la biografía completa de un estanciero chileno, don José Pedro
Valverde. Estos cinco cuadros descriptivos se titulan: Temple de acero, Amor y aventura, Hechos y fechorías del Tarambana, Amo
y señor y Águila vieja.
Alrededor de la figura
del protagonista y de los sucesos de su vida vemos desarrollarse la historia de
la nación chilena durante tres cuartos de siglo. Los ambientes, los tipos, las
situaciones, están tomados de la realidad, con una visión directa que recuerda
la de los novelistas franceses del naturalismo. Sin embargo, no falta en el
autor la proclividad idealista y sentimental que, juntamente con sus grandes
dotes de observador y de psicólogo, forman una personalidad literaria de primer
orden. “El arte maravilloso del escritor
chileno- ha dicho Luisa Luisi- lo envuelve todo: tristeza, amarguras,
complicaciones sentimentales y torturas de la fe, en la magia de un estilo
espiritualizado, de un noble y delicado romanticismo.”
En El temple de acero trabamos conocimiento con el protagonista, el
niño Jose Pedro Valverde, huérfano, que vive con un tío suyo, José María, un
clérigo que le ama como a un hijo, en una vasta hacienda del sur de Chile.
Criado sin mimos de madre, sin más falda acogedora que la de la vieja ama del
sacerdote, su inteligencia y su corazón maduran precozmente. El padre de José
Pedro murió en un asalto de indios y campesinos a la estancia donde vivía. La
política y el caciquismo agitan el campo de Chile en aquellos tiempos- mediados
del XIX-. Liberales y tradicionales sostienen una lucha sorda de campanario.
Al cura don José María,
hombre de positivas virtudes, pero autoritario, enemigo de reformas, a veces
colérico y siempre valiente, se le tiene por una especie de cacique burgués y
retrogrado.
José Pedro no niega la
casta. Tiene recio temple, como lo prueban algunos actos de su niñez y
adolescencia. Se parece mucho en carácter a su tío, el cura, quien le envía a
Santiago para que estudie en el Seminario. Pero a él le tira la vida de la
hacienda. En ella se siente señor y campesino, ocioso y trabajador, buen jinete
que recorre tierras y poblados y cabal administrador de sus propiedades. Cuando
dejó el Seminario, después de haber seguido algunos estudios, y apareció de
nuevo en La Huerta, hizo impresión en las mujeres con su gallarda presencia, su
pelo rubio y sus ojos claros y brillantes.
José Pedro no dejó de
aprovecharse de estas admiraciones, y, temperamento fogoso, cultivaba las
aventuras eróticas con una especie de donjuanismo feudal. Por algo le llamaban
el “potrico de campo”, o sea, esos
potros que se sueltan entre las manadas de yeguas y se reproducen sin descanso.
Su tío el cura y él se
querían profundamente, evitando los rozamientos de carácter, pues, en este
punto, los dos eran de genio fuerte, los dos “eran Valverdes”. El cura se lo había dicho con solemnidad
repetidas veces:
“Los Valverde descendemos de aquel fray Vicente Valverde que acompañó a
Francisco Pizarro en la conquista del Cuzco. Este dominico fue quien, tras de
presenciar y atestiguar ante escribano el descenso del inca Atahualpa, proclamó
ante los trescientos mil indios de la capital incaica que, si la soberanía de
Carlos V reemplazaba desde entonces a la del Inca, se ponía también el dios Sol
en el imperio indígena para que solo resplandeciese el de Jesucristo. Hermano
de fray Vicente fue tu tatarabuelo Joseph. Tu padre llevó ambos nombres, José y
Vicente. Los Valverde en España fueron monteros del rey y nos legaron escudo:
seis galgos atigrados se tienden a carrera sobre campo de sinople.” “Por la
línea materna, somos Casaquemada, vástagos de cierto hidalgo castellano que,
con sus seis hijos varones y un puñado de siervos, batió a los moros, después
de incendiar la propia mansión. Por esta rama, de no haberse ahora Chile constituido
en Republica, al blasón de la familia se añadiría nuevo cuartel con la casa en
llamas bajo arco de siete estrellas- los siete varones cristianos- en lo alto
del cielo, y entre la mansión y el arco, la media luna mora despeñándose a la
hoguera.”
Al oír esto, José Pedro
sonreía algo irónico, aunque en el fondo le halagase saberse de noble linaje.
“¡Caballo Pájaro!”, solía exclamar con frecuencia el muchacho. Y así le llamaba
a él su tío muchas veces. Esta expresión “Caballo
Pájaro” provenía de la gozosa impresión que, siendo niño, le había
producido a José Pedro una estampa de Pegaso, el mítico caballo con alas. Con
ocasión de cualquier hecho o situación culminante, cómica o grave, brotaba de
labios del tío o del sobrino la frase consabida “Caballo Pájaro”.
“-Estás llamado a ser siempre gran señor- decía con su voz ronca y
fuerte el cura.
- “¡Caballo Pájaro!”- reía José
Pedro
-¡Déjate de interjecciones risueñas- amonestaba, severo, don José
María.”
Por aquel fondo de La
Huerta pasaban algunas veces dos pudientes de las cercanías, ya maduros, don Joaquín
y don Eliezer- este entendidísimo tratante de ganado-, amigos de los Valverde.
El temple audaz de José
Pedro le traía a veces hondas amarguras. Yendo un día a caballo con otro joven,
amigo suyo, tratan de vadear un estero que viene crecido y es de corriente
traidora. José Pedro lo consigue, pero su amigo Rosamel desaparece en una hoya
del rio. Cuando el día siguiente encuentran el cadáver de Rosamel, el cual
obliga a su sobrino a presenciar la autopsia que realiza el forense.
Al capítulo, o
evocación, El temple de acero sigue
el de Amor y aventura, en el que se
dibuja con mayor relieve la figura de José halla el de San Nicolás, de la viuda
de Lazúrtegui, misia Jesús, que vive con sus dos hijas, Chepita y Marisabel,
recién salidas de su educación conventual y que, en compañía de la madre, “señora de sala y estrado”, llevaban una
existencia monótona y recoleta. La mayor, Chepita, belleza suave y lánguida, “revestía de compostura su vehemencia”;
la menor, Marisabel, era también muy linda, pero vivar, siempre alegre y
risueña, lo contrario que su hermana.
Los Lazúrtegui habían
tenido una gran fortuna; pero el padre, don Serafín, con sus viajes a Europa, y
también la madre, misia Jesús, con sus afanes de señorío y boato, habían
derrochado tanto que, al morir sin Serafín, estaban casi arruinados. De misia Jesús
se decía que, en su época de esplendor, había sido bastante ligera. José Pedro
o Pepe Valverde, como empezó a llamársele, a la andaluza, costumbre que
heredaron chilenos, peruanos y argentinos, apenas conoció a la viuda y a sus
hijas, quedó enamorado de Chepita, siendo correspondido apasionadamente por
esta, y no mal visto el noviazgo por misia Jesús. (Misia: contracción de Mi señora).
En cambio, el tío del
galán se opuso desde el principio a esas relaciones. Los Lazúrtegui habían sido
vascos enriquecidos con el tráfico de sebos, pellejos y carnes saldas. Con su
dinero adquirieron cierta prosapia criolla, pero carecían de árbol genealógico
noble, a pesar de que figurase en él un obispo, que compró la mitra… Don
Serafín había sido un pájaro de cuenta, un calavera, y de su mujer habría mucho
que hablar. Además, la viuda y las niñas estaban ya en plena ruina y misia Jesús
lo que quería era cazarles un marido. En fin, el clérigo se excitaba hablando
de esto, y no faltó algún altercado fuerte con su sobrino, que llegó a
persuadirse de que nada ni nadie vencería la tozudez de la oposición de su tío
al matrimonio con que él soñaba.
La actitud del patrón
de La Huerta, el orgulloso Valverde, es pagada en la misma moneda por la no
menos altiva misia Jesús. Pepe corta por lo sano y rapta a Chepita, marchando
con ella y con su fiel criado Pascualote a una casa que arrendó lejos, en la
costa, junto a Lagunillas. Pepe dejó a su tío una nota que decía: “Me casaré, llevo dinero suficiente, del que
me pertenece; lo demás queda en la cajuela. Lo veré cuando me haya perdonado.”
El golpe fue muy duro
para el viejo, que, ya declinante su salud, empeoró rápidamente; pero no quiso
perdonar hasta que, pasado un año, viéndose muy mal, y habiendo sido llamado su
sobrino por don Eliecer, le vio entrar en su alcoba y acercarse al lecho donde
yacía postrado. Pepe Valverde emprendió sin vacilar el largo viaje al saber el
estado de su tío, a pesar de que había dejado enferma a Chepita, que llevaba
penosamente su embarazo. El lugar sonde Vivian era inhóspito y aislado. La casa
ofrecía pocas comodidades.
Inquieto pasaba sus
días Pepe Valverde, esperando el fatal desenlace o la mejoría del enfermo para
correr junto a su mujer. La mejoría del cura tarda más en llegar que
Pascualote, que se presentó una madrugada procedente de Lagunillas para
informar a su amo de la gravedad en que se hallaba Chepita, próxima a un parto
prematuro, según la comadrona. Cuando José Pedro, tras vertiginoso viaje, llega
a Lagunillas, Chepita ha muerto.
En el cementerio de
Melipilla, la ciudad más próxima a La Huerta, recibe sepultura. José Pedro
reacciona con energía a su pena y sus remordimientos, aunque para ello tenga
que realizar heroicos esfuerzos. Misia Jesús no le perdona el rapto de su hija,
en el que ve el origen de la terrible desgracia. Marisabel sí le perdona y no
deja de tratarle con afecto. Su tío, cada vez más enfermo, no se levanta de un
sillón. José Pedro se enfrasca en mil proyectos de mejoras del fundo. Pasa el
tiempo, acaso no mucho más de un año, y un día, víspera del de Difuntos, se
encuentran en el cementerio José Pedro, Marisabel y su madre ante la tumba de
Chepita. Misia Jesús, al ver a José Pedro, da media vuelta despectiva y marcha
hacia su coche. Cuando Marisabel y José Pedro se dirigen hacia la salida,
todavía sollozante la muchacha, a su cuñado, inesperadamente, acaso por habito
galante, se le ocurre decir: “Bueno,
Marisabel, no llores mas. Me conmueves y… yo no sé sino una manera de consolar
a las chiquillas bonitas.”
Apenas dichas estas palabras,
se arrepiente de ellas y se maldice íntimamente por su mal gusto. Marisabel
había palidecido. Sus grandes y hermosos ojos manifestaban profunda sorpresa,
sus manos temblaban excitadas. Marisabel dirigió una intensa mirada a su cuñado
y murmuró: “José Pedro…No seas loco, José
Pedro.” Al oír estas palabras, fue él quien tembló.
En la tercera
Evocación: Hechos y fechorías del
tarambana, se nos dice que el cura ha muerto, en lo que han podido influir
sus sospechas de los amores clandestinos entre José Pedro y “la otra Lazúrtegui”, Marisabel. Ya Pepe
Valverde, nombre que ha sustituido casi por completo a su José Pedro, campa por
sus respetos en su hacienda La Huerta, que mejora y extiende con nuevas
adquisiciones, y también en la comarca, donde es, sin disputa, el “amo”. Está Pepe Valverde en plena
juventud. Es atlético, tiene gran presencia física, es valiente y, cuando se
excede en la bebida, camorrista. No admite bravucones a su alrededor. Dotado de
gran vitalidad y sensualismo, ejerce una especie de sultanato con las mujeres,
quienes, por su parte, se consideran felices cuando él las elige. Cuando una
mujer de la peonada le gusta, la manda dejar la faena campesina y pasar a
servir en su casa una temporada mayor o menor. A las que le dan hijos, no las desatiende
luego.
Al darse cuenta la
viuda de Lazúrtegui de las relaciones de su hija Marisabel con Pepe, la mete en
un convento. Desaparece, pues, la muchacha de su hacienda, San Nicolás, sin que
su amante pueda averiguar dónde se halla. Esta situación le desespera.
El novelista acentúa
más y más la figura del protagonista, en quien resume las cualidades típicas
del estanciero chileno de la época. “Era
Pepe Valverde un católico que trata el medioevo en sí; y lo era por ancestro,
cuna y crianza.” Hay en él, junto al espíritu caballeresco, el despotismo
feudal y una innata rebeldía a las leyes y autoridades del Estado. Sentía
aversión por gobernantes y políticos. La ciudad ejercía sobre él poco
atractivo. Su medio natural era el campo, los pueblos de su comarca, las
estancias, las fiestas con baile, buen comer, mejor beber, guitarreo y payada.
El campo chileno se
veía con frecuencia asolado por partidas de bandidos y cuatreros. Ni la
política rural ni las fuerzas que enviaba el gobierno bastaban para batir a los
forajidos, en parte, porque procedían con desgana o eran sobornados. Pepe
Valverde compró carabinas inglesas, escogió buenos caballos y con unos cuantos
mozos fuertes y decididos, de su confianza, entre ellos Pascualote, Bruno,
Cachafaz y el Gallo, formó una contrapartida para perseguir a los bandoleros.
Este grupo fue pronto conocido con el nombre de “el pelotón bravo”.
Uno de los enemigos
solapados de Valverde era el mayordomo de la viuda de Lazúrtegui, a quien
llamaban el Trompo. Este,
enriqueciéndose a costa de su ama, la robaba en la administración, la vendía
sus ganados sin que ella se enterase y estaba en tratos con los salteadores.
Misia Jesús, que había fijado su residencia en Santiago, tenía una confianza
ciega en su mayordomo.
Una de las primeras
acciones del pelotón fue prender al mayordomo cuando este, acompañado de sus
hombres, conducía una punta de ganado sustraído del feudo de San Nicolás.
Valverde le manda atar a un árbol y, para afrentarle más, ordena que le bajen
los calzones, y él mismo, con su rebenque, le propina cincuenta azotes. Luego
le entrega a las autoridades de Melipilla, capital del distrito, pero a los
pocos días el juez le pone en libertad, y el Trompo vuelve a San Nicolás. Entonces, Valverde y su amigo don
Felipe, un peripuesto funcionario, ex seminarista y secretario del gobernador
de Melipilla, marchan a Santiago para informar y poner sobre aviso a los
Lazúrtegui.
El viaje fue casi
baldío. Misia no quiso recibir a Pepe Valverde, y a Toledo le dijo que había
nombrado abogado suyo a un sobrino, Cipriano Correa, tipo turbio, muy rico,
avaro y prestamista. Valverde y Toledo le conocían bien porque había sido
compañeros de ellos en el Seminario.
El patrón de La Huerta
no ha podido averiguar nada de Marisabel. Las cosas cambian bastante en la
hacienda, no solo porque don Pepe- distante ya el “José Pedro” de otros tiempo-, auxiliado por su mayordomo
Sebastián, mejora y agranda sus propiedades, sino porque la persecución de los
bandidos le lleva muchas jornadas. Entre estos bandidos, cuyos hombres más
destacados son el Cachoecabra, el Culón y los dos Toribios, hay uno, el Pelluco, protegido de una dama otoñal y
de buen ver, cuya hacienda fue objeto de un asalto en el que robaron valiosas
joyas, que quiere regenerarse. El Pelluco
se convierte en agente secreto de Valverde y de la policía, y la dama otoñal,
doña Carmela Burgos, viuda y rica, en amante de don Pepe.
La vida de este es
agitada. En una batida contra los bandidos, recobra las joyas de Carmela. De
cuando en cuando va a Santiago, y allí se mezcla en política con éxito, pues el
gobernador conservador le nombra delegado político del distrito de Melipilla.
Su influencia crece. Sus aventuras de tarambana también. Le llaman “rajadiablos”, o sea, el hombre de
aventuras, audaz, que no se detiene ante nada con tal de lograr su capricho.
Con frecuencia le acompañan sus amigos son Joaquín (Don Joaco) y don Eliezer,
ambos menos fogosos que él, y don Eliezer mucho más sensato.
La vida en Santiago le
fastidia, le aburre; el traje de señorito de la capital le molesta y las
reuniones de sociedad excitan siempre su impaciencia por volver al campo. De
Marisabel sigue sin tener noticia alguna. De pronto surge un acontecimiento que
levanta su espíritu y le impulsa a la acción intensivamente: la guerra entre
Chile y Perú. Pepe Valverde toma parte en ella, le otorgan el grado de capitán
y, con las tropas vencedoras, entra a Lima.
Diez años después, ya
en la cuarentena, le encontramos en el capítulo Amo y señor, casado con Marisabel, de la tiene dos hijas, Chepita y
María Rosa. Tiene también un hijo,
“Antuco”, a quien le hacen creer que su madre fue la difunta Chepita, pero,
en realidad, le tuvo de Marisabel antes de que Misia Jesús la ocultase en un
convento. A la muerte de la viuda de Lazúrtegui, Marisabel corre en busca de
Valverde, a quien seguía queriendo, y contraen matrimonio. Pero para no
aparecer ante el mundo como una mujer que tuvo un hijo de soltera, alteran la
verdad, lo que no deja de traerles complicaciones enojosas, incluso con el
propio Antuco.
El peso de los años va
modificando el espíritu de Pepe Valverde, a quien, por una curiosa variación en
el ánimo de los que le conocen, se le empieza a designar por el nombre de
antaño, anteponiéndole el don. Don José Pedro se hace grave, taciturno, cada
vez más inclinado a las prácticas religiosas, así como su mujer, Marisabel, que
le ama como siempre, sufre sin cesar el tormento de los celos. Cuando las
muchachas, Chepita y María Rosa, se hacen mayores, la separación frecuente del
matrimonio se impone, pues misia Marisabel pasa largas temporadas con aquellas
en Santiago y don José Pedro en La Huerta, para no desatender el cuidado de su
feudo.
Se aproxima la vejez, y
con ella, la melancolía y los escrúpulos religiosos invaden la mente del
hidalgo campesino. Don José Pedro adquiere cierto empaque, con ínfulas de
aristocracia y orgullos de linaje, pureza de sangre y austeridad. Sin embargo,
en este gran señor reaparece alguna vez el
rajadiablos, y entonces cae con pasión en sus antiguas costumbres. Pero
ahora sus fervores religiosos le hacen temer el castigo de sus pecados. Por
eso, cuando contrae relaciones íntimas con Lucrecia, esposa de un estanciero
vecino, don Sofanor Iturriaga, un hombre zafio y grotesco, pero sí que hace
feliz el nacimiento de una hija que cree suya. Valverde experimenta una
conmoción profunda. Remordimientos del pasado y del presente le acosan. Ya es
el setentón, todavía fuerte y activo, que se nos pinta en capitulo último, Águila vieja, pero una melancolía
irremediable le envuelve.
Se encuentra muy solo.
Su hijo Antuco, ya un hombre, muy parecido a él, vástago inequívoco de la raza
de los Valverde, vive casi siempre en la cordillera, entre ganados y pastores.
Su mujer, Marisabel, se ha habituado a la vida de Santiago, y Chepita y María
Rosa, casadas con diplomáticos, residen en Europa. Entonces, Marisabel vuelve
al feudo, siempre preocupada y celosa, pero siempre enamorada de su marido.
En Águila Vieja se hallan, sin duda, las mejores páginas del libro.
Las luchas y pleitos de don José Pedro con las autoridades gubernativas y los
agentes del Fisco- que llega a ocasionar un combate a tiros con los
carabineros, en el que sale herido el patrón de La Huerta-, así como las
intimas angustias del anciano, se hallan descritas magistralmente.
Don José Pedro no podía
soportar el nuevo siglo.
“Su ánimo alternaba los estallidos de cólera con momentos en los cuales
una como cansada y hosca disposición a morir lo invadía. Su razón perdíase al
no hallar asidero confortable, y tras de los reniegos, volvíase a Dios. Era
que, además, cierto miedo católico al pensar en la muerte levantábale pequeños
pavores por antiguas y persistentes dudas acerca de algunos dogmas. Solía
entonces, oscuramente angustiado, coger su rosario y ponerse a rezar,
diciéndose que solo hay una manera de tener fe: creyendo sin discurrir. Hasta
enflaquecido estaba: se le habían cargado los hombros, perdía el apetito.”
La muerte de José Pedro
y Aldana simboliza el adiós al siglo XIX en Chile. Toda la evolución a lo largo
de la mayor parte de esa centuria y el panorama social y político del país pasa
a los ojos del lector alrededor de la figura del protagonista. Gran señor y rajadiablos es una obra
considerada, con toda justicia, como una de las más importantes de la
literatura hispanoamericana.
DONCELLAS Y CASADAS
Novela de la escritora
norteamericana nacida en Germantown, Filadelfia, el año de 1832, Luisa May
Alcott. Sus novelas infantiles se hallan entre los libros más leídos del mundo.
Su padre fue Amos Bronson Alcott, distinguido pedagogo de su tiempo. Escribió
desde su infancia cuentos y novelas que luego recitaba ella misma ante su
familia. Para aliviar la pobreza de los suyos, publicó algunos de esos cuentos
en los periódicos de la época. Pero su primer libro de éxito fue “Escenas de
hospital”, escrito durante la guerra civil, en la que sirvió como enfermera.
Este libro escrito durante la Guerra de Secesión le sirvió para hacerse
conocer. En 1868 publicó “Mujercitas”, que es un relato basado en su propia
vida y en el que aparece con el nombre de Jo, y la de sus tres hermanas.
“Hombrecitos” está inspirada en la vida de sus sobrinos. Luisa May Alcott era
de salud muy delicada y murió después de larga enfermedad en Concord el año de
1888. El resumen de la obra es como sigue.
Comienza esta historia
en tiempo de la guerra civil norteamericana, cuando los Estados de Sur peleaban
con los del Norte, por causa de la secesión, pero la escena se desarrolla en un
tranquilo pueblecito de Nueva Inglaterra, distante de Boston, a donde sólo
llegaban los ecos de la lucha.
Albergábanse en una
linda casa de antigua construcción, situada en las cercanías, cuatro hermanas
llamadas Meg, Jo, Beth y Amy, sin que jamás se turbase la felicidad de aquel
cuarteto en su nido. El padre, el señor March, servía como capellán en uno de
los regimientos del Norte, y la madre, perla de las amas de casa, tenía harto
trabajo con atender a la familia. Había que vivir con muy poco, pero Jamás
flaquearon su ternura ni su valor.
Meg y Jo eran las dos
mayores y ganaban algún dinero para ayudar a su madre; Meg como aya de los
niños de una opulenta familia, y Jo desempeñando recados de una tia rica,
anciana de muy buen corazón, aunque sobrado exigente. Aun contando sólo con tan
escasos medios, conseguían, no obstante, dispensar bondadosos favores a los
pobres de la cercanías, y éste era sin duda uno de los motivos de que se
sintiesen contentas y dichosas, pues no hay satisfacción mayor que la de
prestar servicios al prójimo.
El pequeño círculo de
los March recibió un nuevo compañero, al instante el señor Laurence y su nieto
Teodoro en una gran casa inmediata a la suya. Teodoro era un muchacho robusto y
moreno, de aspecto extranjero; su madre había sido una dama italiana, con quien
casó el hijo del señor Laurence contra la voluntad de su padre. Teodoro era
ahora huérfano y heredero de los bienes de su abuelo. La casa de los Laurence
estaba ricamente amueblada, pero esto ningún interés tuvo para el mancebo que
en ella vivía solitario con su abuelo, hasta que las alegres niñas, desde la
vecina puerta, la llenaron de risas y claridad.
Jo era compañera más
asidua de Laurie, como ellas llamaban a aquel niño atlético y travieso, aunque
grandemente aficionado a los libros y a leer. Confesó a Jo que deseaba que le
llamasen Laurie, pues con ello inspiraba más respeto a los muchachos que usando
su propio nombre de Teodoro, que
algunos estaban empeñados en convertir en el de Dora.
Comenzó la amistad en
el nevado invierno cuando fueron más constantes las idas y venidas entre los
individuos de las dos casas. Las niñas representaban las divertidas comedias de
que era autora Jo; Beth ponía la música, y Laurie tomaba parte en los
pasatiempos. Tenía su revista predilecta “El
Portafolio de Pickwick”, órgano de un “Pickwick
Club” al cual pertenecían todos, y cada uno era conocido con el nombre de
un personaje de Dickens. Lo mejor de todo, sin embargo, era el correo que
prestaba un servicio regular entre las dos casas, y aun en los años que se
sucedieron enviándose mechas cartas de amor de una casa a otra. De la cuatro
niñas, Beth era la más tímida y reservada, un verdadero pajarito enjaulado,
pero su dulce y gentil carácter ejercía considerable influencia sobre sus
hermanas. Si alguna de ellas se mostraba algún tanto vanidosa era Amy, la
menor, pero en todo lo demás era ésta tan cariñosa y alegre como las otras.
Mientras Beth permanecía en su casa y ayudaba a los quehaceres domésticos con
su vieja sirvienta Ana, Amy iba a la escuela.
Por aquel entonces los
niños de Nueva Inglaterra tenían una verdadera locura por ciertas conservas,
llevábanlas consigo para comer en el colegio. Esto era una grave falta, y Amy
incurrió un día en ella. El maestre la castigó tan severamente, que su madre la
sacó de la escuela, y le dijo que ya no iría más a ella.
-¡Está bien! Quisiera que todas las niñas dejaran y aborrecieran esa
dichosa escuela, para no pensar ya más en esas tonterías,- dijo suspirando Amy,
con el aire de una mártir.
-No me pesa que hayas perdido la escuela, pues faltaste al reglamento y
mereciste ser castigada por desobediencia, aunque yo no habría escogido
semejante medio para enmendar una falta, replicó severamente la madre,
dejando asombrada a la niña, que esperaba tan sólo palabras de simpatía. Debes ser menos presumida y aun estás a
tiempo de corregirte. Posees dotes y virtudes muy estimables, pero el principal
encanto es la modestia.
-¡Eso es!- exclamó Laurie, que jugaba al ajedrez en un ángulo del salón con Jo.
No mucho después
recibía Meg una invitación para visitar a su antigua amiga de colegio Anita Moffat;
y como los Moffat eran gente rica y constituían la flor y nata de la sociedad
elegante de la gran ciudad donde tenían su casa, hubo que invertir dos largas
semanas en los preparativos del viaje. Ayudábanla todas sus hermanas, y gracias
a sus habilidades resultaron elegantísimos los trajes, por sencillas que fueron
las telas, de manera que Meg no había de representar ningún mal papel en las
reuniones de los Moffat.
Laurie recibió una
invitación para asistir a una de las fiestas, y durante ésta no se condujo Meg
muy bien con él, ya fuera por tener que corresponder a las constantes
atenciones de que le hacían objeto los amigos de los Moffat, ya por haber oído
algunos cuchicheos en que se murmuraba que la señora March tenía el proyecto de
casarla con Laurie. Cuando Meg contó esto de regreso en su casa, Jo y su madre
se indignaron.
-Eso constituye el mayor insulto que he oído en mi vida,- exclamó Jo.-
No esperaba yo necedad tan ridícula. Piensan que tenemos “planes” y que nos
hemos mostrado bondadosas con Laurie porque es rico y podría casarse “con
nosotras” a las primeras de cambio.
-Pero, mamá ¿es verdad que tiene usted planes, como dijo la señora
Moffat?- preguntó Meg.
-Sí, niña, tengo muchos, como todas las madres, aunque distintos de los
de la señora Moffat. Yo quiero que mis hijas sean bellas, cumplidas y buenas;
que sean admiradas, amadas y respetadas, que tengan una juventud feliz y se
casen bien y cuerdamente; que su existencia transcurra placentera, con pocos
cuidados y tristezas hasta el día en que deban comparecer ante el tribunal de
Dios.
“Ser amada y escogida por un hombre de bien es la cosa mejor y más
grata, a que puede aspirar una mujer para ser feliz; pero prefiero ver a mis
hijas casadas con hombres pobres, si quieren ser venturosas, que no ser reinas
en los tronos sin el debido respeto y paz”.
La corta temporada que
pasó Meg en aquella feria de vanidades representada por la vida elegante de la
ciudad, dio ocasión a que se percatara de la simpleza y necedad de la gente
chismosa que charloteaba en los “círculos
aristocráticos” y aumentara todavía más su amor a la tranquila vida de
familia.
Transcurrió el tiempo
en aquella agradable compañía y las niñas se convirtieron en mujeres, cuya
futura suerte creía su madre que estaba tal vez cercana. Jo, aficionada a
colaborar en el “Portfolio de Pickwick”
abrigaba la ambición de que apareciese su firma en los periódicos formales, y
cuando un día recibió la noticia de que habían sido aceptadas dos de sus
novelas no tuvo límites su alegría. Laurie se sintió tan orgulloso como si
hubiese escrito aquellas obras él mismo. Aunque hasta entonces lo había
mantenido en el mayor secreto, sospechaba Laurie que su tutor, señor Brooke,
estaba enamorado de Meg, y así lo vio confirmado al encontrarle en uno de sus
bolsillos un guante viejo de la joven; pero la idea de que alguien pudiera
llevarse a Meg no le gustaba a Jo. “¡Ya
veremos quién es el que lo intenta!”, exclamó fieramente.
Un día de noviembre se
recibió un telegrama diciendo que el señor March se hallaba en el hospital de
Washington y rogaba a su esposa que se llegara hasta allí. El cielo gris de
noviembre se había súbitamente tornado negro. Todas las jóvenes andaban
ocupadas en ayudar a su madre para partir aquella tarde, pero Jo desapareció
misteriosamente y Laurie fue en su busca. Cuando volvió mostróse orgullosa al
poner en manos de su madre veinticinco dólares con que ésta pudo aumentar la
modesta suma de que disponía para los gastos del viaje. ¿De dónde había sacado
Jo tan útil adición? Pues sencillamente de haber vendido sus hermosas trenzas,
por lo cual apareció delante con el pelo cortado.
Negros fueron los días
que siguieron, pues aunque al cabo de cierto tiempo se tuvo noticia de que el
padre iba convaleciendo, la pobre Beth se hallaba postrada en cama con
calentura, de que se había contagiado asistiendo al niño de una pobre mujer del
pueblo, a la cual las cuatro hermanas habían prestado algunos ligeros
servicios. No estaba ya nadie para poemas ni cuentos. Habíanse olvidado todas
las bagatelas para cuidar solamente a la enferma querida; al recibirse la buena
noticia de que el señor March se restablecía con rapidez, aún no había Beth
entrado en convalecencia.
Llegaron las Pascuas de
Navidad y como el padre se sentía ya fuerte, no quiso que sus hijas carecieran
de lo que en tan alegre ocasión solían disfrutar. Era Nochebuena cuando
compareció Laurie, con aire contento y mal reprimida excitación, que parecían
ser heraldo de las buenas nuevas. Un momento después, mientras esperaban a que
Laurie hablase, llegó el señor Brooke, llevando del brazo al señor March en
persona, que avanzaba sonriente. Ocho brazos amantes se adelaron hacia él; Jo,
presa de la emoción, se desmayó, mientras la peripuesta Amy caía de hinojos y
se abrazaba a las piernas de su padre; el señor Brooke, por pura casualidad,
besó a Meg, y Beth, con su traje rojo, saliendo de su cuarto corrió a echarse
en los brazos del señor March, estrechándole fuertemente, con la alegría del
regreso.
Poco después de haber
quedado cofirmada la sospecha de Laurie referente al amor profesado por el
señor Brooke a Meg, y no sin gran disgusto de la anciana tía (que deseaba ver
casadas a sus sobrinas con hombres ricos) el señor y la señora March otorgaron
su consentimiento para que Meg se convirtiese en la señora Brooke tres años más
tarde, esto es, cuando cumpliese los veinte. Antes de que llegase el feliz día,
Juan Brooke había tomado parte en la guerra y resultado herido por la gran
causa, pero la contienda tocaba ya a su fin, y en vista de ello retiróse Brooke
al pueblecito, entregado por completo a los preparativos del futuro hogar.
Durante aquellos años
llegó Amy a ser una belleza completa; mientras Beth continuaba siendo tan dulce
y tímida como siempre, y, Jo, tan niña como de costumbre, soñaba aún con los
triunfos literarios y escribía novelas y cuantos que se apresuraban a adquirir
los buenos editores. El señor March continuaba ejerciendo su profesión en casa;
y su esposa, aunque mostraba ya el cabello encarnecido, sentíase fuerte y
feliz. Lauie, que había abandonado ya el colegio, continuaba siendo el firme
amigo de la familia.
Llegó, por fin, el día
en que hubo de consentirse en que Meg abandonase su antiguo nido, pero no notó
por eso gran diferencia, pues ella se pasaba la mayor parte del tiempo en casa
de sus padres, como cuando era soltera.
Gran día fue para Jo
aquel en que, habiendo ganado el premio de cien dólares en su concurso de
novelas, pudo enviarlos a su madre y a Beth, que cada día estaban más
macilentas, para que fueran a pasar un mes a orillas del mar.
Jo había escrito
también otra obra que obtuvo bastante éxito, pareciéndole que los trescientos
dólares que le había producido constituían una fortuna. Su mayor anhelo era
visitar a Europa y ver de cerca la vida de las famosas ciudades sobre las
cuales tanto había leído. Correspondióle, sin embargo, mejor fortuna a Amy,
pues la tía March le envió, como a sobrina predilecta, una buena cantidad para
que, acompañada de alguna persona allegada, se diese una vuelta por el viejo
mundo. Jo disimuló su desengaño y trabajó lealmente en ayudar a Amy en los
preparativos de su largo viaje.
Durante todo este
tiempo, Laurie había sido amigo sin distinción de las cuatro hermanas, de
manera que, al decir Jo aquello de casarse “con
nosotras”, no decía mal, pues no parecía querer más a la una que a la otra.
Por fin cayó Jo en
cuenta de que la amistad que Laurie le demostraba se convertía en amor, lo cual
había que evitar a todo trance, pues sospechaba que Beth andaba también de él
enamorada; y este fue el motivo de que de repente se marchase Jo a Nueva York
para ser maestra.
Mucho antes de ello
había conocido al bueno y gallardo profesor Bhaer, de quien recibió lecciones
de alemán. Claro está que Jo había pensado mucho en el profesor Bhaer; y esta
era una de las razones que la impidieron ser la mujer de Laurie cuando este
sincero amigo, que a la sazón se había graduado con mucho honor en su colegio,
la propuso que fuese el encanto y la dicha de su hogar.
El anciano señor
Laurence determinó en esto emprender un viaje a Europa, y Laurie le acompañó.
Durante una de las excursiones encontró el joven a Amy en el mediodía de
Francia, y vió con verdadero placer que su belleza había llegado a la plenitud.
Si la negativa de Jo le había dejado lastimado el corazón por mucho tiempo, la
presencia de Amy debía cicatrizar rápidamente la herida.
Mucho tardó en
descubrir, con sorpresa, que Amy era la hermana de la que había amado. Un día,
mientras recorrían el lago de Ginebra, a donde el joven la había seguido, Amy
cogió un remo y juntos se deslizaron suavemente por la superficie del agua.
Ninguno de ellos había pronunciado una palabra.
-¡Qué casualidad! ¡Ir juntos en el mismo bote! Exclamó Amy
interrumpiendo el silencio.
-Eso quería yo, que fuéramos juntos en el mismo bote. ¿Quiere usted,
Amy?- dijo tiernamente.
-Sí, Laurie,- respondió ella muy queso. Dejaron de remar ambos e
inconscientemente añadieron una linda escena de vida y la felicidad humanas a
los cuadros disolventes reflejados en el lago.
Volvamos ya a Nueva
Inglaterra. Jo se hallaba muy solitaria, pero trabajaba tanto escribiendo y
estaba tan ocupada en los quehaceres de la casa, que no se le hacían largos los
meses. Un día entró en aquel hogar una nueva racha de felicidad al llegar
Laurie y Amy ¡casados! Jo y Laurie fueron aún mejores amigos que antes, y la
hermana mayor halló una nueva alegría en la ventura de Amy. A todo eso el
profesor Bhaer se había hecho frecuente visitante de la casa, y hubo de
enterarse de que Jo tenía la costumbre de ruborizarse cuando llegaba o cuando
pronunciaba su nombre.
Por lo mismo no dio
ocasión a gran sorpresa el que, en un lluvioso día, el profesor, aprovechando
la oportunidad de ir con Jo bajo el mismo paraguas, le confesase que la quería,
que desde hacía mucho tiempo llevaba su imagen grabada en el corazón y que
deseaba saber si consentiría en ser su esposa, aunque se encontrase con las
manos vacías. Estrechóle ella la mano efusivamente, y riendo exclamó: -“¡No las llene usted!” al paso que le
notificaba estar animada para con él de los mismos sentimientos.
Hacía más de un año que
había fallecido la anciana tía, dejando a Jo su casa de campo. Esto sugirió al
buen corazón de la joven la idea de fundar una escuela de niños, que se
intituló de la Mamá Bhaer, lo cual
fue como reinar sobre un regimiento de pequeñuelos. No era ninguna escuela de
lujo, ni el maestro consiguió ninguna fortuna, pero era lo que Jo quería que
fuese: “Un hogar feliz para niños que
necesitaban instrucción, cuidados y bondad.” Y en los años que siguieron,
todos los días de fiesta, las hermanas con sus maridos, y el señor y la señora
March, abuelos los más felices, comparecían en amorosa compañía para recordar
los tiempos de antaño y las tiernas armonías de su infancia. En tales ocasiones
se brindaba por “la tía que en gloria
esté”. El profesor no olvidó nunca que tanta felicidad era debida al
capricho de una anciana de buen corazón.